Authors: Jane Yolen
—Cuéntanos más sobre los Hombrecillos Verdes y sobre este camino —pidió Petra, y rápidamente agregó—: Pero basta de bromas. Nos asustas inútilmente.
Catrona asintió con la cabeza.
—Cuando la bondadosa reina Wilma construyó este camino, mucho antes de que los Garunianos asolaran nuestras tierras, hizo un pacto de paz con el concejo de los Hombrecillos Verdes. Ellos no tienen ni reinas ni reyes.
—Lo cual probablemente sea mejor —murmuró Jenna.
Catrona la ignoró para continuar su explicación, mientras su caballo temblaba de inquietud debajo de ella.
—El pacto era el siguiente: el bosque quedaría para los Hombrecillos Verdes si ellos nos dejaban el camino.
Jareth se inclinó hacia delante con ansiedad.
—Mi padre nunca me habló de eso. ¿Con qué sellaron el pacto?
—Wilma les ofreció hierro, acero u oro, pero ellos no lo aceptaron.
—¿No? —exclamaron al mismo tiempo Marek y Sandor. Después, el último agregó:
—¿Qué otra cosa podían querer?
—Se sentaron en un gran círculo sobre la colina más alta y...
—¡Bah! No hay ninguna colina —interrumpió Jenna—. Sólo son cuentos. —Señaló de este a oeste con la mano—. No veo ninguna colina, sólo bosque.
—Mira las cosas de soslayo, Jenna —la aconsejó Petra—. Eso es lo que mi Madre Alta me ha enseñado. De soslayo.
—Es lo que dice la historia, Jenna —continuó Catrona—. La cuento tal como la conozco. Se sentaron sobre la gran colina... esa que Jenna no puede ver... y juntos comieron pan y juraron que el pacto estaba grabado en sus corazones y en sus bocas. Ellos transmiten toda su historia de forma oral, ya que no poseen la letra escrita.
Catrona se alzó sobre los estribos y miró adelante. Los demás copiaron su movimiento como hermanas sombra.
—Es un pacto muy arriesgado. En especial ahora, cuando los últimos tres reyes Garunianos han puesto nuevo nombre al camino y han prometido construir fortalezas y posadas a su vera.
—No veo ningún edificio —replicó Jenna.
—Aún no. Pero pronto los habrá. —Catrona volvió a sentarse—. Se hablaba con frecuencia de ello cuando yo estaba en el ejército. Todos los hombres estaban de acuerdo. Colócate en el camino de una carreta, decían, y en tu rostro quedarán marcadas las ruedas.
—Es algo terrible —dijo Jenna—. Quebrar un pacto cuando el otro lo ha cumplido.
—Si yo fuera rey... —comenzó Jareth.
—Y si los caballos pudieran volar... —dijo Petra riéndose—, podríamos atravesar el bosque y llegar al Cruce de Wilma antes del anochecer.
—Pero no podemos volar. —El rostro de Catrona estaba serio—. No podemos correr el riesgo de internarnos por ese camino con la sola protección de las estrellas. Busquemos un sitio para acampar durante la noche y salgamos antes del amanecer. Será una larga cabalgata, ya sea que nos encontremos con alguien o no.
Los Hombrecillos Verdes, los Hombrecillos Buenos, los Grenna, los Paire son todos nombres con los que se conoce en los valles al equivalente de los duendes o enanos Garunianos. Aunque los arqueólogos e historiadores como Magon tratan desesperadamente de probar que eran una raza de pigmeos que ocupaban el Viejo Bosque sobre el río Whilem, las frecuentes excavaciones en la zona no han dado ningún resultado. (Ver mi monografía “Habitantes o supuestos habitantes de los bosques: Una investigación en las Excavaciones del Cruce del río Whilem”, Editorial Passapatout, Vol. 19.)
Los estudios de carbón han demostrado sin lugar a dudas que los restos de campamentos hallados en la región eran al menos mil años más antiguos que las Guerras Genéricas. En lugar de estar sepultados en montículos, los pocos huesos humanos se hallan esparcidos, demostrando que las tribus cazadoras eran tan primitivas que no tenían ninguna creencia en la vida después de la muerte. Aquellas tribus debieron de haber desaparecido mucho antes de la época del reinado de Langbrow.
Sin embargo, la persistencia de las leyendas ha hecho que incluso investigadores tan ilustres como Temple y Cowan considerasen esas posibilidades. En los pueblos industriales del valle del río Whilem, existen legiones de leyendas sobre la generosidad de los Hombrecillos Verdes hacia los seguidores de la Diosa Blanca. Sin duda el trabajo de Doyle sobre los nombres del Whilem (“Verde como la hierba: El predominio antinatural de los nombres de color a lo largo del Whilem.”, Hanser College Press), con la sugerencia de que cualquier comunidad del bosque tendría una preponderancia de apodos con referencias al verde, es persuasivo. Magon afirma lo contrario, aunque esto último tiene más sentido que decir que había una pequeña raza protohumana de duendes, viviendo en un esplendor sin cultura escrita, apoyando a su candidata para reina con magias y misterios y efectuando ritos en las inexistentes Colinas Whilem.
El Paso del Rey estaba bien hollado, como si los recientes viajeros hubiesen sido muchos y las recientes lluvias pocas, pero el bosque crecía a la vera del camino. Zarzas, ortigas, brezos y matorrales competían por el espacio entre las innumerables variedades de árboles.
Durante las primeras horas forzaron a los caballos en forma despiadada, pero cuando el capón estuvo a punto de arrojar a Sandor y a Marek al pisar en un hoyo oculto, Catrona decidió que era hora de detenerse.
Desmontaron, condujeron a los animales hasta el borde del camino y Catrona alzó la pata izquierda delantera del capón.
—No creo que se haya hecho daño —comentó después de examinarlo cuidadosamente unos momentos.
—Tal vez debamos dejarlo descansar —opinó Petra—. Sólo por las dudas.
—Y comer algo —sugirió Jareth.
Los otros muchachos asintieron con la cabeza.
—No —se opuso Jenna—. Debemos continuar. Es necesario que lleguemos al Cruce de Wilma antes de... —Vaciló un instante y decidió no decir lo que todos estaban pensando—. Además, tengo la extraña sensación...
—¿De que hemos sido vigilados? —preguntó Catrona en voz baja.
—Algo así —contestó Jenna.
—¿Y desde hace varios kilómetros?
Jenna asintió con expresión sombría.
Montaron rápidamente, ignorando sus estómagos vacíos, y, como si hubiesen percibido el peligro, los caballos respondieron de inmediato. El capón se adelantó al galope, demostrando que estaba en condiciones. Catrona logró darle alcance, pero Jenna permaneció detrás para cuidar la retaguardia. Cuando giraba con la cabeza no veía más que bosque verde, pero en determinado momento le pareció oír el sonido de unos tambores acompañado por un silbido agudo. Pasaron casi dos kilómetros antes de que comprendiera que lo que oía eran los cascos de los caballos y el silbido del viento en sus oídos. Sólo eso... y nada más.
Alternando el paso y el galope, cabalgaron varias horas más antes de que Catrona volviera a indicarles que se detuviesen. Esta vez, alejaron a los caballos del camino y se ocultaron bajo unos álamos temblorosos.
—No me gusta esto —susurró Catrona a Jenna—. En todo el trayecto no nos hemos cruzado con nadie.
—Pensé que eso era mejor —respondió Jenna.
—Éste suele ser un camino muy transitado. Carretas, carros, jinetes solitarios, incluso caminantes. No nos hemos encontrado con nadie.
—Debemos decírselo a los demás. Catrona posó una mano sobre su brazo.
—No. Aguarda. ¿Para qué preocuparlos antes de que llegue el problema?
—En la Congregación Nill se me dijo que no saber es malo, pero no querer saber es peor. Ellos son nuestros amigos, nuestros compañeros. Debemos confiarles nuestras espaldas.
—No son buenos combatientes —replicó Catrona con fatiga—. Sólo os confío mi espalda a Katri y a ti.
—Son todo lo que tenemos —insistió Jenna. Catrona suspiró.
—Así es; locas que estamos. —Se llevó los dedos a la boca y silbó para llamar a los demás.
Reunidos en círculo, escucharon mientras Catrona les transmitía sus temores. Jareth tenía el ceño fruncido con una expresión de concentración, pero Sandor y Marek se mecían de atrás para delante como si el movimiento les ayudase a comprender lo que ella estaba diciendo. Petra permanecía inmóvil y respiraba lentamente, utilizando la técnica latani. Jenna comenzó a seguirle el ritmo, hálito por hálito, y pronto sintió el aligeramiento familiar de su verdadero ser que se liberaba de su cuerpo para flotar por encima de él.
La voz de Catrona era como un zumbido de insectos mientras Jenna deambulaba sobre ellos. Sus manos translúcidas bajaron para tocar a cada uno en el centro de su mente, donde latía el pulso bajo el frágil escudo de piel y hueso.
Ante ese contacto, como ya le había ocurrido antes, Jenna se sintió atraída hacia el interior de cada uno de sus compañeros. Catrona era un fuego intenso cuyo punto más ardiente se hallaba en el centro. Petra era un manantial de aguas frías sobre un lecho rocoso. Los hermanos eran tibios, como leche recién ordeñada. Pero Jareth le recordó a Carum ya que parecía tener partes de fuego e hielo, zonas de un extraño calor, aunque no se sentía conmovida por ellas como cuando se había concentrado en el joven príncipe.
Se apartó de ellos para volver a elevarse y de pronto vio unas pequeñas luces en círculo alrededor de ellos. Entonces descendió hacia su propio cuerpo y se deslizó en él como en un traje conocido.
—De espaldas a mí —gritó.
Ante la señal, Catrona desenvainó la espada y se colocó espalda contra espalda con Jenna. Jareth comprendió casi de inmediato.
—¡Los cuchillos! —les gritó a Marek y a Sandor.
Ellos sacaron sus cuchillos y permanecieron con Petra en medio de ambos, aguardando. Durante un largo minuto no oyeron nada; ni el crujido de una ramita ni un movimiento del pasto. Era como si el bosque entero hubiese dejado de respirar.
De pronto, Jenna alzó la cabeza bruscamente.
—¡Allí!
Todos miraron a su alrededor. Al principio no había nada que ver. Y después... lo hubo. Un círculo de unos treinta hombrecillos los rodeaban. Estaban vestidos de verde, chaqueta y calzón, y parecían haberse metamorfoseado de los árboles o de las malezas. Tenían la mitad del tamaño de un hombre, con un reflejo algo verdoso en la piel, como una capa translúcida, sobre huesos delicados. Sin embargo, no daban la impresión de fragilidad. Era como si la Tierra misma se hubiese reducido a su esencia al otorgar la forma humana.
Deber relinchó con nerviosismo, seguida por las bayas. Sólo el capón permanecía en silencio, escarbando la tierra una y otra vez con un sonido apagado.
Uno de los observadores verdes avanzó rompiendo el círculo, y se detuvo a menos de un metro de Jenna. Ella podría haberse inclinado para tocarle la cabeza, pero no se movió. Él alzó la mano como en un saludo y habló en una lengua extraña y melodiosa.
—Av Anna regens; av Anna quonda e futura.
—Habla de modo que podamos comprender —exclamó Jareth con la voz quebrada, como la de un niño.
—Yo lo comprendo —dijo Petra con suavidad—. Mi Madre Alta exigió que aprendiera las antiguas lenguas, dice: Salud Rema Blanca; salud Blanca, ahora y para siempre.
Jenna emitió un gruñido, pero Marek habló:
—Entonces está bien. Mi padre suele decir: “Si un hombre te llama amo, confía en él por un día; si te llama amigo, confía en él por un año; si te llama hermano, confía en él hasta el fin”. —Fue el discurso más largo que cualquiera de ellos le había oído decir.
—Pero no me ha llamado de ninguna de esas formas —replicó Jenna—. Me ha llamado Anna. Según tu padre, ¿hasta dónde puedo confiar en él?
Marek se dispuso a responder, pero el hombrecillo alzó la mano y el joven se paralizó.
—Hasta donde se extiende el bosque, Anna —aseguró, hablando de pronto su idioma sin más que un leve acento.
—Pero... —comenzó a decir Jareth.
Jenna le hizo una seña para que guardase silencio.
—Hasta donde se elevan los cielos —continuó el hombrecillo—. Te hemos aguardado desde los comienzos de estos tiempos. Tu nacimiento ha sido narrado alrededor de muchos fuegos; tu reinado, bajo muchas estrellas. Primero la Alta y finalmente la Anna; del modo que el círculo puede cerrarse.
—Desde los comienzos de estos tiempos... —murmuró Jenna para sí misma—. Y el círculo que se cierra... ¿ Qué significa eso? —En voz alta dijo—: Me has llamado por un título, pero mis amigos me llaman Jenna. ¿Tú eres mi amigo?
El hombrecillo esbozó una amplia sonrisa. Sus dientes blancos y uniformes brillaron contra el verdor de su rostro. Con una reverencia respondió:
—Somos tus hermanos.
—¡Hasta el fin! —dijo Marek triunfante.
—Puede que sí —susurró Jareth—. Y puede que no.
El hombrecillo los ignoró y se dirigió sólo a Jenna.
—A éste podéis llamarle Sorrel. No es su verdadero nombre, pero vuestras bocas no serían capaces de pronunciarlo ni vuestros corazones podrían oír su sonido.
—Comprendo —aceptó Jenna—. Yo también tengo un nombre secreto. Y bien Sorrel, ¿eres tú el rey de este pueblo verde?
—No tenemos rey ni capitán. Sólo tenemos el círculo.
—Entonces, ¿cómo es que hablas en nombre de tu... círculo? —intervino Catrona.
—En esta ocasión, éste tiene la palabra primero con permiso del círculo —explicó Sorrel.
Jenna asintió con la cabeza y envainó su espada.
—En esta ocasión, pues, depongo mi arma. Lo mismo hará mi hermana, Catrona.
Catrona alzó una ceja y, muy lentamente, guardó su propia espada.
—Y mis hombres guardarán sus cuchillos —agregó Jenna. Se mordió el labio superior, única señal de su nerviosismo.
Con el ceño fruncido, Jareth deslizó el cuchillo dentro de su bota. Al ver que Marek y Sandor vacilaban, les gruñó:
—Vamos. Vamos.
—Lo hacemos —siguió Jenna lentamente— porque vosotros no esgrimís armas contra nosotros.
Una extraña risita corrió por el círculo de hombrecillos. Sorrel volvió a inclinarse.
—En verdad debemos decirte, Anna, que jamás portamos armas; con excepción de éstas. —Alzó sus manos. Tenía unos dedos extremadamente largos cuyas uñas eran de un verde pálido.
—¿Y cuan potentes son? —preguntó Petra con demasiada amabilidad—. Potentas manis qui?
La risa del hombrecillo fue como el gorjeo de un pájaro.
—Trez. Mucho, Pequeña Madre. Muy potentes por cierto.
De pronto, extendió la mano y arrancó una varilla del bosque, la peló y la retorció convirtiéndola rápidamente en un lazo. Sin dejar de sonreír, arrojó lejos el lazo.