Ocho años después de que la conociéramos en
Graceling
, nos reencontramos con Gravilla, ahora convertida en la reina Bitterblue de Monmar.
Bitterblue es una monarca misericordiosa, pero no puede librarse de la influencia nefasta que su padre tuvo en ella en la infancia. Leck poseía la habilidad de alterar los pensamientos de todo aquel que tuviera cerca y eso lo convirtió en un psicópata.
Los consejeros de Bitterblue, que han llevado las riendas del país mientras la reina alcanzaba la mayoría de edad, creen que debería perdonar a todos aquellos que cometieron actos impensables durante el reinado de Leck y enterrar el pasado. Sin embargo, cuando Bitterblue comienza a salir disfrazada y oculta entre las sombras de la noche, se da cuenta del verdadero alcance que ha tenido en la población estar sujeta a las maquinaciones de un loco durante treinta y cinco años y de que la única manera de superar este largo y triste episodio es revisar el pasado.
Dos ladrones, que solo roban aquello que ha sido robado antes, cambiarán su vida para siempre: son ellos lo que poseen la llave de la verdad sobre el reinado de Leck. Y uno de ellos, poseedor de una gracia que todavía desconoce, también tendrá la llave del corazón de Bitterblue.
«Algunos autores pueden escribir una buena historia; otros, escriben bien. Cashore es una de las raras novelistas que combina ambas aptitudes. Una novela de imaginación desbordante y de belleza formal,
Bitterblue
es una extraordinaria aportación a un género que ya cuenta con una larga tradición literaria».
THE NEW YORK TIMES BOOK REVIEW
Kristin Cashore
Bitterblue
Los siete reinos III
ePUB v1.0
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Título original:
Bitterblue
Kristin Cashore, 2012.
Traducción: Mila López Díaz-Guerra
Ilustraciones: Ian Schoenherr
Diseño/retoque portada: Natalie Sousa
Editor original: robin_lp31 (v1.0)
ePub base v2.0
Este fue siempre para Dorothy
A
ferra a mamá por la muñeca y la lleva hacia el tapiz tirando de ella; eso tiene que doler. Mamá no grita. Trata de disimular el dolor para que él no la vea sufrir, pero vuelve la cara hacia mí y en su rostro se refleja todo lo que siente. Si padre descubre que le hace daño y que ella me mira para que yo me dé cuenta, entonces dejará de lastimarla y en cambio hará otra cosa.
«Querida, no pasa nada —le dirá a mamá—. No te duele, no estás asustada».
En el rostro de mamá veré que duda, que empieza a sentirse confusa.
«Mira a tu preciosa hija —continuará él—. Mira esta hermosa habitación. Qué felices somos. No ocurre nada malo. Ven conmigo, querida».
Mamá lo mirará de hito en hito, confusa, y entonces volverá la vista hacia mí, su preciosa hija, en esta hermosa habitación, y la expresión de sus ojos se tornará vacía. Entonces sonreirá, contenta por lo felices que somos. Yo sonreiré también, porque mi mente no es más fuerte que la de mamá.
«¡Que lo paséis bien! —diré—. ¡Volved pronto!».
Entonces padre sacará las llaves que abren la puerta que hay detrás del tapiz y mamá entrará allí. Plantado en medio de la habitación, desazonado, perplejo, el alto Thiel irá en pos de ella a toda prisa, y padre los seguirá.
Cuando el cerrojo se cierre tras ellos, me quedaré inmóvil e intentaré recordar qué estaba haciendo antes de que todo esto pasara. Antes de que Thiel, primer consejero de padre, entrara a los aposentos de mamá buscando a padre. Antes de que Thiel, con las manos temblorosas apretadas contra los costados, intentara decirle a padre algo que lo ha enfurecido. Padre estaba sentado a la mesa y, tirando la pluma, se ha incorporado con tal violencia que los papeles se han desperdigado.
«Thiel —ha dicho—, eres un estúpido incapaz de tomar decisiones sensatas. Acompáñanos. Voy a enseñarte lo que ocurre cuando decides pensar por ti mismo».
Y entonces ha ido hacia el sofá y ha asido la muñeca de madre con tanta violencia que mamá se ha quedado sin aliento y ha dejado caer el bordado, pero no ha gritado.
—¡Volved pronto! —les digo alegremente mientras la puerta oculta se cierra tras ellos.
Me quedo inmóvil, con la mirada fija en los tristes ojos del caballo azul del tapiz. La nieve azota los cristales de las ventanas. Intento recordar qué estaba haciendo antes de que todos salieran de la habitación.
¿Qué es lo que acaba de ocurrir? ¿Por qué no me acuerdo de lo que ha pasado hace un momento? ¿Por qué me siento tan…?
Números.
Mamá dice que cuando me sienta confusa o no consiga recordar tengo que practicar cálculos aritméticos, porque los números son como un ancla. Me ha preparado operaciones para que las haga en momentos como el de ahora. Están al lado de los papeles que padre ha estado redactando con esa escritura tan cómica y retorcida.
Dividir mil cincuenta y ocho entre cuarenta y seis.
En papel podría resolverlo en dos segundos, pero mamá me dice siempre que haga las cuentas de memoria.
«Despeja la mente de todo excepto de los números —me dice—. Imagina que estás sola con ellos en una habitación vacía».
Me ha enseñado atajos para simplificar. Por ejemplo, cuarenta y seis son casi cincuenta, y mil cincuenta y ocho sólo es un poco más que mil. Es decir, que en mil caben cincuenta veinte veces. Empiezo por ahí y luego trabajo con la cifra que queda. Al cabo de un minuto he calculado que mil cincuenta y ocho entre cuarenta y seis da veintitrés.
Hago otro cálculo. Dos mil ochocientos cincuenta entre setenta y cinco da treinta y ocho. Uno más: mil seiscientos entre treinta y dos da cincuenta.
¡Oh! Qué buenos números ha elegido mamá. Me estimulan la memoria y construyen una historia, porque padre tiene cincuenta años y mamá treinta y dos. Llevan casados catorce años y yo tengo nueve y medio. Mamá era una princesa lenita. Tenía solo dieciocho años cuando padre visitó el reino insular de Lenidia y la eligió. Echa de menos su hogar, a su padre, a sus hermanos y hermanas, especialmente a su hermano Ror, que es el rey. A veces habla de enviarme allí, donde estaré a salvo, y le tapo la boca y me aferro a sus piernas y me aprieto contra ella porque no quiero dejarla.
¿Es que no estoy a salvo aquí?
Las cuentas y la historia me aclaran la mente y la sensación es como si estuviera cayendo. Respirar.
Padre es rey de Monmar. Nadie sabe que tiene los ojos de distinto color, un rasgo característico de los graceling; nadie se extraña ni se hace preguntas porque, bajo el parche del ojo, oculta una gracia terrible: cuando habla, las palabras que pronuncia ofuscan la mente de las personas, de manera que creen todo lo que les dice. Por lo general miente. Esa es la razón de que, mientras estoy sentada aquí, los números sean claros, pero en mi mente otras cosas son confusas. Padre ha estado mintiendo.
Ahora entiendo por qué me encuentro sola en la habitación. Padre ha conducido a mamá y a Thiel a sus aposentos y le está haciendo a este algo horrible para que aprenda a ser obediente y no vuelva a presentarse ante padre con comunicaciones que lo enfurecen. Ignoro qué es eso horrible. Padre no me deja ver nunca lo que hace, y mamá nunca recuerda lo suficiente para contármelo. Me ha prohibido que intente seguir a padre a sus aposentos. Dice que, cuando se me pase por la cabeza ir tras él escalera abajo, he de olvidarlo y ponerme a hacer más cálculos, y que si desobedezco me mandará de viaje a Lenidia.
Intento obedecer, de verdad que sí. Pero no soporto quedarme sola con los números en una habitación vacía y, de repente, me pongo a gritar.
De lo siguiente que soy consciente es de que estoy echando al fuego los papeles de padre. Que regreso corriendo a la mesa, los recojo en brazadas, cruzo por la alfombra a trompicones, los arrojo a las llamas y grito mientras miro cómo desaparece la extraña y hermosa escritura de padre. Como si dejara de existir borrándola con mis gritos. Tropiezo con el bordado de mamá, esas sábanas con alegres y pequeñas hileras de estrellas; lunas y castillos bordados; joviales y coloridas flores, llaves y velas. Odio ese bordado. Es una mentira de felicidad de la que padre la convence de que es cierta. Lo arrastro hacia el fuego.
Cuando padre aparece irrumpiendo a través de la puerta oculta aún estoy de pie, gritando hasta desgañitarme, y el aire huele mal con el humo apestoso de la seda. Un trocito de alfombra arde y él lo apaga a pisotones. Me agarra por los hombros y me sacude con tanta fuerza que me muerdo la lengua.
—Gramilla, ¿te has vuelto loca? —pregunta, asustado de verdad—. ¡Podrías asfixiarte en un cuarto como este!
—¡Te odio! —Al chillar, le salpico la cara con sangre.
Entonces hace algo muy raro: el ojo le brilla y se echa a reír.
—Pues claro que no me odias —dice—. Me quieres, y yo te quiero a ti.
—Te odio —repito, pero ahora empiezo a dudarlo y me siento bastante confusa. Me rodea con los brazos y me estrecha contra él.
—Me quieres —afirma—. Eres mi niña preciosa y fuerte, y algún día serás reina. ¿Te gustaría ser reina?
En la habitación llena de humo estoy abrazada a padre, que se ha arrodillado en el suelo delante de mí, tan grande, tan reconfortante. Es muy agradable abrazarle, aunque la camisa huele raro, como a algo dulzón y putrefacto.