Authors: Jane Yolen
El polvo de los jinetes que se acercaban hizo que Jenna debiese enjugarse las lágrimas de los ojos. Cuando pudo volver a ver, había unos cien caballos oscuros al otro lado de los muros y, a cada poco, alguno entraba por las puertas rotas. Su olor era abrumador.
Jenna vio un solo caballo tordo entre la tropa. Si el rey cabalgaba sobre uno, pensó que Carum podía hacerlo con otro. ¡Carum! Comenzó a abrirse paso hacia el tordo.
Utilizando los hombros, apartó primero un caballo y luego otro. Cada tanto, se veía empujada por un lomo oscuro o por un anca.
Sin duda terminaré aplastada, pensó. Debo oler como un caballo. De pronto se preguntó en qué estado se encontrarían su cabello y las ropas con las que había dormido durante días. Además, su rostro debía de haber cambiado en los cinco años —¡cinco años!— desde que él la viera por última vez. Pensó en la posibilidad de volverse atrás, pero los caballos la mantuvieron como rehén de su primer impulso.
Y entonces el tordo estuvo frente a ella. Descubrió que le temblaba la mano cuando la puso sobre el cuello del caballo. A su alrededor, los hombres desmontaban y se maldecían con afabilidad. De pronto, Jenna no se atrevió a mirar.
El único que permanecía en su montura era el hombre del tordo. Finalmente, ella alzó el rostro para mirarlo. Montado sobre el caballo, parecía enorme. Con una frondosa barba y el cabello atado en siete trenzas, él también la miró. Cada una de las trenzas estaba atada con un hilo carmesí. Y, muy tirante sobre la frente, llevaba una faja roja y dorada, manchada con polvo y con sangre. Sobre el ojo derecho tenía un corte profundo. Al mirar a Jenna, su boca se curvó en una extraña sonrisa. Fue entonces cuando ella notó que tenía las manos atadas a la espalda.
Cuando se disponía a volverse, Jenna oyó su risa bronca.
—Por lo que veo —le dijo él—, algunas de las furcias guerreras de Alta siguen con vida.
Jenna se detuvo y sintió que sus manos se tornaban húmedas y frías. Realizó tres profundas inspiraciones latani y se obligó a apartarse de él sin responder. Quienquiera que fuese, estaba herido. Y atado. Pero tenía los ojos tan húmedos como las palmas y se recordó a sí misma: “Con ira; no con pena ni con miedo”. Cegada por las lágrimas, chocó contra uno de los hombres.
—Lo siento —susurró.
—Yo no.
La voz era profunda, más profunda de lo que ella la recordaba, como si el tiempo o el sufrimiento la hubiese desgastado. Llevaba un chaleco sin camisa y sus brazos musculosos estaban bronceados. Alrededor de su cuello, en una tirilla de cuero, había un anillo con un timbre. No tenía yelmo en la cabeza y su cabello castaño claro, que le llegaba ahora casi hasta los hombros, estaba enredado por el viaje. Sus pestañas eran tan largas como ella las recordaba y, si habían sido hermosas en el muchacho, eran aún más llamativas en el hombre. Había una ligera cicatriz que bajaba de su ojo izquierdo y le otorgaba un aspecto algo sensual. Sus ojos serán tan azules como las verónicas. Tenía exactamente la misma altura que ella.
—Carum —susurró sorprendida de que el corazón no le hubiese estallado en el pecho.
—Dije que volveríamos a vernos, mi Blanca Jenna.
—Dijiste... muchas cosas —le recordó Jenna—. Y no todas han sido fieles a la verdad.
—Yo sí he sido fiel —replicó él—, a pesar de que según me habían dicho estabas muerta. Pero me era imposible creerlo.
—Y a mí me han dicho que no te llaman Longbow por nada.
Jenna se mordió el labio tratando de recordar las palabras. Por un momento él pareció sorprendido, pero luego sonrió.
—Disparo bien, Jenna, eso es todo. Los cuentos alimentan la mente cuando el estómago no está lleno.
Jenna se sentía enfadada con ambos por el intercambio. Carum le acarició un mechón de cabello que le había caído sobre la frente.
—¿Nos hemos encontrado para reñir? Nos habíamos separado con un beso.
—Han ocurrido muchas cosas desde entonces. Te dejé a salvo para regresar a una Congregación llena de hermanas muertas.
—Lo sé. No podía descansar allí después de escuchar las noticias de Pike sobre las otras Congregaciones. Temía desesperadamente por ti, pero no podía abandonar a mi hermano herido. Hablé con los demás y les conté todo. Les dije que eras La Blanca de la profecía, la Anna, y que tanto el Buey como el Sabueso se habían doblegado ante ti. Estaban dispuestos a amar la figura en que te habías convertido.
—¿Y tú?
—Yo ya te amaba. Tal como eras.
—Tú no sabías nada de lo que era. Ni de lo que soy.
—Sé todo lo que necesito saber, Jenna.
Esbozó una sonrisa tímida y, aunque ella pudo ver al niño tras el rostro del hombre, no pudo evitar continuar provocándole.
—¿Cómo puedes saberlo?
—Mi corazón lo sabe. Lo supo desde el primer momento en que te vi y te supliqué merci. Vuelvo a decirlo. Aquí. Ahora.
Jenna sacudió la cabeza.
—Has aprendido bastante en estos años. Eso es exactamente lo que debe decir un príncipe que dispara bien.
—¡Carum! Has regresado a salvo. —Era el rey. Echó los brazos alrededor del cuello de su hermano—. Siempre me preocupo, ya lo sabes. —Sonrió a Jenna—. No olvido que es mi hermano pequeño.
—No sólo he regresado a salvo, Gorum, sino que también he sorprendido y matado a una tropa de la compañía del usurpador, capturando al hombre del tordo.
Se volvió hacia su propia montura y desató algo de la alforja. Era un yelmo que enseñó a su hermano.
Jenna sintió frío. Ya había visto antes un yelmo como ése... lo había sostenido entre sus manos para arrojarlo luego a una tumba abierta. Miró el objeto en las manos de Carum. Era oscuro y estaba cubierto de un cuero velludo. En la parte superior tenía dos orejas tiesas y más abajo se vía un hocico y una boca con colmillos ensangrentados.
—¡El Oso! —susurró Jenna.
—¡Por los cabellos de Alta! —gritó Gorum—. Has atrapado al infame Oso. Bien hecho, hermano. —Tomó el yelmo de las manos de Carum y lo alzó por encima de su cabeza—. ¡El Oso! —gritó—. ¡Tenemos al Oso!
El nombre fue repetido por todo el campamento y los hombres que habían estado aguardando se reunieron con los jinetes festejando la captura.
EL RELATO:El rey Kalas y sus hijos
El rey Kalas cuatro hijos tenía
Y cuatro hijos eran los de él;
A la ventura andaban por la vida
En el norte del país aquel.
Y a la ventura andaban por la vida,
Sin tener preocupación alguna,
Tanto el Sabueso como el Toro,
Tanto el Oso como el Puma.
El Sabueso cazador era,
El Sabueso era un espía,
El Sabueso en pleno vuelo
A un pájaro derribar podía.
El Sabueso de cacería andaba
Cuando derribado fue él,
Mientras solo deambulaba
Por el norte del país aquel.
El rey Kalas tres hijos tenía
Y tres hijos eran los de él;
A la ventura andaban por la vida
En el norte del país aquel.
Y a la ventura andaban por la vida
Sin tener preocupación alguna.
Y ellos eran el Toro,
Y tanto el Oso como el Puma.
El Toro su espada empleaba,
El Toro un caballero era,
Y un hombre que nunca en su vida
Eludiría una pelea.
El Toro en combate estaba
Cuando derribado fue él,
Mientras solo deambulaba
Por el norte del país aquel.
El rey Kalas dos hijos tenía
Y dos hijos eran los de él;
A la ventura iban por la vida
En el norte del país aquel.
Y a la ventura andaban por la vida
Sin tener preocupación alguna.
Y los nombres que llevaban
Eran el Oso y el Puma.
El Puma una sombra era,
El Puma era una celada,
A veces uno no sabía
Si el Puma allí se encontraba.
El Puma bien oculto estaba
Cuando derribado fue él.
Mientras solo deambulaba
Por el norte del país aquel.
El rey Kalas un hijo tenía
Y un hijo tenía él;
A la ventura andaba por la vida
En el norte del país aquel.
Y a la ventura andaba por la vida,
Sin preocuparse por nada.
Y el nombre al cual respondía
Era el del Oso de Kalas.
El Oso era un pendenciero,
El Oso era un fanfarrón,
Por su boca desbordaban
Los alardes del bravucón.
El Oso jactándose estaba
Cuando derribado fue él,
Mientras solo deambulaba
Por el norte del país aquel.
El rey Kalas ningún hijo tenía,
Y ningún hijo tenía él
A la ventura por la vida
En el norte del país aquel.
Aunque, tarde por las noches,
Se ven los fantasmas que deambulan:
El del Sabueso y el del Toro,
El del Oso y el del Puma.
Cuando los caballos estuvieron desensillados, cepillados y puestos a pastar, los hombres se reunieron para comer en la cocina sin techo de la Congregación. Jenna escuchó los relatos de lo ocurrido en batalla, de pie junto a Carum. Él parecía tan cómodo con los hombres, intercambiando chanzas y pequeñas pullas sin vacilar, que ella se preguntó qué habría ocurrido con el muchacho tímido y estudioso que había conocido.
Lo que le ha ocurrido es la guerra, pensó de pronto. Y algo más. Que este algo más fuese el paso del tiempo resultó un pensamiento traicionero que Jenna se esforzó por apartar.
Se habían encontrado con la compañía a caballo cerca de un pequeño pueblo. Karenton, había oído Jenna que decía un hombre. Karen’s Town, según otro. La sorpresa y el número habían estado a su favor. Los sanguinarios hombres del usurpador no habían podido hacer nada. Algunos de ellos llegaron a suplicar, pidiendo que se les otorgase la rendición, pero no les habían dado cuartel. Exceptuando al Oso. Longbow había insistido en llevarlo encadenado y entregarlo al rey-en-exilio.
Cuando hablaban del Oso, las bocas de los hombres se ensuciaban con su nombre y sus hazañas. Los hombres llamaban al Oso “asesino de mil mujeres” y “carnicero de la Posada Bertram”; pero a pesar de que hablaban de esos horrores, a Jenna le pareció que también había cierta admiración en sus voces. Los detalles de sus despiadados asesinatos más bien parecían cuentos destinados a asustar a los niños. Jenna fue hasta el árbol donde se encontraba atado para ver si llevaba grabada en el rostro alguna marca de su crueldad.
Una de sus trenzas se había deshecho en tres mechones ensortijados pero, aparte de ello, parecía igual que cuando estaba montado sobre su caballo: grande, peludo y lascivo, pero no más bestial que el resto de los hombres.
A su lado había dos guardias con las espadas envainadas.
—Será mejor que no te acerques —le dijo uno limpiándose la nariz con la manga.
—Es un tramposo —añadió el otro, el hombre de la cicatriz en el ojo.
—Está atado —señaló Jenna—. ¿Qué podría hacerme con las manos y las piernas sujetas?
El Oso echó la cabeza para atrás y emitió una risa que pareció un rugido. Después se volvió hacia el primer guardia.
—Ella quiere saber qué puedo hacer sin manos ni piernas. ¿Queréis decírselo... o lo hago yo?
El guardia le propinó un golpe con el reverso de la mano, partiéndole el labio inferior de tal modo que su boca se llenó de sangre.
—No le hables de ese modo a La Blanca.
—¿La Blanca?
—La Anna. La que ha doblegado a tus hermanos, el Sabueso y el Toro.
El Oso se chupó el labio hasta que dejó de sangrar, y miró a Jenna con una sonrisa. Sus dientes estaban manchados.
—Así que tú eres esa niña, la que perdió su muñeca junto a la tumba del Sabueso. La que cortó la mano del Toro, por lo que sufrió una muerte larga y horrible cuando contrajo la enfermedad verde. Esa niña. Tendré algo especial para ti, más adelante.
Esta vez fue el hombre de la cicatriz en el ojo quien le golpeó. El Oso volvió a reír.
—Matar no me ha producido ningún placer —afirmó Jenna.
—Bueno... a mí sí. Y también otras cosas me producen placer.
Si Jenna había esperado obtener perdón o comprensión, no recibió nada parecido. Ni del Oso ni de los guardias, quienes la miraban confundidos.
—Matar a esos dos fue una bendición —protestó el hombre de la cicatriz en el ojo.
—La muerte es una extraña clase de bendición —observó Jenna—. El viejo proverbio está en lo cierto: “Mata una vez y para siempre llorarás.”
Jenna se alejó de allí. La voz del Oso retumbó a sus espaldas:
—Nosotros le hemos añadido: “¡Mata dos veces y no llorarás jamás!”
A Jenna le pareció oír otra bofetada seguida por la risa, pero no se volvió para mirar.
Carum se encontraba con su hermano, con Piet y con Catrona, lejos de los hombres que narraban batallas y contaban historias obscenas. Al ver que Jenna se acercaba, se apartó de ellos para ir a su encuentro. Ambos se detuvieron. A pesar de que sólo los separaban unos escasos centímetros, no se tocaban.
—Jenna... —comenzó él, vaciló y bajó la vista.
—Una vez me dijiste que hay cierta gente, no recuerdo su nombre, que cree que amor es la primera palabra memorizada por Dios —susurró Jenna consciente de los hombres que los rodeaban.
—Los Carolianos —respondió Carum, también en un susurro y todavía sin mirarla.
—He pensado al respecto. He tratado de comprenderlo. Creí haberlo entendido cuando lo dijiste, pero ahora no sé lo que significa.
Carum asintió con la cabeza y alzó la vista.
—Hay demasiado tiempo entre nosotros.
—Y demasiada sangre —agregó ella.
—¿Ha desaparecido?
A pesar de ser fuerte, en su voz había una pizca de angustia. Ella extendió la mano para tocar un mechón de cabello que le había caído sobre la frente, recordando su caricia similar.
—Tú has vivido los últimos cinco años, Carum Longbow. Pero yo no.
—¿A qué te refieres?
—Si te lo digo no me creerás.
—Dímelo. Te creeré.
Ella habló de los Grenna, de la caverna y del bosque. Le describió a Alta con su vestido verde y dorado. Le contó sobre el collar, el brazalete y la corona.
Durante todo el relato él negaba con la cabeza, como si no pudiera creerlo.
—Te dije que no me creerías.