—¿Reina de Monmar? —repito con asombro.
Me cuesta pronunciar las palabras. Me duele la lengua, pero no recuerdo por qué.
—Algún día serás reina —dice padre—. Te enseñaré todo lo importante, porque hemos de prepararte. Tendrás que esforzarte mucho, mi Gramilla. Tú careces de las ventajas que tengo yo. Pero te moldearé, ¿verdad?
—Sí, padre.
—Y no me desobedecerás nunca. La próxima vez que destruyas mis papeles, Gramilla, le cortaré un dedo a tu madre.
Eso me desconcierta.
—¿Qué? ¡Padre, no debes hacer tal cosa!
—Y a la siguiente, te entregaré el cuchillo y serás tú la que le cortes un dedo —continúa padre.
Caigo al vacío de nuevo. Estoy sola en el cielo con las palabras que padre acaba de pronunciar y me precipito a la comprensión.
—No —digo con convicción—. No puedes obligarme a que haga eso.
—Creo que sabes que sí podría —responde, y me atrae hacia él sujetándome los codos con las manos—. Tú eres mi pequeña de mente fuerte y creo que sabes exactamente lo que puedo hacer. ¿Nos hacemos una promesa, querida? ¿Nos prometemos ser sinceros el uno con el otro a partir de ahora? Haré de ti la reina más brillante.
—No puedes obligarme a que haga daño a mamá —insisto.
Padre levanta la mano y me cruza la cara. Me quedó cegada y sin aliento, y me caería si él no me estuviera sujetando.
—Puedo lograr que cualquier persona haga cualquier cosa —dice con absoluta calma.
—No podrás forzarme a hacer daño a mamá —chillo, y noto que me caen las lágrimas y los mocos por la cara, que me arde—. Algún día seré lo bastante mayor para matarte.
Padre se echa a reír otra vez.
—Cariño —empieza, abrazándome a la fuerza—. Oh, qué perfecta eres. Serás mi obra maestra.
Cuando mamá y Thiel entran por la puerta oculta, padre me está hablando en murmullos y yo apoyo la mejilla en su agradable hombro, a salvo entre sus brazos, y me pregunto por qué la habitación huele a humo y porqué me duele tanto la nariz.
—Pequeña —dice mamá con un timbre asustado.
Alzo la cara hacia ella y a mamá se le desorbitan los ojos. Llega junto a mí y me aparta de padre con violencia.
—¿Qué has hecho? —le sisea—. ¿Le has pegado? Eres un animal, te mataré.
—No seas necia, querida —dice padre, que se pone de pie y se yergue sobre nosotras, imponente.
Mamá y yo somos muy, muy pequeñas, encogidas una contra la otra; y yo me siento confusa porque mamá está enfadada con padre.
—Yo no la he golpeado. Has sido tú —le dice padre.
—Sé que yo no he sido —replica mamá.
—Intenté impedírtelo, pero me fue imposible, y la golpeaste.
—Jamás me convencerás de eso —dice mamá con claridad, la voz hermosa resonándole en el pecho, donde tengo apoyada la oreja.
—Interesante —murmura padre, que nos observa un instante con la cabeza ladeada, y luego le dice a mamá—: Tiene una edad encantadora. Ha llegado el momento de que los dos nos conozcamos mejor. Gramilla y yo empezaremos a tener clases privadas.
Mamá gira el cuerpo de manera que se interpone entre padre y yo. Los brazos me estrechan con la fuerza de barras de hierro.
—No, no lo harás —desafía a padre—. Vete. Sal de estos aposentos.
—En verdad la situación no podría ser más fascinante —comenta padre—. ¿Y si te dijera que Thiel le pegó?
—Fuiste tú quien la golpeó. Y ahora, márchate —repite madre.
—¡Fantástico! —exclama padre.
Se acerca a mamá y un puño le sale disparado no se sabe de dónde y la golpea en la cara. Mamá se desploma en el suelo y yo vuelvo a caer, solo que esta vez es de verdad, ya que caigo con mamá.
—Tomaos un rato para asearos, si queréis —sugiere padre, erguido junto a nosotras y dándonos empujones con la punta del pie—. Tengo que reflexionar sobre algo. Continuaremos con esta conversación más tarde.
Se marcha. Thiel se arrodilla y se inclina sobre nosotras. Está llorando, y las lágrimas, mezcladas con la sangre que le sale de unos cortes recientes que parece haberse hecho en las mejillas, le resbalan por la cara y nos caen encima a madre y a mí.
—Cinérea —susurra—. Cinérea, lo siento. Princesa, perdónenme.
—Tú no le pegaste, Thiel —afirma mi madre con voz pastosa mientras se levanta del suelo y me sienta en su regazo para acunarme y musitar palabras de cariño. Me aferro a ella y me echo a llorar. Hay sangre por todas partes—. Por favor, Thiel, ayúdala, ¿quieres? —le pide mamá.
Las manos firmes y afectuosas de Thiel me palpan la nariz, las mejillas, la mandíbula; sus ojos llorosos me examinan la cara.
—No hay nada roto —dice después—. Permítame examinarla a usted ahora, Cinérea. Oh, ¿cómo pedirle que me perdone?
Los tres nos quedamos abrazados en el suelo, llorando juntos. Las palabras que mamá me murmura lo son todo para mí. Cuando le habla de nuevo a Thiel su voz suena muy cansada.
—No has hecho nada que hubieras podido evitar, Thiel, y tú no la golpeaste. Todo esto es cosa de Leck. —Mamá se vuelve hacia mí—. ¿Tienes clara la mente?
—Sí, mamá —susurro—. Padre me pegó y luego te pegó a ti. Quiere moldearme, convertirme en una reina perfecta.
—Necesito que seas fuerte, cariño —me pide mamá—. Más fuerte que nunca, porque las cosas van a empeorar, Bitterblue.
Bitterblue. Así es como me llama mamá cuando estamos solas. El nombre de Gramilla me lo puso mi padre. Algún día, cuando sea mayor, cuando sea reina, ordenaré que nadie me vuelva a llamar así y mi nombre será Bitterblue. Esa palabra melancólica que a mamá le recuerda su añorada patria.
(agosto, casi nueve años después)
L
a reina Bitterblue nunca tuvo intención de decir tantas mentiras a tanta gente.
Todo empezó en la Corte Suprema con el caso del chiflado y las sandías. El hombre en cuestión, Ivan, vivía a orillas del río Val, en un barrio oriental de la ciudad, cerca de los muelles mercantiles. A un lado de su casa residía una talladora y grabadora de lápidas, y al otro estaba la huerta de sandías de un vecino. Al abrigo de la noche, Ivan había logrado de algún modo reemplazar cada una de las sandías de la huerta por una lápida de la talladora, y cada lápida de la parcela de la talladora por una sandía. A continuación, metió por debajo de las puertas de sus dos vecinos unas instrucciones crípticas con la intención de que ambos se pusieran a buscar sus pertenencias desaparecidas como si jugaran a la caza del tesoro, lo cual era absurdo en uno de los casos e innecesario en el otro, ya que el sembrador de sandías no sabía leer y la talladora veía las lápidas desde el umbral de su casa con toda claridad, plantadas en el huerto de sandías, dos parcelas más abajo. Ambos imaginaron de inmediato quién era el culpable, ya que las bufonadas de Ivan estaban a la orden del día. No hacía ni un mes que Ivan había robado la vaca de un vecino y la había subido a lo alto de la tienda de velas de otro, donde el animal estuvo mugiendo tristemente hasta que alguien trepó al tejado para ordeñarla y donde se vio obligada a vivir durante varios días. Fue la vaca más elevada y, probablemente, la más desconcertada del reino, mientras los contados vecinos de la calle que sabían leer y escribir resolvieron —no sin dificultad— las crípticas pistas para construir el mecanismo de poleas con una cuerda para bajarla. Ivan era ingeniero de profesión.
De hecho, era el ingeniero que había proyectado y construido los tres puentes de la ciudad durante el reinado de Leck.
Sentada a la mesa presidencial de la Corte Suprema, Bitterblue se sentía un poco molesta con sus consejeros, cuyo trabajo era decidir qué causas judiciales merecían que la reina les dedicara tiempo. A Bitterblue le parecía que siempre hacían lo mismo, que la llamaban a presidir los casos más absurdos y después la conducían rápidamente de vuelta a su despacho en el momento en que surgía algo jugoso.
—Este juicio es una verdadera pesadez, ¿no? —les dijo a los cuatro hombres que tenía a la izquierda y a los cuatro que estaban a la derecha, los ocho jueces que la asesoraban cuando se encontraba presente y que se encargaban de los procesos cuando no estaba—. Si es así, dejaré que ustedes se ocupen de ello.
—Huesos —dijo el juez Quall, a su derecha.
—¿Cómo ha dicho?
El juez Quall dirigió una mirada encolerizada a Bitterblue y después lanzó otra a las partes litigantes, que esperaban un veredicto.
—Si alguien dice la palabra «huesos» en el transcurso de este proceso, será multado —advirtió en tono severo—. No quiero que se mencione siquiera la palabra, ¿entendido?
—Lord Quall —intervino Bitterblue, que estrechó los ojos en un gesto escrutador—. ¿De qué diantres habla usted?
—En un reciente caso de divorcio, majestad, el defensor no dejó de mascullar sobre huesos sin motivo aparente, como un desequilibrado —respondió Quall—. ¡Y no pienso pasar por lo mismo otra vez! ¡Fue exasperante!
—Pero usted juzga a menudo casos por asesinato. A buen seguro está acostumbrado a hablar de huesos.
—¡Esto es un juicio por sandías! ¡Las sandías son criaturas invertebradas! —gritó Quall.
—Sí, por supuesto —contestó Bitterblue, que se frotó la cara en un intento de borrar su expresión de incredulidad—. No se mencionará la palabra…
Quall se encogió.
«Huesos —acabó para sus adentros Bitterblue—. Todos están locos».
—Además de las resoluciones señaladas en el veredicto de mis asesores —dijo al tiempo que se ponía de pie para marcharse—, resuelvo que los vecinos de la calle de Ivan cercana a los muelles mercantiles que no sepan leer recibirán clases a cuenta de la Corte para que aprendan. ¿Me he expresado con claridad?
Sus palabras fueron acogidas por un silencio tan profundo que la sobrecogió; los jueces la miraron alarmados. Bitterblue repasó para sus adentros lo que había dicho: a esa gente la enseñarán a leer. No había nada extraño en ello, ¿verdad?
—Está en su derecho de instruir tal disposición, majestad. —Quall pronunció las palabras de forma que cada sílaba implicaba que la reina había cometido una estupidez.
¿Por qué se mostraba tan prepotente? Ella sabía perfectamente bien que estaba en su derecho de hacer lo que decidiera, del mismo modo que sabía que tenía el derecho de retirar del servicio en la Corte Suprema a cualquier juez que quisiera. El criador de sandías también la miraba con el más absoluto desconcierto. Detrás de él, unos cuantos rostros risueños aquí y allá consiguieron que empezara a sonrojarse.
«Qué típico de este tribunal que todos actúen como dementes y que cuando yo me comporto de un modo perfectamente razonable me hagan sentirme como si la loca fuera yo».
—Ocúpese de que se cumpla mi resolución —le ordenó a Quall antes de dar media vuelta para escabullirse de allí.
Mientras cruzaba la puerta que había detrás del estrado, se obligó a erguir bien los pequeños hombros con orgullosa dignidad, aunque no era así como se sentía.
Las ventanas se encontraban abiertas en su despacho de la torre circular. Fuera, la luz empezaba a declinar al caer la tarde. Y sus consejeros no estaban contentos.
—No disponemos de recursos ilimitados, majestad —argumentó Thiel. El hombre de cabello gris y ojos acerados estaba de pie delante del escritorio, como un glaciar—. Una vez que se ha hecho en público, es difícil revocar un pronunciamiento de ese tipo.
—Pero, Thiel, ¿por qué íbamos a revocarlo? ¿No es motivo de consternación para nosotros saber que hay una calle en el distrito este donde la gente no sabe leer?
—En la ciudad siempre surgirá algún caso aislado de una persona que no sabe leer, majestad. No es la clase de asunto que requiera la intervención directa de la corona. ¡Ahora ha sentado un precedente que da a entender que la corte real está en situación de educar a cualquier ciudadano que se presente alegando que es iletrado!
—Mis súbditos tendrían que pedirlo. Ya se encargó mi padre de que no tuvieran educación durante treinta y cinco años. ¡La corona es responsable de su analfabetismo!
—Pero no tenemos tiempo ni medios para encargarnos personalmente de cada uno, majestad. Usted no es una maestra, sino la reina de Monmar. Lo que sus súbditos necesitan ahora mismo es que se comporte como tal para que tengan la sensación de que están en buenas manos.
—De todas formas —intervino el consejero Runnemood, que se había sentado en el alféizar de una de las ventanas—, casi todo el mundo sabe leer y escribir. ¿Se os ha ocurrido la posibilidad, majestad, de que quienes no saben es porque no quieren aprender? Los vecinos de la calle de Ivan tienen negocios que atender y familias a las que alimentar. ¿De dónde sacarían tiempo para recibir clases?
—¿Y cómo quieres que lo sepa? —exclamó Bitterblue—. ¿Qué sé yo de la gente y sus asuntos?
A veces se sentía perdida detrás de ese escritorio plantado en mitad de la habitación, ese escritorio que era demasiado grande para su menuda talla. Captaba cada palabra que evitaban decir por pura discreción: que se había puesto en ridículo; que había demostrado que la reina era joven, tonta y cándida, poco preparada para la posición que ocupaba. En aquel momento le había parecido una decisión de peso que debía tomar. ¿Tan desastrosa era su intuición?
—No pasa nada, Bitterblue —dijo entonces Thiel con delicadeza—. Lo superaremos y seguiremos adelante.
Era un detalle amable que se dirigiera a ella por el nombre en lugar de usar el título. El glaciar mostraba inclinación a retroceder. Bitterblue miró a los ojos a su primer consejero y advirtió que Thiel estaba preocupado, inquieto por si se había extralimitado al sermonearla.