Authors: Jane Yolen
—Tenemos una ventaja.
—¿Cuál?
—Las mujeres de M’dorah saben cómo escalar la roca.
—Había pensado en eso, sí. —Por primera vez hubo aprobación en su voz.
—Podrían ser los ratones atados a mí... —reflexionó Jenna en voz alta.
—Para que el gato los ataque primero. —Piet se rió. Al ver que Jenna parecía sorprendida, le explicó—: Es un viejo cuento de mi familia. Mi madre nos lo contó a mi hermana menor y a mí, y nosotros se lo contamos a los hijos de mi hermana.
—Los hijos... —Jenna apenas si podía creerlo. Finalmente estalló—: ¿Eres... eres tío del rey?
Él se echó a reír.
—¿Tío del rey? Oh no, muchacha. Ellos son Garunianos y yo pertenezco por completo a los Valles. No hay mezcla de sangre en mí. Pero mi hermanita y la madre de Carum eran amigas de la infancia. —Se frotó un dedo contra la barba—. Conocí a esos muchachos cuando Carum tenía cinco años. El niño más bonito que jamás había visto. El favorito de la corte. Y listo como...
—Entonces no eres el tío de Carum.
Por algún motivo se sentía decepcionada.
—Acababa de regresar del Continente. Un lugar horrible. Lleno de extranjeros —dijo Piet echando atrás la cabeza con una carcajada
—¿Así que los has conocido a todos? ¿Incluso a Jorum el Santo?
—¿Jor... un santo? ¿Quién te ha dicho eso? Era travieso como el que más. Siempre con problemas. Siempre corriendo escaleras arriba para echarle la culpa a algún otro. Y Carum siempre dispuesto a cubrirlo. Si había un santo en esa familia... Pero no soy su tío, no. A pesar de que han sido buenos reyes, no se han ocupado mucho de la gente de los Valles. Los Garunianos estaban primero, y los de los Valles debían sacrificarse. Así eran ellos. Aunque han sido buenos conmigo y con mi familia. Y Carum, siendo medio de los Valles, es el mejor.
—¿Estaría...? —Jenna lo interrumpió de repente—. ¿Estaría mal si llevase conmigo a las demás, si las sacrificase para llegar al castillo y sacar a Carum?
—Eso no es ningún sacrificio, muchacha. Es un ardid. —Volvió a frotarse la barba y la miró de un modo extraño—. Ahora el joven Carum es el rey. Todos debemos tomar parte en su liberación y es probable que algunos mueran. Así de sangrienta es la guerra.
Continuaron cabalgando.
Los días eran más cálidos que nunca, pero a medida que avanzaban hacia el norte las tardes eran más frescas y las noches eran verdaderamente frías. El clima del norte no era respetuoso con la primavera. Los hombres se veían obligados a compartir sus mantas con otros hombres, y las mujeres con mujeres.
La primera vez que Jenna y Petra se acostaron juntas, con una manta en el suelo y otra encima, Jenna no pudo dormir. Permaneció mirando el cielo durante mucho tiempo, contando las estrellas y la respiración serena de Petra. Llegó a contar hasta mil antes de tomar la decisión.
Finalmente, apartó la manta y se levantó con cuidado para no despertar a Petra. Les hizo una seña a los hombres que efectuaban guardia y caminó hasta el borde del bosque. Había alguien allí antes que ella; Jenna reconoció a una de las mujeres de M’dorah, una joven cuyo nombre nunca había oído o al menos no recordaba.
—¿Tú tampoco podías dormir?
La joven gruñó una respuesta y entonces, como si la pregunta hubiese liberado algo en su interior, comenzó a hablar en un susurro mientras hacía y deshacía una de las doce delgadas trenzas en su cabello.
—¿Dormir? ¿Cómo podría dormir? Estoy apenada. Iluna era mi amiga. Mi mejor amiga, aún más que mi hermana sombra. Y ahora se ha ido. Se ha ido a un lugar donde no puedo seguirla.
Jenna asintió con la cabeza ya que no se le ocurría ninguna palabra de consuelo que ofrecerle. Sabía que algunas veces, expresar en voz alta una pena hacía que ésta fuese más fácil de soportar.
—No lo comprendo —continuó la joven—. En un momento todas nos sentíamos tan... tan... —Vaciló buscando la palabra adecuada mientras sus manos se ocupaban de otra trenza—. Felicidad... desdicha... Esas palabras no tenían ningún significado en nuestra roca. Nos sentíamos... —Se dio un fuerte tirón de la trenza al encontrar la palabra que buscaba—. Satisfechas. Estábamos satisfechas. Y entonces llegas tú, una profecía que muchas de nosotras nunca habíamos oído y que otras, simplemente, no creíamos. La palabra se hace carne. —Se volvió un poco con el rostro en sombras. Era como si hablase una máscara.
—Yo creía... —comenzó Jenna—. Creía que habíais recitado la profecía todas juntas y que eso había sido lo que os convenció.
—¡Palabras! —dijo la joven con voz quebrada—. No eran más que eso: palabras. Pero Iluna era real. Carne de mi carne y sangre de mi sangre. Juramos amarnos para siempre. De niñas, cortamos incluso nuestros dedos para mezclar nuestra sangre. Mira.
Se volvió y extendió una mano hacia Jenna. Jenna observó la mano de la joven como si allí hubiese estado escrita su historia, pero sólo era una mano. Como la suya. Nada más.
—Las palabras son para las ancianas. Iluna y yo habíamos planeado dejar juntas M’dorah. Para ver qué más había en el mundo. Y cuando hubiésemos comprobado que no había nada, entonces regresaríamos. Pero juntas. Juntas. Y ahora ella está... está...
Comenzó a sollozar, llevándose la mano a la boca como para ahogar el sonido. Jenna asintió con la cabeza.
—Comprendo. Querrás a la niña después.
—¿La niña?
—Scillia.
—Oh no. Le había dicho a Iluna que ella no debía venir con nosotras. Fue por lo único que discutimos jamás. No, Blanca, puedes quedarte con la niña. Yo sólo quiero... —Los sollozos volvieron a comenzar—. Sólo quiero a Iluna —terminó con amargura.
Jenna colocó los brazos alrededor de la joven y la dejó llorar. Pero no podía calmar sus propios pensamientos. ¿Y si Carum decía lo mismo cuando ella le hablase de la niña? ¿Exclamaría: “Sólo te quiero a ti.” Y de ser así, ¿ella se quedaría de todos modos con la pequeña de un solo brazo? Se mordió el labio con fuerza para recordarse que esa conversación sólo tendría lugar si encontraba a Carum con vida. Tomó a la joven por los hombros y la sacudió.
—¡Ya basta! Iluna no querría que llorases por ella. Querría que la recordases con coraje.
La muchacha se apartó de Jenna y asintió con la cabeza. Tomó el borde de su camisa para enjugarse las lágrimas y sonarse la nariz. Después se alejó como avergonzada de que Jenna hubiese tenido que consolarla.
Por un momento, Jenna consideró la posibilidad de seguirla; pero se encogió de hombros y regresó al campamento. Jareth, que se encontraba de guardia, la miró con una mano sobre la garganta.
—Sólo son nervios por la batalla, supongo —comentó Jenna mientras se apartaba un mechón de cabello del rostro. Luego se quejó—: Oh Jareth, estoy tan cansada de esto. Quiero estar en casa. Quiero... —Lo miró—. Quiero poder hablar contigo. Antes era un consuelo tan grande para mí...
Jareth la miró unos momentos más y se quitó la mano del cuello. Estaba desnudo.
—Jareth... el collar... ¿dónde?
Él representó el corte de una espada. De pronto Jenna recordó la exclamación que había oído a sus espaldas cuando enterró el cuchillo entre los ojos del Oso.
—Así que ¿ahora puedes hablar? ¿Lo has hecho en estos últimos días?
Él sacudió la cabeza vigorosamente y se señaló la boca.
—¿No puedes? ¿El collar ha desaparecido y aún no puedes hablar? ¿Era todo una mentira entonces? ¿Como la cuna y el salón? ¿Catrona está muerta, Carum capturado y todos ésos enterrados en el campo por una mentira?
Extendió una mano y la puso sobre el brazo del joven, pero oyó un sonido a sus espaldas y se volvió. Allí estaban Marek y Sandor.
—Puede hablar pero no quiere hacerlo, Anna —le explicó Sandor—. No se atreve a hablar por miedo a romper la camaradería.
—¿Qué camaradería? —preguntó Jenna con sarcasmo—. ¿Mujeres que no hablan con los hombres y hombres que se ríen de las mujeres? ¿Una guerrera de los Valles que me culpa con justicia por la muerte de su amada, y tres muchachos que creen que una joven asustada e incompetente es una especie de diosa?
—Te olvidas de Petra —apuntó Sandor con suavidad.
—Una sacerdotisa que inventa rimas y que, sin duda, no podrá matar sin vomitar por ello.
—Somos todo eso —admitió Marek—. ¿Te sientes mejor por decirlo?
—No —respondió Jenna apesadumbrada.
—Bueno, de todos modos somos camaradas —la animó Sandor.
—Así es —agregó Marek con una sonrisa.
—¿Pero y si son mentiras? ¿Y si son todo mentiras?
—De todos modos no hablará, Anna, porque él sí cree —le reprochó Marek.
—Y yo —añadió Sandor—. Hasta que el rey sea coronado y su mano derecha gane la guerra.
—Tú, eres tú su mano derecha —le recordó Marek.
—Y Carum, el rey. Me alegra eso —concluyó Sandor.
—Oh, sois valientes y leales —reconoció Jenna—. Mucho más valientes y leales que yo.
Los muchachos la abrazaron. Los cuatro pensaron en lo que había ocurrido y en lo que sin duda habría de ocurrir. Jenna, Sandor y Marek susurraron sus recuerdos, como contándose a sí mismos una historia maravillosa, pero lo hicieron en voz muy baja para no perturbar el sueño de los demás. Y cuando finalmente se separaron con los rostros congestionados por las lágrimas sin derramar, cada uno quedó recortado contra el cielo nocturno. Para Jenna era como si los tres muchachos hubiesen sido coronados de estrellas.
Regresó a la manta con la que ahora Petra se había envuelto por completo. Para no despertarla, se tendió en el suelo a su lado y se obligó a dormir.
EL RELATO:Mucho antes de la batalla, hermana
Mucho antes de la batalla, hermana,
Cuando las estrellas brillan en el cielo,
Cuando el mundo está libre de heridos
Y las cicatrices no cubren el suelo.
Mucho antes de la batalla, hermana.
Cuando, satisfechas con lo conocido,
Cantamos las hermosas baladas
De un tiempo que ya se ha ido.
Para cuando llegaron a los límites de las tierras de Kalas, por un sendero que según Piet estaba teñido de sangre —a pesar de que no había huesos ni armaduras rotas ni sepulturas—, la luna volvía a estar llena. Eso duplicó el número de mujeres por la noche, haciendo que hasta Piet se sintiese incómodo. Los hombres trataron de averiguar de dónde habían salido tantas mujeres.
—De los bosques —les dijo Gileas a los muchachos de New Steading—. Nos han estado siguiendo todo el tiempo.
—Tal vez vivan por aquí cerca —sugirió un joven.
A los demás les pareció una idea bastante tonta, y lo expresaron en voz alta.
—No —explicó Piet—. Son amigas de nuestras muchachas. Sus primas, probablemente; ya veis cómo se parecen unas a otras.
Fue la explicación que más les convenció.
Pero significaba que, al menos por la noche, era un ejército difícil de ocultar.
Piet conocía bien el territorio, ya que había servido un año en el norte, y trataba de que se internasen lo más posible en el bosque, hasta donde se lo permitían los caballos. Bajo los frondosos árboles, su número volvía a reducirse a la mitad. Si a los hombres eso les llamaba la atención, lo mantenían en silencio.
Dejaron a los caballos en una pequeña cañada y recorrieron a pie el último kilómetro hasta el castillo de Kalas, en fila india y sin hablar. Al final del bosque, Piet les hizo una seña para que se detuviesen y todos se abrieron en abanico, colocándose cada uno detrás de un árbol.
Bajo la luz de luna, el castillo de Kalas era un gran buitre negro que proyectaba su sombra sobre la planicie. Contaba con dos alas de piedra con muros almenados. Una única torre se elevaba como el cuello del ave. Y en la única ventana, parecida a un ojo, brillaba una luz. No había ninguna otra luz visible en el lugar.
—Allí —señaló Piet—. Las muchachas treparán por las piedras mientras yo llevo a los hombres hasta la reja. Gritaremos y haremos ruido con las espadas. Si bajan la reja para atraparnos, algunos lograremos pasar. Si permanece cerrada, la escalaremos.
Jenna asintió con la cabeza.
—Dos filas de ratones son mejor que una contra este gato —agregó Piet.
—¿Y el calabozo?
—Sólo se puede entrar por el interior. Por eso debes subir a la torre.
Señaló un lugar donde la roca parecía surgir de la misma tierra, formando un muro impenetrable.
—¡La torre de Kalas! —susurró Jenna.
—¿Cómo lograrás subir hasta allí? —preguntó Petra.
Donde finalizaba la roca, se elevaba un alto cilindro de ladrillos. No era como el cuello de un buitre, pensó Jenna, sino como una lanza clavada en el cielo.
—Lentamente —respondió—, y con grandes dificultades. Pero de todos modos subiré.
—Si alguien puede hacerlo eres tú —le animó Petra en su oído—. La profecía lo sabe: Alta se ocupará de ello.
Jenna miró fijamente a la torre. Tenía al menos treinta metros de alto. Para sus adentros, rezó pidiendo que Alta tuviese un brazo muy largo.
—Cuando llegue a la alcoba de Kalas —dijo con firmeza—, le pondré el cuchillo en el cuello y haré que me lleve personalmente al calabozo para liberar al rey. Si esta noche se derrama alguna sangre, será la de Kalas.
Habló con la firmeza que había aprendido de Gorum, pero mientras tanto el corazón le latía con fuerza. Ni remotamente se sentía tan segura como parecía.
—Contaremos con la sorpresa esta vez —observó Piet con expresión sombría—. Creen que estamos todos muertos.
—La razón también se encuentra de nuestro lado —agregó Marek.
—Ah, muchacho, en el Continente suelen decir: “Es posible que el ratón tenga la razón, pero el gato tiene las zarpas.” Aparte de los cuentos, ¿cuándo la razón ha garantizado la victoria? —Piet contempló el castillo—. No contéis con la razón. El rey Gorum lo hizo y tuvimos que enterrarlo. No quiero tener que enterraros a vosotros también.
—Ni nosotros a ti, Piet —le dijo Jenna.
Aguardaron hasta que una nube cubrió la luna, y, entonces, las mujeres corrieron hacia las rocas mientras los hombres se dirigían a la reja.
Jenna partió rápidamente, evitando la mirada de Petra. Si pensaba en ella o en todos los que podían morir en el intento de penetrar el castillo de Kalas, sabía que se paralizaría y no podría escalar. Se obligó a no pensar en otra cosa que no fuesen las rocas que tenía delante.
Cuando llegó a las escarpadas rocas, se sintió abrumada por su tamaño. Sobre ella y a ambos lados, no había otra cosa que piedra, como un muro interminable. En la oscuridad no podía ver ningún lugar donde sujetarse. De pronto apareció la luna y Skada estaba allí señalando el camino.