Authors: Jane Yolen
Carum tomó sus manos entre las de él. Hizo girar lentamente el anillo de la sacerdotisa en su dedo meñique, y luego entrelazó sus dedos con los de ella.
—En mi clan solemos decir que si no tienes carne, entonces come pan. Lo que dices es increíble, Jenna, pero no tengo ninguna explicación mejor. Sé que no me mentirías. Has desaparecido durante cinco años. Lo único que he sabido de ti son rumores e historias. Dices que has vivido bajo la colina de los Hombrecillos Verdes y con Alta. Dices que los cinco años no han sido más que un día y una noche. Carne o pan. Tú me ofreces pan. Qué otra cosa puedo hacer, sino tomarlo.
Le sostuvo las manos contra el pecho, y ella pudo sentir los latidos del corazón bajo el chaleco de cuero.
—Tú tienes diecisiete más cinco años. Has vivido cada año. Yo tengo trece más cinco, y sin embargo aún me siento de trece.
Él se inclinó y le besó en la frente.
—Tú... tú nunca has tenido trece, Jenna. Eres eterna. Pero yo tengo la paciencia de un árbol. Aguardaré.
—¿Cuánto tiempo?
—¿Cuánto tiempo aguarda un alerce? ¿Y un roble?
Él le soltó las manos, pero ella aún podía sentir su contacto, como si su piel se hubiese amoldado exactamente a la suya.
Uno junto al otro, regresaron a donde les aguardaban el rey, Piet y Catrona.
El sol se hallaba bajo en el horizonte, tiñendo el cielo de rojo. Un viento suave y fresco soplaba entre los muros rotos, levantando remolinos de polvo alrededor de sus botas. Al otro lado del camino, los pájaros piaban sus canciones nocturnas y adornaban el rumor más profundo de las voces de los hombres.
Petra y los muchachos vieron a Jenna y la siguieron. Luego, se colocaron en círculo, hombro con hombro, mientras el rey les hablaba en tono bajo y apremiante.
—Hemos aguardado mucho tiempo por ti, Jenna... o por algo como tú. Los hombres han luchado duro, pero hemos estado muy solos.
—Éste es todo nuestro ejército —le interrumpió Piet—. Son buenos hombres, valientes y leales. No los hay mejores. Pero son todos.
Catrona movió la cabeza como contando.
Jenna también asintió con la cabeza, y agregó:
—Pero ¿qué podemos hacer? No somos más que seis. De todos modos estamos dispuestos a ayudar si con ello ayudamos a las hermanas.
Piet se aclaró la garganta como si se preparase para hablar, pero fue el rey quien lo hizo.
—Los hombres ya están hablando de ti. La Blanca. La Anna. La que ha doblegado al Toro y al Sabueso. Han estado narrando viejas historias durante toda la tarde.
—Son buenos hombres —añadió Piet—, pero no muestran cautela en sus creencias.
—Tú no crees que yo sea la Anna.
Jenna pareció aliviada y algo fastidiada a la vez.
—La fe es un perro viejo con un collar nuevo —manifestó Piet.
—Están las señales —intervino Carum alzando la mano para contar con los dedos—: Las tres madres, el cabello blanco, el Toro y el Sabueso, el...
—No tienes que convencerme a mí, hermanito —se defendió el rey—. Yo sé cuánto la necesitamos. Al igual que Piet. Pero, en cuanto a los hombres...
—Si tuviéramos a la Anna —completó Piet—, piensa cuántos más se unirían a nosotros sólo para marchar junto a ella.
—Pero yo soy el final antes de ser el principio —señaló Jenna—. Recuerda que eso también se encuentra en la profecía.
—Ya hemos tenido suficientes finales —dijo el rey dándose golpecitos en su pierna mala—. Mi padre está muerto. Fue asesinado. Mi madrastra también. Mi hermano mayor fue vilmente asesinado mientras se bañaba y su sangre se mezcló con el agua jabonosa. Pero ese miserable de Kalas se encuentra sentado en el trono, envenenando hasta el aire que respira mientras nosotros nos vemos forzados a vivir en estas ruinas y a utilizar una roca por trono.
Su voz se había ido endureciendo a medida que hablaba; sus ojos brillaban con intensidad. Jenna volvió a pensar que se parecía a un lobo, o a un perro que había andado suelto demasiado tiempo en los bosques.
—Tú también has pasado por muchos finales —le recordó Carum a Jenna, con suavidad.
Al pensar en las mujeres, con sus túnicas y delantales ásperos por la sangre, tendidas una junto a la otra en las Congregaciones devastadas, Jenna se estremeció.
—Sí —agregó Gorum—. La absurda masacre de mujeres en diez Congregaciones. La violación de sus hijas. —Pronunció las palabras lentamente, articulándolas con cuidado, pero su voz volvió a tornarse ronca al final—. ¿Es ése un final suficiente para ti, Anna?
—¿Diez? —Era Catrona—. Diez Congregaciones. —Sus ojos miraban sin ver.
—No lo sé —susurró Jenna—. No sé lo que es suficiente.
Extendió una mano para tocar el hombro de Catrona. Gorum esbozo una sonrisa lobuna.
—Será suficiente para estos hombres. Suficiente para que estén dispuestos a seguir a su rey. Y a su reina. Ya que eso también se encuentra en la profecía.
—¡No! —gritó Carum siendo el primero en comprender.
—Debe de haber alguna señal —dijo el rey lentamente, como si hablase con un niño—, alguna señal para los hombres que se encuentran aquí. Qué mejor que una boda. Mi padre se casó con una mujer de los Valles. Yo también puedo hacerlo.
—¡Jamás! —volvió a gritar Carum—. No puedes ni siquiera pensar en ello.
—Pienso en lo que es necesario, hermano. Pienso en lo que es mejor para nuestro reino. Eso es lo que hace un rey. Lo que debe hacer. Es por eso por lo que tú serías un pésimo rey y por lo que es una suerte para los Valles que yo aún esté con vida.
—De todos modos no la obligarás —se obstinó Carum.
—Haré lo que deba hacerse. —Gorum ya no sonreía—. Y tú también. Y ella. Por unos momentos todos guardaron silencio, tanto que el canto de los pájaros pareció un grito de batalla. Después habló Jenna.
—¡Nunca! Aquí no hay nada para ti. —Se golpeó el pecho con el puño. Gorum se inclinó hacia ella.
—Mi querida niña —dijo con suavidad—, la primera lección que mi padre me enseñó es la siguiente: “En el concilio de los reyes, el corazón tiene poco que decir.” —Él también se golpeó el pecho con el puño—. Aquí tampoco hay nada para ti. Sólo te amo a través de los ojos de mi hermano menor. Pero la gente te amará por tus cabellos blancos y por tu historia. La monarquía se basa en símbolos y en señales.
—¡No! No puedes obligarme. Si lo haces, no serías mejor que ese miserable en el trono, a pesar de que tu respiración sea más dulce. ¿De qué sirve un reinado si el corazón no puede hablar en voz alta?
—Tiene razón —la apoyó Catrona—. Y a pesar de que has hablado mucho conmigo en la última hora, no habías dicho nada respecto a ninguna boda.
—Las bodas de los reyes no son asuntos que te conciernan, mujer de los Valles —le espetó Gorum volviéndose bruscamente hacia ella.
Antes de que Catrona pudiera responder, Petra avanzó hacia el centro del círculo y habló con el tono extraño de las sacerdotisas:
—Mientras los hombres se dirijan a las mujeres de ese modo, el final no habrá sido alcanzado, aunque haya desaparecido una Congregación, diez o todas.
—¡Cierto! —gritó Marek.
—Esta lucha es tan nuestra como tuya, Majestad —defendió Catrona—. En realidad, ha sido nuestra primero.
—¿Antes de que Kalas robase el trono? ¡Imposible!
—Comenzó cuando los Garunianos robaron nuestras tierras —afirmó Sandor, tan sorprendido como los demás por su interrupción.
Jareth se llevó una mano al cuello y trató de hablar, pero no pudo pronunciar palabra.
—Primeros o últimos —declaró Carum con la mano sobre el hombro de Jenna—, nuestro reinado no será vuelto a comprar con una moneda semejante.
—Mi reinado, hermano. No es el tuyo. No lo olvides. Será mío hasta que muera. Y después pertenecerá a mis herederos.
—No me casaré con el rey —proclamó Jenna—. Ni le daré herederos. No importa lo que diga la profecía.
Petra intervino con la misma extraña voz de oráculo:
—De soslayo... Entre líneas... Las profecías siempre deben leerse entre líneas. Si no lo hacemos así, nos equivocamos en su interpretación.
—Sin embargo, debe existir una señal. —El rey trató de recuperar el impulso junto con el poder—. Y esta señal...
—Yo sé cuál es la señal de la que han hablado los hombres —interrumpió Piet de pronto—. No es una boda lo que piden. —Se apartó del círculo y les gritó a los demás—: Venid. Venid a presenciar el retorno de La Blanca.
Con gran ansiedad, los hombres formaron un círculo más grande alrededor de ellos.
Piet se acercó a un hombre y le susurró algo al oído. El hombre asintió con la cabeza y, sin sonreír, se abrió paso para salir del círculo.
—Cuéntales —se dirigió Piet al rey, con suavidad—. Cuéntales quién es ella. De todos modos, muy pronto lo sabrán.
El rey alzó la mano y hubo un silencio inmediato. A Jenna le pareció milagroso que tantos hombres pudiesen permanecer tan quietos.
—Ya habéis oído hablar de Ella —comenzó el rey—. Y también habéis hablado de Ella.
Sin pensarlo, Jenna enderezó la espalda y los hombros, con la cabeza en alto.
—Es La Blanca.
La voz suave de Petra se elevó para que todos pudieran escucharla:
—Y el profeta dice que una criatura blanca con ojos negros nacerá de una virgen en el invierno del año. El Buey en el campo, el Sabueso ante el hogar, el Oso en la cueva, el Puma en el árbol, todos e inclinarán frente a ella cantando...
Los hombres que eran Garunianos se unieron a ella, cantando con la misma cadencia.
—... Bendita, bendita, la más bendita de las hermanas, quien es a la vez blanca y negra, sombra y luz, tu venida es el comienzo y es el final.
Petra completó sola la profecía.
—Tres veces morirá su madre y tres veces quedará huérfana y será apartada para que todos la reconozcan.
—Ella es blanca y oscura —exclamó un hombre de entre la multitud.
—Y la he oído hablar de tres madres —gritó otro.
—Y... —añadió el rey— fue su espada la que mató al Sabueso, arrojándolo a una tumba solitaria para rescatar al príncipe Carum.
Hubo un momento de silencio; entonces, todos los hombres gritaron al unísono:
—El Sabueso.
—Y su espada cortó la mano del Toro, el hijo predilecto de Kalas. Y más tarde murió consumido por la enfermedad verde —continuó el rey.
Esta vez no hubo silencio.
—¡El Toro! —gritaron todos.
En ese momento, el hombre con quien Piet había hablado se abrió paso entre el gentío conduciendo al prisionero por la pechera de la camisa.
Piet susurró apresuradamente en el oído del rey y éste esbozó una sonrisa. A Jenna no le agradó esa sonrisa.
—La profecía dice que el buey y el sabueso, el oso y el puma se inclinarán frente a ella cantando...
El rey alzó en alto su mano.
—Abajo. Abajo. Abajo —comenzaron a recitar los hombres mientras Piet obligaba al Oso a hincarse frente al rey, abriéndole la camisa de tal modo que su mata de vello negro quedase al descubierto.
—Canta maldito —gritó el rey—. Canta.
El Oso alzó la vista y escupió en la mano derecha del rey, silenciando a los hombres. Piet desenvainó la espada. El Oso le sonrió. Piet asintió dos veces y luego se volvió para entregar la espada a Jenna.
—Mátalo. Mátalo ahora, niña. ¡Así te seguirán para siempre y podrás casarte con quien desees!
Jenna tomó la espada con ambas manos. Era dos veces más pesada que la suya. Se acercó al hombre hincado frente al rey y lo miró.
—¿Qué tienes que decir? —le susurró.
—Digo que eres una perra de Alta —respondió él—. Y no eres mejor que esos perros a los que sigues cuando estás caliente. Mátame ahora ya que no tendrás otra oportunidad.
Jenna alzó la espada por encima de su cabeza, realizó tres profundas inspiraciones latani y comenzó a recitar los cien cánticos para calmarse. Antes de llegar al décimo, volvió a sentir el extraño aligeramiento y abandonó su cuerpo para observar la escena que se desarrollaba abajo. Estaba el prisionero arrodillado, riéndosele en la cara. A su espalda, estaban Piet, Carum y el rey; y frente a él sus amigos con el resto del ejército. Más allá, olfateando la excitación del ambiente, los caballos se movían con inquietud.
Jenna se sintió atraída hacia los tres hombres a espaldas del Oso, apartados del gentío. Sus dedos translúcidos bajaron para tocarlos, de uno en uno, en el centro de sus mentes. Piet era una fuerte llama blanca, de colores invariables. El rey era un cilindro de hielo blanco azulado que quemaba al contacto. Y Carum...
Vaciló antes de tocar a Carum. Recordó cómo tiempo atrás, en la Congregación Nill, se había sentido atraída hacia él; cómo había pasado por cavidades llenas de paz y por otras cavidades invadidas de un ardor salvaje. Había vuelto a elevarse por el aire agradeciendo no haber sido consumida por sus pasiones.
Pero ahora era más fuerte. Jenna extendió la mano para tocarlo y se dejó caer.
Parecía más profundo que antes, con más recovecos. Había unos pacíficos, otros inquietos y otros llenos de unos objetos extraños y cautivadores que ella desconocía. El ardor aún se encontraba allí; pero, por algún motivo, ahora no le producía temor. Jenna descendió más y más, como si pudiera explorarlo eternamente.
Eternamente. No disponía de una eternidad. Le dolían los brazos. De pronto recordó la espada que sostenía. Volvió a introducirse en su propio cuerpo y observó el rostro malicioso del Oso.
—Mátalo... Mátalo... Mátalo...
El cántico era implacable. Jenna sintió que le temblaban los brazos. Lentamente bajó la espada. Cuando su punta estuvo apoyada sobre el pecho del Oso, justo a la altura del corazón, Jenna frunció el ceño.
De pronto los hombres guardaron silencio. Los ojos del Oso estaban abiertos de par en par, preparados para encontrar la muerte. El claro entero pareció contener el aliento y aguardar.
—No... No puedo matarlo de este modo —susurró Jenna. Dio un paso atrás y bajó la espada hacia el suelo.
El Oso echó la cabeza hacia atrás y emitió un rugido que se transformó en una carcajada. Después miró a Jenna.
—Yo no sería tan tonto, perrita. ¿Qué te hará ahora tu jauría?
—Harán lo que deban hacer —respondió Jenna con suavidad—. Pero si yo no soy mejor que tú, entonces sin duda será el final. Sin ningún nuevo comienzo después.
Dejó caer la espada y se alejó.
Carum la siguió, y los hombres se apartaron para dejarle pasar. Sólo Jareth sonreía.