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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Novela

Bodas de odio (23 page)

BOOK: Bodas de odio
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—¡Es Rosas! ¡Es él el que no quiere! —La joven se levantó de la silla—. ¡Maldito tirano!

Fiona pensó que su fin había llegado cuando vio el brazo de Juan Cruz elevarse en el aire. Instintivamente, se hizo hacia atrás, se cubrió el rostro y ahogó un alarido de terror. Pero antes de tocarla, de Silva dejó caer la mano. Luego, la aferró bruscamente por los hombros, la alzó en el aire y la apoyó contra la pared; los pies de Fiona bailoteaban frenéticamente sin apoyo.

—¡Bájeme, bájeme!

—Nunca vuelvas a llamarlo tirano —dijo Juan Cruz con los dientes apretados de rabia—. ¿Has entendido? —le gritó cerca del rostro.

Como pudo, Fiona movió la cabeza en señal de asentimiento. Se le había erizado la piel de todo el cuerpo y un temblor frío le surcaba la espalda. "Otra vez no", pensó angustiada al recordar la ocasión en que de Silva casi sacó la puerta de su sitio y destrozó una pesada silla.

Entonces, sintió que de Silva descomprimía la fuerza que había estado ejerciendo sobre sus hombros y, poco a poco, la volvía a tierra firme. De todas formas, no la dejó escapar; colocó ambas manos a la altura de su cuello, tan cerca que le clavaba los pulgares en la carne. Le hacía doler. Las mangas de la camisa de de Silva se corrieron hacia arriba y Fiona pudo ver cómo los músculos se tensaban bajo su piel bronceada y sudorosa.

—Soy un bastardo, Fiona. —Lo dijo en un susurro acerado, como queriendo destrozarla con los dientes—. Un bastardo —repitió—. Tú no tienes idea de lo que eso significa, ni la más remota idea. ¿Qué vas a saber tú, mocosa malcriada, si jamás te faltó nada? —sonrió con ironía.

Ella se movió un poco, tratando de zafar de las tenazas que la mantenían aprisionada: fue imposible. Peor aún: apenas se movió, Juan Cruz la tomó por el cuello.

—¿Te da asco haberte casado con un bastardo? Por eso me rechazaste desde un principio, porque soy un bastardo, ¿verdad?

Los ojos de de Silva la quemaban. Fiona trataba de negar con la cabeza, pero sentía que a cada movimiento los dedos de él se le clavaban en la carne. El dolor era, momento a momento, más intenso.

—¡Mentirosa! ¡Eres una maldita mentirosa! —bramó Juan Cruz.

Fiona sintió el aliento caliente del hombre en su nariz y comenzó a temblar.

—Pero no me importa. Ya te tengo, eres mía —dijo él con desdén.

—Suélteme, por favor —gimoteó la joven.

—No antes de que escuches lo que tengo que decirte.

Retiró su mano del cuello de Fiona y volvió a apoyarla contra la pared.

—Cuando Candelaria llegó conmigo a la estancia de Rosas, yo tenía apenas días de nacido. Estaba muerta de hambre y sin fuerzas porque todo lo que tenía lo cambiaba por leche para mí. —Hizo una pausa en la que bajó la vista; después, continuó con la misma vehemencia—. Rosas la acogió en su campo, le dio un rancho donde vivir y le ofreció trabajo. Nunca nos regaló nada; sí nos brindó la oportunidad de subsistir cuando todos nos despreciaban. A mí me trató siempre como a un hijo, y yo a él lo quiero como a un padre.

Bajó cansinamente los brazos y volvió a su silla.

—Siéntate, Fiona.

Estaba cansado de pelear con ella. La prefería mansa y dispuesta como cuando hacían el amor. No quería reñir más.

Obedientemente, Fiona se sentó a la mesa, con las manos sobre la falda y la vista en el mantel; no quería mirarlo a los ojos. Se sintió miserable y triste; en ese momento comprendió que don Juan Manuel era para Juan Cruz lo que Sean Malone para ella. ¿Qué hacía de Silva con ella? Después de todo, tendría que odiarlo; pero no podía.

—Señor...

—Fiona...

Los dos hablaron al mismo tiempo. Después de mirarse unos segundos, sonrieron tristemente.

—¿Qué ibas a decirme?

—Quería pedirle perdón por llamar así a don Juan Manuel. Yo no sabía nada. —Volvió los ojos al mantel.

—Está bien, Fiona. Tal vez la culpa sea mía por no habértelo contado, pero... es tan difícil hablar contigo... Siempre a la defensiva, siempre tan mordaz...

—Bueno, señor, usted tampoco se queda atrás —arguyó Fiona con nuevas ínfulas.

Juan Cruz se limitó a sonreírle.

—Fiona, ¿qué voy a hacer contigo? ¿Por qué insistes en desafiarme? —se preguntó, mientras acercaba una mano al cuello de su esposa y lo acariciaba; sabía que le había causado dolor con sus dedos. Tenía una piel tan suave, tan vulnerable.

—Yo no quiero desafiarlo. Sólo deseo continuar con mis clases. —Lo vio sobresaltarse levemente en la silla, y se apresuró a agregar—: Es que no comprendo qué mal hago enseñando a leer y a escribir a los niños.

—Hay tantas cosas que no comprendes... ¡Y no porque no seas inteligente! —agregó en seguida al ver que Fiona fruncía el entrecejo—. Ya lo creo que lo eres; pero no has vivido lo suficiente para entenderlo todo. El mundo es más complicado de lo que tú crees.

Se puso de pie, dispuesto a abandonar el comedor.

—Señor... —lo llamó Fiona antes de que cruzara la puerta—. ¿Y su madre, señor? ¿Qué ocurrió con ella?

—Mi madre está muerta.

Capítulo 10

La negra Paolina se acercó al mostrador de la recepción. El hombre que atendía estaba concentrado en su tarea: anotaba algo, con letra menuda y clara, en un enorme libro que tenía delante.

Paolina apoyó el lío de ropa que traía en un espacio libre del mostrador y carraspeó, delatando su presencia. El hombre levantó la vista por sobre sus gafas.

—Buenos días, señor Keen —saludó la criada.

—Buenos días, Paolina. Ha preguntado por ti tres veces en lo que va de la mañana. ¿Por qué tardaste tanto, niña? —preguntó Keen, el dueño del hotel, un viejo irlandés que desde hacía algunos años vivía en Buenos Aires.

—¿Está enojado? —preguntó Paolina con miedo.

El hombre se encogió de hombros e hizo un gesto con la boca.

—Con de Silva nunca se sabe, niña. Lo mejor es no hacerlo rabiar. Vamos, sube; está en la misma habitación de siempre.

La criada subió con rapidez las escaleras, pero tardó un poco en llamar a la puerta. En realidad, aunque de Silva nunca había sido malo con ella, sabía que podía serlo si no se cumplían sus órdenes. La verdad es que había tenido toda la intención de llegar más temprano, tal y como había quedado con él; sólo que, con la señorita Cloé merodeando por ahí, le había resultado imposible.

—Adelante —dijo de Silva, cuando por fin Paolina se atrevió a llamar—. Llegas tarde. Hace rato que tendría que haber salido para la estancia —la reprendió.

La jovencita empezó a temblar; las palabras no le salían.

—Patrón, disculpe, pero... Perdón, patrón, lo que sucede... Bueno, no pude antes porque... Es que...

—¡Paolina, por Dios, explícate de una vez!

—La señorita Cloé no me dejó en paz ni un minuto, patrón. Recién ahora pude escaparme de la casa porque ella salió a hacer unas compras —explicó la negra, estrujándose las manos, con la mirada fija en el suelo.

—Está bien. —Juan Cruz cambió el tono de voz y continuó—. De ahora en más, lo mandas a Mateo; con él será más fácil.

—Sí, patrón.

—¿Me trajiste lo que te pedí?

La negra extendió los brazos y le entregó el lío de ropa. Juan Cruz lo arrojó sobre la cama.

—Éstas son todas las cosas suyas que quedaban en la casa, patrón. Ya no hay nada más —aseguró la joven.

Sin hablar, de Silva se acercó a un mueble, tomó de una de las gavetas un talego con monedas, y se lo entregó a Paolina. Después, la despidió.

—Vete ahora. No olvides mandar a Mateo el mes que viene.

La joven estaba a punto de abandonar la habitación cuando Juan Cruz la detuvo.

—¿Cómo está ella? —preguntó.

La joven soltó un resuello de hartazgo antes de responder.

—Como loca, patrón. Desde que usted ya no va a la casa, la señorita Cloé está como loca. No hace más que preguntarme por usted. Quiere que le diga dónde nos encontramos. Ella sabe que usted me entrega el dinero todos los meses a mí, por eso me pregunta, patrón. Pero yo no le digo nada, ni una palabra.

Esperó unos segundos antes de irse; tal vez el patrón deseara preguntarle algo más. Pero de Silva dio media vuelta y se dirigió a la ventana. Desde allí divisó la Plaza de la Victoria y la Recova Nueva. Era un hervidero de gente, algunos comprando, otros vendiendo, todos entre medio de los perros y los caballos. Un desquicio. Quería regresar pronto a La Candelaria; allí encontraba paz. Cuando se volvió, Paolina ya no estaba.

Decidió tomar un baño. Siempre regresaba a su casa con olor a caballo y todo sudado; no le gustaba que Fiona lo viera así; menos aún, que lo abrazara y lo besara. Cerró los ojos, inspiró profundamente, y se entregó a pensar en ella, lleno de gozo. A pesar de lo de la escuelita, ella no había cambiado con él. Aunque no dejaba de dar rienda suelta a su carácter irlandés cada vez que podía, seguía bien dispuesta, y cada vez más cariñosa. Por otra parte, pensó, ¿qué sería de su vida sin su Fiona aguerrida y mordaz? Nada, se dijo.

La tina estaba lista. Se deslizó dentro de ella, hasta relajarse por completo. El agua tibia era un placer. Deseó que Fiona estuviera allí en ese instante, bañándose con él. La piel se le erizó de sólo pensarlo. Se imaginó enjabonándole la espalda, el cuello, los senos. Su mente recordó esos pezones rosados y traslúcidos endurecidos por la excitación. Sintió la erección y se estremeció.

La puerta de la habitación se abrió de golpe. De Silva regresó de sus fantasías y se encontró con Cloé, bajo el dintel. En un acto reflejo, se puso de pie; la mujer cerró la puerta y avanzó hacia él.

—¿Pensando en mí, tal vez? —preguntó, sarcástica, con la vista puesta en el miembro erecto.

El rostro de Juan Cruz se demudó. Manoteó una toalla y se cubrió. Cloé no podía creer que estuviese tan avergonzado, y se rió a carcajadas.

—¿Qué haces aquí? —la increpó de Silva de mal modo, ya fuera de la tina. Trató de recomponerse. No le gustaba que lo vieran alterado. No le gustaba que supieran lo que sentía, ni lo que pensaba.

—¿Cómo que qué hago aquí? —exclamó la mujer, haciéndose la sorprendida—. Vengo a verte. Hace tiempo que no visitas la casa. Te extraño, mi amor. —Había abandonado el gesto pícaro, cambiándolo por otro, cargado de deseo. Se acercó a él y le apoyó las manos sobre el torso mojado—. Estás irresistible —le dijo al oído, mordisqueándole el cuello.

De Silva permanecía de pie, con los brazos al costado del cuerpo. El contacto íntimo con la mujer lo molestó. De hecho, lo llenó de rabia. ¿Qué hacía ella ahí? ¿Cómo había llegado? ¡Claro! Siguió a Paolina. ¡Negra estúpida! Le había dicho que tuviera cuidado.

—Suéltame, Cloé —ordenó, apartándola de él.

—Antes te enloquecía que te tocara. ¿Lo recuerdas?

Otra vez se abalanzó sobre él, rodeándolo con los brazos, besándole el pecho. Le quitó la toalla que lo envolvía y le acarició el trasero. Un súbito calor envolvió el cuerpo de Juan Cruz, llenándolo de deseo, pero el rostro de su esposa se le presentó y se deshizo de Cloé con rudeza. Tomó la toalla del suelo y volvió a cubrirse.

—Pero, ¡qué te pasa! —vociferó la mujer, furiosa.

—Te dije hace tiempo que lo nuestro no puede ser. Por lo visto no me entendiste. ¡Ahora te lo repito! Lo nuestro se acabó, y basta.

Cloé le propinó una bofetada, con el gesto alterado por la rabia. Juan Cruz apretó los dientes para contenerse. Habría querido estrangularla. Con lentitud, volvió la cara hasta encontrarse con los ojos de la mujer.

—Perdóname, mi amor, perdóname —farfulló Cloé, con las manos sobre el pecho y la mirada llorosa.

De Silva no dijo nada. Se apartó de ella y, encaminándose a la cama, comenzó a vestirse.

—No puedes dejarme, Juan Cruz, yo te amo.

De Silva pensó que la habría admirado más si se hubiera ahorrado la súplica, y hubiera abandonado para siempre su vida. Esa mujer se estaba convirtiendo en un peligro. Era del tipo cruel y ladino, y ahora estaba herida en su orgullo. Todo eso, junto, era de cuidado. La conocía bien, la sabía capaz de mucho. Era un enemigo para respetar.

—Cloé, yo jamás te prometí nada. Tú sabías que lo nuestro podía terminar tal como había comenzado, de un día para el otro.

—Pero yo me enamoré de ti, ¿no entiendes? No puedo vivir si no te siento a mi lado, Juan Cruz.

Ojalá Fiona le dijera esas cosas. No, ella nunca se las diría, aunque él lo deseara más que ninguna otra cosa en este mundo. En cambio se las decía una mujer de la cual ya no sabía como deshacerse sin armar un escándalo. Un escándalo con una puta, pensó, sería el fin de su matrimonio. Fiona jamás se lo perdonaría, y la sociedad de Buenos Aires tampoco. Pero, ¡al diablo con la sociedad! Lo único que le importaba era su esposa. Ella jamás debía enterarse de la existencia de Cloé.

—No entiendo, Juan Cruz, ¿por qué no podemos vernos?

—Ya te lo dije; ésta es una ciudad muy pequeña, aquí todo se sabe. Y a mí no me conviene un escándalo en este momento. Sería como echar mis planes por la borda —respondió Juan Cruz, sin mirarla, acomodándose el cuello frente al espejo.

—¡Mentira! ¡Eso es una mentira! —gritó como loca Cloé.

De Silva la atisbo por el espejo; lo que vio no le gustó. Eran la mirada y el gesto de una persona desquiciada.

—¡Lo que pasa es que te enamoraste de la bienuda ésa! ¡Maldita chiquilla del demonio!

—¡Baja el tono de voz, estúpida!

De Silva se le acercó rápidamente y, tomándola por el codo, la sacudió con fuerza.

—Sí —afirmó Cloé, mirándolo a los ojos—. Te enamoraste de ella como un jovenzuelo inexperto. Yo te conozco, Juan Cruz de Silva. El escándalo y la sociedad te importan un bledo. ¡Te cagas en ellos! Pero la imbécil ésa, la Fiona maldita, ésa te trae como loco. Estás completamente enamorado de ella.

Cloé comenzó a reír convulsivamente. Sus carcajadas eran enfermizas, tenía los ojos muy abiertos y una expresión de locura que no se le borraba de la cara.

—¡Qué estupideces dices, mujer! —exclamó de Silva, soltándola con torpeza.

—¿Estupideces? ¿Qué estupideces? Es la pura verdad.

Se hizo un silencio incómodo. Cloé no le quitaba la vista de encima. Él, en cambio, miraba para otro lado.

—¿Sabes? —empezó a decir Cloé con voz más calma—. Estuve averiguando acerca de tu Fionita adorada.

Juan Cruz se volvió con el rostro desencajado.

—Sí. Me dijeron que es una preciosura, pero que no le gusta que la lleves a la cama. Algunos de los altercados que tuviste con ella por eso llegaron hasta aquí, queridito. ¡Ay, la servidumbre...! ¡Un mal necesario! —exclamó, con gesto de artista—. No es tan linda como dicen, en realidad. Unos domingos atrás tuve que aguantarme una misa completa en el Socorro para conocerla.

BOOK: Bodas de odio
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