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Authors: Bret Harte

Bocetos californianos (14 page)

BOOK: Bocetos californianos
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Un grave silencio siguió a estas palabras, pero sea dicho en honor de todos los bromistas, el primer hombre que reconoció la justicia fue el organizador del espectáculo, privándose así del legítimo disfrute de su trabajo.

Aprovechando estas ventajas, continuó Edmundo rápidamente:

—Pero, estamos aquí para un bautizo y lo tendremos: Yo te bautizo, Tomás La Suerte, según las leyes de los Estados Unidos y de California, y… en nombre de Dios. Amén.

Por primera vez se profería en el campamento el nombre de Dios de otro modo que profanándolo. La ceremonia que acababa de celebrarse era tal vez más risible que la que había concebido el satírico Boston, pero, cosa extraña, nadie reparó en ello. Tomasín fue bautizado tan seriamente como lo hubiera sido bajo las bóvedas de un templo cristiano, y en igual forma tratado y considerado.

Y así fue cómo principió la obra de regeneración de Roaring Camp, operándose en el campamento un cambio imperceptible. Lo que primeramente experimentó las primeras señales de progreso fue la modesta vivienda de Tomasín. Limpiada y blanqueada cuidadosamente, fue luego entarimada con maderas, empapelada y adornada. La cuna de palo rosa traída de ochenta millas sobre un mulo, como decía Edmundo a su manera, fue digno remate de todo aquello. De este modo, la rehabilitación de la cabaña fue un hecho consumado. La numerosa concurrencia que solía pasar el rato en casa de Edmundo para ver cómo seguía La Suerte, apreciaban el cambio, y, en defensa propia, el establecimiento rival, la especería de Tut, se restauró con un espejo y una alfombra. Consecuencia saludable de estas novedades, fue fomentar en Roaring Camp costumbres más rígidas de aseo personal; además, Edmundo impuso una especie de cuarentena a aquellos que aspiraban al honor de tener en brazos a La Suerte. Claro que esto fue una mortificación para León, quien, gracias al descuido de una varonil naturaleza y a las costumbres de la vida de fronteras, había creído hasta entonces que los vestidos eran una segunda piel que, como la de la serpiente, sólo se cambiaba cuando se caía por carecer de utilidad. No obstante, fue tan sutil la influencia del ejemplo ajeno, que desde aquella fecha en adelante apareció regularmente con camisa limpia y cara aún reluciente por el contacto del agua fresca. Tampoco fueron descuidadas las leyes higiénicas, tanto morales como sociales. Tomasito, al que se suponía en necesidad permanente de reposo, no debía ser estorbado por ruidos molestosos, así es que la gritería y los aullidos tan connaturales a los habitantes del campamento, no fueron permitidos al alcance del oído de la casa de Edmundo. Los hombres conversaban en voz baja o bien fumaban con gravedad india, la blasfemia fue tácitamente proscrita de aquellos sagrados recintos, y en todo el campamento la forma expletiva popular «maldita sea la suerte» o «maldita la suerte» fue desechada por prestarse a enojosas interpretaciones. Sólo fue autorizada la música vocal por suponérsele una cualidad calmante, y cierta canción entonada por Jack, marino inglés, desertor de las colonias australianas de S. M. Británica, se hizo popular como un canto de cuna. Se trataba del relato lúgubre de las hazañas de la
Aretusa
, navío de 74 cañones, cantado en tono menor, cuya melodía terminaba con un estribillo prolongado al fin de cada estrofa. Era de ver a Jack meciendo en sus brazos a La Suerte con el movimiento de un buque y entonando esta canción de sus tiempos de fidelidad. No sé si por el extraño balanceo de Jack, o por lo largo de la canción —contenía noventa estrofas, que se continuaban en concienzuda deliberación hasta el deseado fin—, el canto de cuna causaba el efecto deseado. Al volver del trabajo, los mineros se tendían bajo los árboles, en el suave crepúsculo de verano, fumando su pipa y saboreando las melodiosas cadencias de la composición. Una vaga idea de que esto era la felicidad de Arcadia, se infundió a todos.

—Esta especie de cosa —decía el Chokney Simons, gravemente apoyado en su codo— es celestial.

Le recordaba a Greenwich.

En los calurosos días de verano, generalmente llevaban a La Suerte al valle, donde Roaring Camp explotaba el metal precioso. Allí, mientras los hombres trabajaban en el fondo de las minas, el pequeñuelo permanecía sobre una manta extendida sobre la verde hierba. La intuición artística de los mineros acabó por decorar esta cuna con flores y arbustos olorosos, llevándole cada cual, de tiempo en tiempo, matas de silvestre madreselva, azalea, o bien los capullos pintados de las mariposas. De allí en adelante, se despertó en los mineros la idea de la hermosura y significación de estas bagatelas que durante tanto tiempo habían hollado con indiferencia. Un fragmento de reluciente mica, un trozo de cuarzo de variado color, una piedra pulida por la corriente del río, se embellecieron a los ojos de estos valientes mineros y fueron siempre puestos aparte para La Suerte. De esta manera, la multitud de tesoros que dieron los bosques y las montañas para Tomasín, fue incalculable. Circundado de juguetes tales como jamás los tuvo niño alguno en el país de las hadas, es de esperar que Tomasín viviese satisfecho. La felicidad se asentaba en él, pero dominaba una gravedad infantil en todo su aspecto, una luz contemplativa en sus grises y redondos ojos que alguna vez pusieron a Edmundo en grave inquietud. Era muy dócil y apacible. Dicen que una vez, habiendo caminado a gatas más allá de su corral o cercado de ramas de pino entrelazadas que rodeaban su cuna, se cayó de cabeza por encima del banquillo, en la tierra blanda, y permaneció con las encogidas piernas al aire, por lo menos, cinco minutos, con una gravedad y un estoicismo admirables, levantándolo sin una queja. Otros muchos ejemplos de su sagacidad sin duda se sucederían, que desgraciadamente descansan en las relaciones de amigos interesados. No carecían muchos de cierto tinte supersticioso.

Por ejemplo. Un día León llegó en un estado de excitación verdaderamente extraordinario.

—No hace mucho —dijo—, subí por la colina, y maldito sea mi pellejo, si no hablaba con una urraca que se ha posado sobre sus pies. Charlando como dos querubines, daba gozo verles allí tan graciosos y desenvueltos.

De cualquier manera que fuese, ya corriendo a gatas por entre las ramas de los pinos o tumbado de espaldas contemplase las hojas que sobre él se mecían, para él cantaban los pájaros, brincaban las ardillas y se abrían las flores suavemente. La Naturaleza fue su nodriza y compañera de juego, y tan pronto deslizaba entre las hojas flechas doradas de sol que caían al alcance de su mano, como enviaba brisas para orearle con el aroma del laurel y de la resina, le saludaban los altos palos campeches familiarmente, y somnolientas zumbaban las abejas, y los cuervos graznaban para adormecerlo.

Así transcurrió el verano, edad de oro de Roaring Camp.

Feliz tiempo era aquél, y la Suerte estaba con ellos. Las minas rendían enormemente; el campamento estaba celoso de sus privilegios y miraba con prevención a los forasteros; no se estimulaba a la inmigración, y al efecto de hacer más perfecta su soledad, compraron el terreno del otro lado de la montaña que circundaba el campamento en donde hubiese cuajado perfectamente el célebre
adversus hostem, eterna auctoritas
de los romanos. Esto y una reputación de rara destreza en el manejo del revólver mantuvo inviolable el recinto del afortunado campamento. El peatón postal, único eslabón que los unía con el mundo circunvecino, contaba algunas veces maravillosas historias de Roaring Camp, diciendo a menudo:

—Allí arriba tienen una calle que deja muy atrás a cualquier calle de Red Dog; tienen alrededor de sus casas emparrados y flores, y se lavan dos veces al día; pero son muy duros para con los extranjeros e idolatran a una criatura india.

La prosperidad del campamento hizo entrar un deseo de mayores adelantos; para la primavera siguiente se propuso edificar una fonda e invitar a una o dos familias decentes para que allí residiesen, quizá para que la sociedad femenina pudiese reportar algún provecho al niño. El sacrificio que esta concesión hecha al bello sexo costó a aquellos hombres, que eran tenazmente escépticos respecto de su virtud y utilidad general, sólo puede comprenderse por el entrañable afecto que Tomasín inspiraba.

No faltó quien se opusiera, pero la resolución no se podía efectuar hasta el cabo de tres meses, y la misma minoría cedió, sin resistencia, con la esperanza de que algo sucedería que lo impidiese, como en efecto sucedió.

El invierno de 1851 se recordará por mucho tiempo en toda aquella comarca. Una densa capa de nieve cubría las sierras: cada riachuelo de la montaña se transformó en un río y cada río en un brazo de mar: las cañadas se convirtieron en torrentes desbordados que se precipitaron por las laderas de los montes, arrancando árboles gigantescos y esparciendo sus arremolinados despojos por doquier. Red Dog fue inundado ya por dos veces, y Roaring Camp no tardaría en correr la misma suerte.

—El agua llevó el oro a estas hondonadas —dijo Edmundo—, una vez ha estado aquí, otra vendrá.

Y aquella noche el North Fork rebasó repentinamente sus orillas y barrió el valle triangular de Roaring Camp. En la devastadora avenida que arrebataba árboles quebrados y maderas crujientes, y en la oscuridad que parecía deslizarse con el agua e invadir poco a poco el hermoso valle, poco pudo hacerse para recoger los desparramados despojos de aquella incipiente ciudad. Al amanecer, la cabaña de Edmundo, la más cercana a la orilla del río, había desaparecido. En el fondo de la hondonada, encontraron el cuerpo de su desgraciado propietario; pero el orgullo, la esperanza, la alegría, la Suerte de Roaring Camp no apareció.

Emprendía ya el regreso con corazón triste, cuando un grito lanzado desde la orilla los detuvo; era una barca de socorro que venía contra corriente. Dijeron que, unas dos millas más abajo, habían recogido un hombre y una criatura medio exánimes. Quizá alguno los conocería si pertenecían al campamento.

Una sola mirada les bastó para reconocer a León, tendido y magullado cruelmente, pero teniendo todavía en los brazos a La Suerte de Roaring Camp.

Al inclinarse sobre la pareja extrañamente junta, vieron que la criatura estaba fría y sin pulso.

—Está muerto —dijo uno.

León abrió los ojos desmesuradamente.

—¿Muerto? —repitió con voz apagada.

—Sí, buen hombre, y tú también te estás muriendo.

Y el rostro de León se iluminó con una suprema sonrisa.

—Muriéndome —repitió—, me lleva consigo. Conste, muchachos, que me quedo con La Suerte.

Y aquella viril figura, asiendo al débil pequeñuelo, como el que se ahoga se aferra en una paja, desapareció en el tenebroso río que corre a abocarse en la inmensidad del mar.

EL SOCIO DE TENNESSEE

Jamás conocimos su nombre verdadero, y por cierto que el ignorarlo no causó nunca en nuestra sociedad el menor disgusto, puesto que en 1854 la mayor parte de la gente de Sandy Bar
[4]
se bautizó nuevamente.

Con frecuencia, los apodos se derivaban de alguna extravagancia en el traje, como en el caso de
Dungaree Jack
, o bien de alguna singularidad en las costumbres, como en el de
Saleratus Bill
, así nombrado por la enorme cantidad de aquel culinario ingrediente que echaba en su pan cotidiano, o bien de algún desgraciado
lapsus
, como sucedió al
Pirata de hierro
, hombre apacible e inofensivo, que obtuvo aquel lúgubre título por su fatal pronunciación del término
pirita de hierro
. Tal vez haya sido esto principio de una tosca heráldica; pero me inclino a pensar que, como en aquellos días el verdadero nombre de un individuo descansaba únicamente en su deleznable palabra, nadie hacía de ello el más leve caso.

—¿Te llamas Clifford, no es verdad? —dijo Boston, dirigiéndose con soberano desprecio a un tímido recién llegado al campamento—. El infierno está empedrado de tales Cliffords.

Y acto seguido presentó al desgraciado, cuyo nombre por casualidad era realmente Clifford, como el
Papagayo Carlos
, repentina y profana inspiración que pesó sobre él para siempre.

Volvamos ahora al socio de Tennessee, a quien siempre conocimos por este título relativo, aunque más tarde supimos que existió como una individualidad distinta y separada. Según informes, parece que en 1853 se marchó de Poker Flat
[5]
para San Francisco, con el propósito manifiesto de buscar mujer, aunque no pasó más allá de Stocktown.

Una vez allí, se sintió atraído por una joven que servía a la mesa en la fonda en que había tomado habitación. Un día le dijo algo que la hizo sonreír no desfavorablemente, y romper con alguna coquetería un plato de pan tostado contra la seria y sencilla cara, que se le dirigía, retrocediendo luego a la cocina. Siguióla, y pocos momentos después regresó cubierto por más pan tostado, pero victorioso. Al cabo de ocho días se casaron ante un juez de paz y volvieron a Poker Flat.

Confieso que se podría sacar más partido de este episodio, pero prefiero narrarlo tal como corría por las cañadas y tabernas de Sandy Bar, donde todo sentimiento se modificaba por un subido barniz humorista. Poco se supo de su felicidad matrimonial hasta que Tennessee, que vivía entonces con su socio, tuvo un día ocasión de decir por cuenta propia algo a la novia, que «la hizo sonreír no desfavorablemente», retirándose ésta hacia Marisvilla, a donde la siguió Tennessee y donde pusieron casa, sin requerir la ayuda de ningún funcionario judicial. El socio de Tennessee sobrellevó sencilla y pacientemente, según su costumbre, la pérdida de su mujer; pero la sorpresa de todo el mundo fue cuando, al volver un día Tennessee de Marisvilla sin la mujer de su socio, porque ella, siguiendo su costumbre, se había sonreído y marchado con otro, el socio de Tennessee fue el primero en estrecharle la mano y darle afectuosamente los buenos días. Claro que los muchachos que se habían reunido en la cañada para presenciar el tiroteo se indignaron, y su indignación se hubiera manifestado por medio del sarcasmo, a no ser una cierta mirada en los ojos del socio de Tennessee, que indicaban una actitud muy poco favorable al holgorio. En resumen, era un hombre grave, en quien dominaba el detalle práctico de ser desagradable en un caso de dificultad.

Mientras tanto, el sentimiento público del Bar contra Tennessee se pronunciaba creciendo cada vez más. Se le conocía por jugador y sospechoso de ladrón, y estas sospechas alcanzaban igualmente a su socio; la continua intimidad con Tennessee después del citado asunto sólo podía explicarse por la hipótesis de la complicidad. Por último, la culpa de Tennessee se hizo patente: un día alcanzó a un forastero en el camino de Red Dog; éste contó después que Tennessee lo acompañó distrayéndolo con interesantes anécdotas y recuerdos, pero que con poca lógica terminó la entrevista con la siguiente arenga:

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