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Authors: Bret Harte

Bocetos californianos (27 page)

BOOK: Bocetos californianos
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—¡No, no! —interrumpió rápidamente aquélla—. ¡No! ¿Cómo podía saberlo? No tengo enemigo bastante cruel para haberle hecho estas revelaciones.

—¿Pero si ella lo hubiese sabido por algún conducto? Si Carolina pensase que eres pobre para mantenerla, podría influir en su decisión. Los espíritus jóvenes gustan de la posición que da el dinero. Quizá tenga amigos ricos… puede que un amante…

A estas palabras, la señora de Ponce se estremeció.

—Pero —dijo ella con vehemencia, asiendo la mano de Juan—, cuando me encontraste enferma y sin recursos en Sacramento; cuando… ¡Dios te bendiga por ello, Juan! Me ofreciste tu apoyo para venir a Oriente, dijiste que sabías algo, que tenías algún plan que podía hacernos a Carolina y a mí independientes.

—Es verdad —dijo Juan, precipitadamente—, pero antes quiero que te pongas fuerte y buena, y ahora que estás más tranquila, quiero contarte fielmente mi entrevista con ella.

Y empezó Príncipe a describir la ya narrada entrevista, con singular acierto y discreción que harían palidecer mi propio relato sobre aquella escena. Sin omitir una palabra ni un detalle, sin suprimir un sólo incidente, logró cubrir con poético velo aquel prosaico episodio, hizo lo posible para rodear a la heroína de conmovedora atmósfera, que, aunque no del todo falsa, dejaba entrever, no obstante, el genio que diez años antes hacía a la vez interesantes e instructivas las columnas de
El Alud
de Fiddletown. Tan sólo cuando vio el encendido color y notó la entrecortada respiración de su ansiosa oyente, sintió una repentina punzada de remordimiento, murmurando entre sus apretados dientes:

—¡Dios la ayude y me perdone! Pero, ¿cómo es posible que yo se lo diga todo ahora?

Aquella noche, al apoyar la señora de Ponce su cansada cabeza sobre la almohada, trató de imaginarse a Carolina durmiendo en aquel momento tranquilamente en la gran casa-colegio de la colina, y a la sola idea de que la tenía tan cerca sentía la infeliz pecadora inefable consuelo. Pero en aquel momento estaba Carolina inestablemente sentada en el borde de su cama; semidesnuda, y con un gracioso mohín en sus bonitos labios, enroscaba entre los dedos sus largos rizos leonados, mientras que su compañera, Catalina de Corlear, dramáticamente embozada en un largo cubrecama blanco, con su altiva nariz latiendo de indignación y sus negros ojos chispeantes, dominaba sobre ella como un enojado duende. Aquella noche había Carolina confiado sus desdichas e historia a Catalina, y esta excéntrica señorita, en lugar de prodigarle los consuelos de la amistad, mostrábase vehemente, indignada contra la indecisión de Carolina, y defendía las pretensiones de la señora de Ponce del modo más entusiasta y convincente.

—Ya ves, si la mitad de lo que me dices es verdad, tu madre y estos Robinson te están convirtiendo no sólo en una cobarde, sino en una ingrata mujer. ¡Vaya que respetabilidad! Mira, mi familia data de algunos siglos antes que los Galba, pero si mi familia me hubiese tratado alguna vez de esta manera y me hubiese pedido luego que volviera la espalda a mi mejor amiga, me llamaría andana.

Y Catalina castañeteó los dedos, frunció sus negras cejas, y echó miradas de indignación alrededor del dormitorio, como buscando algún cobarde en sus antepasados de Corlear.

—Tú hablas así, porque te ha caído en gracia ese señor Príncipe —dijo Carolina.

Según posterior manifestación de Catalina, empleando los ordinarios modismos de actualidad que habían penetrado hasta los virginales claustros del Instituto Crammer, aquél desde luego la embistió.

Catalina, sacudiendo altivamente la cabeza, echóse sobre el hombro su abundosa cabellera de azabache, dejó caer una punta del cubrecama a manera de túnica vestal, y avanzó hacia Carolina a trágicas y exageradas zancadas.

—¿Y aunque así fuese, amiga? ¿Que si sé distinguir a primera vista un caballero? ¡Que si acierto a saber que entre un millar de entes tradicionales, cortados por un mismo patrón, incorrectas ediciones de sus abuelos como Enrique Robinson, por ejemplo, no encontrarías un solo caballero original, independiente, individualizado como tu Príncipe!… ¡Acuérdate, amiga, y ruega al cielo que realmente sea de veras tu Príncipe! Impetra del santo cielo que te dé un corazón contrito y reconocido, y da gracias al Señor por haberte enviado una amiga como Catalina de Corlear.

Con todo, después de esta imponente y dramática salida, rápida como un relámpago, asió la cabeza de Carolina, la besó entre las cejas y se retiró.

El día siguiente fue muy triste para Juan Príncipe. Estaba convencido en el fondo de su alma de que no conseguiría nada de Carolina. Sin embargo, era tarea dura y difícil ocultar esta convicción a la señora de Ponce y alentar su sencilla esperanza con aparente optimismo y firmeza. Hubiera querido distraer su imaginación llevándola a dar un largo paseo en coche, pero ella temía que Carolina viniera durante su ausencia, y sus fuerzas decaían con rapidez. Cada vez que la miraba, se persuadía de que la decepción que la amenazaba extinguiría la escasa vida que latía en su debilitado organismo. Comenzó a dudar de la eficacia y prudencia de sus gestiones; recapituló los incidentes de su entrevista con Carolina, y casi atribuyó el mal éxito a su propia torpeza. No obstante, la señora de Ponce esperaba tan paciente y confiada, que llegó a quebrantar los presentimientos de Príncipe. Cuando el estado de la infeliz lo permitió, la llevaron, reclinada en una silla, al lado de la ventana, desde donde podía ver el colegio y la entrada del hotel. Trazaba a menudo agradables planes para el porvenir, en un imaginario hogar campestre. Incluso parecía que el pueblo le había caído en gracia; pero es de notar que el porvenir que bosquejaba era tranquilo y apacible. Creía que pronto estaría buena, decía que estaba ya mucho mejor, aunque acaso tardaría en encontrarse otra vez fuerte del todo. Solía proseguir de esta manera en voz baja hasta que Juan se echaba como un loco por la escalera abajo, y entrando en la sala común pedía licores que no bebía, encendía cigarros que no fumaba, hablaba con hombres a quienes no escuchaba, y su conducta era, en una palabra, la que es propia del sexo fuerte en períodos de prueba y de tribulación.

Terminó el día con el cielo encapotado y un viento penetrante y frío por demás. Algunos copos de nieve caían pausadamente. La señora de Ponce estaba aún tranquila y confiada, y cuando Príncipe hizo correr su sillón desde la ventana hasta el fuego, le explicó que como el año escolar terminaba, probablemente retenían a Carolina sus lecciones, y que no podía dejar el colegio más que por la noche, una vez terminadas aquéllas. Así es que permaneció levantada la mayor parte de la velada entretenida en adornarse y en peinar su sedoso cabello, tan bien como lo permitía su triste estado, para recibir dignamente a la suspirada visita.

—No he de dar miedo a la niña, Juan —decía como excusándose y con resabios de su antigua coquetería.

Transcurrido algún tiempo, recibió Juan un recado del posadero, diciendo que el médico deseaba verlo abajo un momento. Al entrar en el mal iluminado salón, Juan observó la figura embozada de una mujer cerca del hogar y disponíase a retirarse, cuando una voz, que recordaba muy agradablemente, exclamó:

—¡Oh! ¡no hay cuidado! El médico soy yo.

Y esto diciendo, se echó el capuchón hacia atrás, y Príncipe vio el negro cabello y los atrevidos ojos de Catalina de Corlear.

—No quiera usted inquirir más. Yo soy el médico, y he aquí mi receta.

Y señaló a Carolina, que temblorosa y sollozando se acurrucaba en un ángulo del aposento.

—¡Debo tomarla inmediatamente!

—Pero, ¿es que su madre ha dado ya el permiso?

—No tal; ¡si yo comprendo los sentimientos de aquella señora! —contestó Catalina con resolución.

—Pues entonces, ¿cómo se han escapado ustedes? —preguntó Príncipe gravemente.

—Por la ventana.

Cuando Príncipe hubo dejado a Carolina en brazos de su madrastra, volvió a la sala.

—¿Y bien? —preguntó Catalina.

—Se queda; también espero que esta noche nos dispensará el honor de quedarse con nosotros.

—Como no cumpliré dieciocho años ni seré dueña de mí misma el día veinte, y como no tengo una madrastra enferma, no es de razón que me quede.

—¿Me permitirá entonces que la acompañe otra vez hasta la ventana del Instituto?

Al volver media hora más tarde, Príncipe encontró a Carolina sentada en un taburete a los pies de la señora de Ponce. Con la cabeza sepultada en la falda de su madrastra, y sollozando, se había dormido. La señora de Ponce llevó un dedo a sus labios.

—¿No te dije que vendría? Dios te bendiga, Juan. Buenas noches.

Al día siguiente la señora de Federico, acompañada del Reverendo Asa Crammer, director del Instituto, y de don José Robinson, personas respetables en extremo, se presentó indignada a Príncipe, teniendo lugar una borrascosa entrevista para reclamar a Carolina.

—No, no podemos permitir en manera alguna tal intervención —decía la señora de Federico, mujer vestida a la moda y de dudosa apariencia—. El término de nuestro convenio no ha llegado aún, y en las actuales circunstancias no estamos dispuestos a dispensar de sus condiciones a la de Ponce.

—La señorita Galba debe sujetarse al reglamento y disciplina del Instituto, hasta que salga oficialmente de él.

—Esta conducta puede dañar el porvenir y comprometer la situación de la educanda en la sociedad —indicó el señor Robinson.

Fue en vano que Príncipe expusiera el estado de la señora de Ponce, que no tenía complicidad alguna en la fuga de Carolina, que la acción de ésta era perdonable y natural, y que podían tener la seguridad de que se someterían a su espontánea decisión. Después, subiéndole la sangre a las mejillas, y con desdeñosa mirada, pero con singular sangre fría, añadió:

—Permítame dos palabras más. Tengo el deber de informarles de una circunstancia que seguramente me justificaría, como albacea del finado Galba, para rechazar sus pretensiones. Unos meses después de la muerte del señor Galba, un chino que éste había tenido a su servicio, descubrió que tenía hecho un testamento, que se descubrió más tarde entre su documentación. El valor insignificante del legado, en su mayoría de terrenos, en aquel entonces escaso de valor, impidió a sus ejecutores testamentarios llevar a cabo su voluntad, y aun abrir y hacer público el testamento con las fórmulas prescritas por las leyes, hasta hace cosa de dos o tres años, cuando el valor de la propiedad hubo ya aumentado considerablemente. Las disposiciones de aquel legado son sencillas, pero terminantes. Los bienes de Galba quedan divididos entre Carolina y su madrastra, con la explícita condición de que ésta última sea su tutor legal, provea a su educación y substituya y haga las veces de padre en todo lo que sea del caso.

—¿Y cuál es el valor de ese legado? —preguntó Robinson.

—No puedo decirlo exactamente; pero se acerca a medio millón —repuso Príncipe.

—Si es así, debo declarar que la conducta de la señora Ponce es tan honrada como justificada —contestó el señor Robinson.

—No seré yo quien se atreva a oponer dudas ni obstáculos al cumplimiento de las intenciones de mi difunto marido —añadió la de Galba.

Y la entrevista se terminó.

Al comunicarse el resultado de aquélla a la señora de Ponce, llevó ésta la mano de Juan a sus enjutos labios.

—Nada puedes añadir a mi felicidad presente, Juan; pero, dime, ¿por qué se lo ocultaste a Carolina?

Juan se sonrió en silencio.

Al cabo de una semana terminaron las formalidades legales necesarias, y Carolina fue devuelta a su madrastra. A propuesta de la enferma, arrendaron una casita en los arrabales de la población, para esperar allí la primavera que llegó tarde aquel año, y la convalecencia de la señora de Ponce que no vino jamás.

No obstante, era paciente y dichosa. Le gustaba observar cómo retoñaban más allá de su ventana los árboles desconocidos para ella en California, y preguntar a Carolina sus nombres y sus frutos. Proyectaba aún para el verano largos paseos con Carolina a través de los frondosos bosques, cuyas grises y secas filas podían verse desde la casita. Quiso escribir una poesía a ellos dedicada; uno de los miembros de esta improvisada familia conserva de ella un cantar alegre, puro y sencillo; como un eco del petirrojo que la llamaba desde la ventana al nacer el alba.

Luego, sin transición, se extendió sobre el cielo un día sereno, místicamente suave, somnoliento y bello; palpitante como si revoloteara en el aire la vida con alas invisibles; la Naturaleza despertaba a una exuberante resurrección. Y a la pobre enferma la sentaron al aire libre, postrada bajo aquel sol glorioso que lo doraba todo con sus rayos. Allí estuvo tendida por largo tiempo en dulce y apacible beatitud.

Un día, cansada Carolina de velar, se había dormido a su lado, y los delgados dedos de la señora de Ponce se posaban sobre su cabeza como en tierna bendición.

A poco, llamó a Juan.

—¿Quién ha venido hace poco? —dijo en voz apenas perceptible.

—La señorita de Corlear —dijo Juan, contestando a la mirada de sus hundidas pupilas.

—Juan —dijo después de una pausa—, querido Juan; siéntate a mi lado un momento; tengo que decirte algo. Si en pasados días te he parecido alguna vez dura o fría o coqueta, era porque te amaba, Juan; te amaba demasiado para comprometer tu porvenir encadenándolo con el mío ya caduco. Siempre te amé, querido Juan, hasta cuando parecía menos digna de ti. Todo aquello pasó ya, pero he tenido hace poco un sueño, Juan, he soñado con una mujer, en quien encontrarías lo que a mí me faltaba —y miró amorosamente al tierno capullo que dormía a su lado—, y que amarías como me has amado. ¿No es verdad?

Y le clavó sus ojos, que despedían un postrer destello de luz. Juan le estrechó la mano, pero no contestó. Después de algunos momentos de silencio, añadió:

—Acaso aciertes en tu elección. Es buena muchacha, Juan… aunque un poco atrevida.

Y no dijo más. El último rastro de vida se desprendió de aquella cabeza débil, loca y apasionada. Una mariposa que se había posado en su pecho voló, y la mano que apartaron de la cabeza de Carolina, cayó a su lado, inerte.

DE-HINCHÚ, EL IDÓLATRA

Al abrir la carta de Hop-Sing, revoloteó hacia el suelo una tira de papel amarillo, que a primera vista me figuré cándidamente que sería la etiqueta de un paquete de sorpresas chinas, tantas eran las figuras y jeroglíficos que contenía. Había también en su interior una tira más pequeña de papel de arroz con dos caracteres exóticos, trazados con tinta china, en los que reconocí inmediatamente la tarjeta de visita de Hop-Sing. La traducción de todo aquello era la siguiente:

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