Bill, héroe galáctico (5 page)

Read Bill, héroe galáctico Online

Authors: Harry Harrison

Tags: #ciencia ficción

BOOK: Bill, héroe galáctico
10.41Mb size Format: txt, pdf, ePub

Otros soldados iban ya por el corredor, y los siguieron a las entrañas de la nave.

—Je, je… ¿Creéis que la comida será algo mejor que la del campamento? —preguntó Ansioso, lamiéndose excitadamente los labios.

—Es completamente imposible que sea peor —dijo Bill, cuando se unieron a una cola que llegaba hasta una puerta marcada Comedor Consolidado Nº 2—. Cualquier cambio será para mejorar. Después de todo… ¿no somos ahora soldados en campaña? Tenemos que estar bien alimentados para el combate, según dice el manual.

La cola se movió hacia adelante con una dolorosa lentitud, pero en menos de una hora se hallaron en la puerta. Tras ella, un cansado soldado de cocina vestido con un mono grasiento y manchado de jabón le entregó a Bill una jarra de plástico amarillo de un cajón situado frente a él. Bill siguió hacia adelante, y cuando el soldado frente a él se apartó se encontró con una pared desnuda de la que emergía un único grifo sin llave. Un grueso cocinero que se hallaba junto a él, vistiendo un enorme gorro blanco de cocinero y una camiseta sucia, le indicó que se adelantase con la cuchara sopera que llevaba en la mano.

—Vamo’, vamo’, ¿no ha com’ío nunca? ‘A jarra bajo e’ grifo, ‘a chapa en e’ bujero, ¡venga ya!

Bill puso la jarra tal y cómo se lo había ordenado, y se fijó en una delgada ranura en la pared metálica, justamente a la altura de la vista. Su placa de identificación le colgaba del cuello, y la introdujo en la ranura. Algo hizo bzzz, y un delgado chorro de fluido amarillento salió a borbotones, llenando a medias el recipiente.

—¡El siguiente! —chilló el cocinero. Y empujó a Bill, para que Ansioso pudiera tomar su lugar.

—¿Qué es esto? —preguntó Bill, contemplando la jarra.

—¿Qué é’ é’to? —se irritó el cocinero, poniéndose de un brillante color rojo ¡E’to é’ tu com’ía, so idiota! E’to é’ un agua absolutamente químicamente pura, en la que é’tan disue’to 18 aminoácido’, 16 vitamina’, 11 sale’ minerale’, u’ ester ácido y glucosa, ¿Qué otra cosa e’peraba’?

—¿Comida…? —dijo esperanzado Bill; y entonces lo vio todo rojo, cuando la cuchara sopera le golpeó la cabeza—. ¿Podrían dármela sin el ester ácido? —preguntó confiadamente, pero lo empujaron de vuelta al corredor, en donde se le unió Ansioso.

—Je, je —dijo Ansioso—. esto tiene todos los elementos nutritivos necesarios para mantener indefinidamente la vida. ¿No es maravilloso?

Bill sorbió su jarra y luego suspiró trémulamente.

—Mira esto —le dijo Tembo; y cuando Bill se dio la vuelta una imagen proyectada apareció en la pared del corredor. Mostraba un firmamento con nubes sobre las que parecían flotar pequeñas figuras—. El infierno te espera, muchacho, a menos que seas salvado. Da la espalda a tus creencias supersticiosas y acógete en la Primera Iglesia Vudú Reformada, que te abre los brazos; entra en su seno, y hallarás tu lugar en el cielo a la diestra de Samedi. Estarás allí sentado con Mondongué y Bakalú y Zandor, que saldrán a recibirte.

La escena proyectada cambió, las nubes se acercaron, mientras del pequeño altavoz surgía el débil sonido de un coro celestial con acompañamiento de tambores. Ahora las figuras podían ser vistas claramente, todas ellas de piel muy negra y túnicas blancas, de cuya espalda surgían grandes alas negras. Se sonreían y saludaban unas a otras cuando se cruzaban sus nubes, mientras cantaban entusiásticamente y golpeaban los pequeños tam-tams que llevaba cada una. Era una hermosa escena, y los ojos de Bill se nublaron un tanto.

—¡Atención!

La aullante tonalidad produjo ecos en las paredes, y los soldados echaron atrás los hombros, juntaron los tacones y miraron al frente. El coro celestial se desvaneció cuando Tembo volvió a meterse el proyector en el bolsillo.

—Descansen —ordenó el primera clase Bilis, y al girarse lo vieron guiando a dos PM con pistolas empuñadas que actuaban como guardaespaldas de un oficial. Bill sabía que era un oficial porque habían tenido un curso de Identificación de Oficiales, además de porque en la parel de la letrina había un cartel titulado CONOCE A TUS OFICIALES, y había tenido larga oportunidad de estudiarlo durante un inicio de epidemia de amebiasis. Su mandíbula cayó cuando el oficial se acercó lo bastante como para poderlo tocar, y se detuvo frente a Tembo.

—Especialista en fusibles de sexta clase Tembo, tengo buenas noticias para usted. En dos semanas se termina su período de siete años de alistamiento y, dado su excelente comportamiento, el capitán Zekial ha autorizado que le doblemos la paga de despedida, un licenciamiento honorable con banda de música, y el transporte gratuito de regreso a la Tierra.

Tembo, relajado y firme, miró hacia abajo, al diminuto teniente del bigotito rubio que se encontraba frente a él.

—Eso será imposible, señor.

—¡Imposible! —chirrió el teniente, balanceándose sobre sus botas de tacón alto—. ¡¿Quién es usted para decirme a mí lo que es imposible…?!

—No soy yo, señor —le respondió Tembo con la mayor calma—. La regla 13—.A, párrafo 45, página 8923, volumen 43, de las Reglas, Regulaciones y Artículos de Guerra. Ningún soldado u oficial será licenciado, a menos que lo sea con deshonor, comportando sentencia de muerte, de una nave, puesto, base, campo, buque, avanzadilla o campo de trabajo, en tiempo de emergencia…

—¿Es usted un leguleyo, Tembo?

—No, señor. Soy un leal soldado, señor. Tan solo quiero cumplir con mi deber, señor.

—Hay algo muy raro en usted, Tembo. Vi en su ficha que se alistó voluntariamente, sin necesidad de que usaran drogas y/o hipnotismo. Ahora, rehúsa ser licenciado. Eso es malo, Tembo, muy malo. Le da a usted un mal nombre. Le hace aparecer como sospechoso. Le hace aparecer como espía o algo similar.

—Soy un leal soldado del Emperador, señor, y no un espía.

—No es ningún espía, Tembo, ya hemos estudiado eso concienzudamente. Pero ¿por qué está en el ejército, Tembo?

—Para ser un leal soldado del Emperador, señor, y para hacer todo lo que pueda en la difusión de la fe. ¿Está usted salvado, señor?

—¡Vigile su lengua, soldado, o se meterá en líos! Sí, conocemos esta historia, reverendo. Pero no nos la creemos. Es usted muy astuto, pero ya lo averiguaremos… —se marchó, murmurando para sí mismo, y todos se pusieron firmes hasta que hubo desaparecido. Los otros soldados miraron a Tembo en forma extraña, y no se sintieron confortables hasta que también se hubo ido. Bill y Ansioso regresaron lentamente a su camarote.

—¡Se negó a aceptar que lo licenciaran…! —murmuró asombrado Bill.

—Je, je —dijo Ansioso—. Tal vez esté loco. No se me ocurre otra explicación.

—Nadie puede estar tan loco —y luego—. Me pregunto que habrá aquí dentro señalando una puerta con un gran cartel que decía PROHIBIDA LA ENTRADA AL PERSONAL NO AUTORIZADO.

—Je, je… No sé… ¿No será comida?

Se introdujeron inmediatamente y cerraron la puerta tras ellos. Pero no había comida allí. En lugar de ello, se hallaron en una amplia cámara con una pared curvada, mientras que, pegados a esta pared, se veían complicados aparatos con medidores, esferas, controles, palancas, conmutadores, una pantalla visora y un tubo de escape. Bill se inclinó y leyó la placa del aparato más cercano:

—Cañón atómico tipo IV. ¡Y fíjate que tamaño tienen! Esta debe ser la batería principal de la nave. —Se dio la vuelta y vio que Ansioso estaba con el brazo levantado, de forma que su reloj de muñeca apuntaba a los cañones, y estaba apretando la corona con el dedo índice de la otra mano.

—¿Qué es lo que estás haciendo? —le preguntó Bill.

—Je, je… miraba qué hora era.

—¿Cómo puedes saber qué hora es si tienes la correa hacia la vista y el reloj en el otro lado?

Se oyeron pisadas a lo lejos en la larga sala de cañones, y recordaron el letrero de la puerta. En un instante la habían atravesado de nuevo, y Bill la cerró silenciosamente. Cuando se giró, Ansioso Beager había desaparecido, así que tuvo que regresar solo al camarote. Ansioso había regresado antes y estaba atareado limpiando las botas de sus compañeros, y no levantó la vista cuando entró Bill.

Pero, ¿qué era lo que había estado haciendo con su reloj?

CUATRO

Esta pregunta estuvo molestando a Bill durante todo el tiempo de los días de su entrenamiento, en los que dolorosamente aprendían su tarea como especialistas en fusibles. Era un trabajo agotador y técnico que necesitaba de toda su atención, pero en los momentos libres Bill se preocupaba. Se preocupaba cuando hacían cola para el rancho, y se preocupaba durante los pocos momentos, cada noche, entre el instante en el que se apagaban las luces y el pesado descender del sueño sobre su fatigado cuerpo. Se preocupaba a cada momento que tenía, y perdía peso.

Perdía peso no porque se estuviera preocupando, sino por la misma razón por la que todos estaban perdiendo peso: la comida de la nave. Estaba estudiada para mantener la vida, y esto lo hacía. Pero nunca se había dicho qué tipo de vida iba a ser. Era una vida aburrida, hambrienta, de adelgazamiento. Y, sin embargo, Bill no se preocupaba por esto. Tenía un problema mayor y necesitaba ayuda. Tras el entrenamiento del domingo, a finales de su segunda semana, se quedó para hablar con el primera clase Bilis en vez de unirse a los demás en su trastabillante carrera hacia el comedor.

—Tengo un problema, señor…

—No eres el único, pero una sola inyección te lo curará, y nadie puede decir que es un hombre hasta que no lo ha pasado.

—No es ese tipo de problema. Me gustaría… ver… al capellán…

Bilis se quedó pálido y se derrumbó contra la pared.

—Ahora ya lo he oído todo —dijo débilmente—. Vete a comer y, si tú no lo cuentas, yo tampoco diré nada.

—Lamento esto, primera clase Bilis —dijo Bill enrojeciendo—. pero no puedo evitarlo. No es culpa mía el tener que verlo. Le podría haber pasado a cualquiera… —su voz murió, y se quedó mirando a sus pies, mientras frotaba una bota contra la otra. El silencio prosiguió hasta que finalmente habló Bilis, pero toda la camaradería había desaparecido de su voz.

—De acuerdo, soldado… Si es así como lo quiere. Pero espero que el resto de los muchachos no se enteren. No vaya a rancho y hágalo ahora: aquí tiene un pase garabateó algo en un trozo de papel, y luego lo tiró con repugnancia al suelo, dándose la vuelta y marchándose mientras Bill se inclinaba humildemente para recogerlo.

Bill pasó a lo largo de compuertas de salto, de corredores, a lo largo de pasarelas, y subió escaleras. En el directorio de la nave, el capellán estaba marcado con el compartimiento 362—B de la cubierta 89, y finalmente Bill la encontró: una puerta metálica vulgar, ribeteada. Alzó la mano para golpear, mientras el sudor manaba en grandes gotas de su rostro y su garganta estaba seca. Sus nudillos sonaron huecos en el panel, y tras un período interminable se oyó una voz apagada del otro lado:

—Vale, vale… Tira adentro… Está abierto.

Bill entró, y se puso firme de un salto cuando vio al oficial que se hallaba tras el solitario escritorio que casi llenaba la pequeña habitación. El oficial, un cuarto teniente, aunque era joven, estaba quedándose rápidamente calvo. Se veían ojeras bajo sus ojos, y necesitaba afeitarse. Su corbata estaba mal anudada y muy arrugada. Continuó rebuscando entre los montones de papeles que llenaban el escritorio, tomándolos, cambiándolos de montón, apuntando cosas en algunos y echando otros a una atiborrada cubeta. Cuando movió uno de los montones, Bill vio un rótulo sobre la mesa que decía OFICIAL DE LAVANDERÍA.

—Excúseme, señor —dijo—. pero me he equivocado de oficina. Estoy buscando al capellán.

—Esta es la oficina del capellán, pero no entra de guardia hasta las 1300 horas, que es, como cualquiera puede saber, aún tan estúpido como parece ser usted, dentro de quince minutos.

—Gracias, señor. Volveré… —Bill se deslizó hacia la puerta.

—Se quedará y trabajará —el oficial alzó unos ojos sanguinolentos y cloqueó malévolamente—. Lo he cogido. Puede separar los informes sobre los pañuelos. He perdido seiscientos y tal vez estén por ahí. ¿Se cree que es fácil ser un oficial de lavandería? —lloriqueo autocompasivamente, y empujó un tambaleante montón de papeles hacia Bill, que comenzó a separarlos. Mucho antes de que hubiera terminado, resonó un zumbador que indicaba el cambio de guardia.

—¡Lo sabía! —sollozó desesperado el oficial—. Este trabajo no se acaba nunca, se hace peor y peor. ¡Y usted se cree que tiene problemas! —Extendió una temblorosa mano y dio la vuelta al rótulo de la mesa. Por el otro lado decía CAPELLÁN. Entonces agarró la corbata y dio un tirón de ella, llevándola sobre su hombro derecho. La corbata estaba unida al cuello, y el cuello estaba colocado sobre rodamientos a bolas que corrían suavemente por un carril fijado a su camisa. Se oyó un suave chirrido mientras el cuello giraba, y entonces la corbata colgó fuera de la vista a su espalda y su cuello estaba ahora al revés, viéndose blanco y liso y frío al frente.

El capellán juntó sus dedos frente a él, bajó la vista y sonrió dulcemente.

—¿Cómo puedo ayudarte, hijo?

—Pensé que usted era el oficial de lavandería —dijo Bill pasmado.

—Lo soy, hijo mío, pero esa es tan solo una de las cargas que caen sobre estos hombros. Hay muy poca necesidad de un capellán en estos tiempos perturbados, pero mucha de un oficial de lavandería. Hago lo que puedo por ser útil —inclinó humildemente la cabeza.

—Pero… ¿qué es lo que es usted? ¿Un capellán que pasa parte de su tiempo como oficial de lavandería o un oficial de lavandería que a ratos es capellán?

—Eso es un misterio, hijo mío. Hay algunas cosas que es mejor no conocer. Pero te veo turbado. ¿Puedo preguntarte si sigues la fe?

—¿Qué fe?

—¡Eso es lo que yo te pregunto a ti! —saltó el capellán, y por un momento se transformó en el oficial de lavandería—. ¿Cómo puedo ayudarte si no sé de qué religión eres?

—Zoroastriano Fundamentalista.

El capellán tomó una hoja plastificada de un cajón y pasó el dedo sobre ella.

—Z… z… zen… zodomita… zoroastriano fundamentalista reformado. ¿Es esto?

—Sí señor.

—Bien, no tendremos problemas con esto —dijo—. 21 52 25… —marcó rápidamente el número en un disco colocado en su escritorio y luego, con un gesto grandioso y un brillo evangélico en la mirada, barrió todos los papeles al suelo. Una maquinaria oculta zumbó por un momento, una parte del tablero del escritorio se hundió, y reapareció un momento más tarde portando una caja de plástico negro decorada con toros dorados, rampantes—. Excúsame un momento —dijo el capellán, abriendo la caja.

Other books

The Burying Ground by Janet Kellough
El hombre del balcón by Maj Sjöwall, Per Wahlöö
Hunger Aroused by Dee Carney
Rosen & Barkin's 5-Minute Emergency Medicine Consult by Jeffrey J. Schaider, Adam Z. Barkin, Roger M. Barkin, Philip Shayne, Richard E. Wolfe, Stephen R. Hayden, Peter Rosen
Missing by Gabrielle Lord
Let's Play Make-Believe by James Patterson
What I Know For Sure by Oprah Winfrey
Becoming a Legend by B. Kristin McMichael
Final Surrender by Jennifer Kacey