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Authors: Guillermo Martínez

Borges y la Matemática (5 page)

BOOK: Borges y la Matemática
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¿Qué pasa cuándo uno escribe en una lengua marginal? Sobre estas cuestiones reflexiona Gombrowicz en su Diario y la cultura argentina le sirve de laboratorio para experimentar sus hipótesis.

En este punto, Borges y Gombrowicz se acercan. Basta pensar en uno de los textos fundamentales de la poética borgeana:
El escritor argentino y la tradición
. ¿Qué quiere decir la tradición argentina? Borges parte de esa pregunta y el ensayo es un manifiesto que acompaña la construcción ficcional de
El Aleph
, su relato sobre la escritura nacional. ¿Cómo llegar a ser universal en este suburbio del mundo? ¿Cómo zafarse del nacionalismo sin dejar de ser 'argentino' (o 'polaco')? ¿Hay que ser 'polaca' (o 'argentino') o resignarse a ser un 'europeo exiliado' (como Gombrowicz en Buenos Aires)?

Digamos que los ejemplos que prodiga Borges no son cualesquiera, son ejemplos siempre prestigiosos de alguna tradición universal, están elegidos dentro de esta estrategia de inserción de sus textos en lo universal. De algún modo, siempre está ese complejo que acompaña a Borges: se resigna a escribir sobre los suburbios porteños y sobre compadritos, pero se preocupa por demostrar, a veces con ironía (llama, por ejemplo, a su Irineo Funes un «Zarathustra cimarrón y vernáculo»), que su «destino sudamericano» es un avatar legítimo de cualquier universalidad. En la elección de ejemplos juega siempre este elemento de cosmopolitismo.

Lo genérico y lo concreto en la formación de conceptos

El tema de lo abstracto y lo concreto tenía un particular interés teórico para Borges, y lo convirtió en tema también de sus cuentos. En un momento de
Funes el memorioso
se dice:

Una circunferencia en un pizarrón, un triángulo rectángulo, un rombo, son formas que podemos intuir plenamente; lo mismo le pasaba a Irineo con las aborrascadas crines de un potro, con una punta de ganado en una cuchilla, con el fuego cambiante y la innumerable ceniza, con las muchas caras de un muerto en un largo velorio. No sé cuántas estrellas veía en el cielo.

Este mismo pasaje lo cita Oliver Sacks en su ensayo
Los gemelos
(dentro de su extraordinario libro
El hombre que confundió a su mujer con un sombrero
, Anagrama), cuando reflexiona sobre la inteligencia y la memoria. Ese ensayo, y en realidad todo el libro, aportan un costado imprevisto, neurofisiológico, a esta discusión filosófica. Para Funes, nos dice Borges, lo concreto y lo abstracto son lo mismo. Lo concreto no llega a consolidarse, a despojarse, a decantarse en lo abstracto. Todo es un mismo plano. Por eso puede concebir un sistema de numeración que tiene veinte mil símbolos. Se dice sobre este proyecto:

Locke, en el siglo
XVIII
, postuló (y reprobó) un idioma imposible en el que cada pájaro y cada rama tuviera un nombre propio; Funes proyectó alguna vez un idioma análogo, pero lo desechó por parecerle demasiado general, demasiado ambiguo. En efecto, Funes no sólo recordaba cada hoja de cada árbol, de cada monte, sino cada una de las veces que la había percibido o imaginado. (...) Los dos proyectos que he indicado (un vocabulario infinito para la serie natural de los números, un inútil catálogo mental de todas las imágenes del recuerdo) son insensatos, pero revelan cierta balbuciente grandeza. Nos dejan vislumbrar o inferir el vertiginoso mundo de Funes. Éste, no lo olvidemos, era casi incapaz de ideas generales, platónicas. No sólo le costaba comprender que el símbolo genético 'perro' abarcara tantos individuos dispares de diversos tamaños y de diversas formas; le molestaba que el perro de las tres y catorce (visto de perfil) tuviera el mismo nombre que el perro de las tres y cuarto (visto de frente). Su propia cara en el espejo, sus propias manos, lo sorprendían cada vez.

Y finalmente dice:

Había aprendido sin esfuerzo el inglés, el francés, el portugués, el latín. Sospecho, sin embargo, que no era muy capaz de pensar. Pensar es olvidar diferencias, es generalizar, abstraer. En el abarrotado mundo de Funes no había sino detalles, casi inmediatos.

Esta idea, la de que «pensar es olvidar diferencias, es generalizar, abstraer», puede vincularse con un texto que se encontró entre los papeles póstumos de Nietzsche sobre la formación de la lógica en el cerebro humano, justamente, como un indicio del triunfo de la bestialidad, o de la parte instintiva, la parte que reacciona rápidamente e iguala cosas que son en principio diferentes. En las épocas primitivas el hombre que sobrevivía era el que podía admitir que el lobo que lo iba a atacar visto a las tres y cuarto de frente era más o menos lo mismo que el lobo que lo iba a atacar a las tres y dieciséis visto de perfil, ¿no es cierto? Y quizá el Funes de aquella época moría en el intento de establecer las sutiles diferencias. Lo que quiero decir es que podría haber un principio dialéctico en la igualación formal, que está en el origen de la lógica. Que la identidad formal, y la lógica, quizá se originen de su exacto opuesto.

Lo genérico y lo concreto en la escritura

Sobre la cuestión de lo genérico y lo concreto, hay también consecuencias interesantes en cuanto al estilo, que se recogen en este número del suplemento cultural de
Clarín
dedicado a Carlos Mastronardi (Clarín, 15/02/2003). En un momento, Mastronardi anota sobre Borges: «Siente y sufre como pocos esta dramática aporía del escritor, un idioma genérico o vago para una realidad minuciosa, diferenciada, singular».

El tema de lo genérico versus lo concreto es uno de los temas cruciales para cualquier escritor. Es un tema, digamos, de todos los días. Una cuestión de difíciles equilibrios: con cuánto detalle describir un personaje, hasta dónde delimitarlo, hasta dónde dejar que la imaginación del lector lo complete. Borges tenía su propia idea, uno puede oponer, por ejemplo, Borges con Saer en este sentido, o Borges con la preocupación de Nabokov por los preciosos detalles. Borges prefería asentar pocos detalles, diría yo, y dejar que el lector armara las figuras por sí mismo. Hay un artículo, en realidad es la reseña de una novela de Norah Lange (
45 días y treinta marineros
), donde Borges dice:

El problema central de la novela es la causalidad. Si faltan pormenores circunstanciales, todo parece irreal; si abundan (como en las novelas de Bove o en el
Huckleberry Finn
de Mark Twain), recelamos de esa documentada verdad y de sus detalles fehacientes. La solución es ésta: Inventar pormenores tan verosímiles que parezcan inevitables, o tan dramáticos que el lector los prefiera a la discusión.

Más de una vez Borges dijo sobre sus propios cuentos que prefería situarlos en épocas relativamente lejanas, de modo que los detalles fueran difíciles de comprobar, y el lector pudiera creerlos más o menos a ciegas, lo cual sigue ese mismo propósito: lograr la suspensión de la duda. En otra de sus anotaciones Mastronardi dice:

En la narrativa, observa Borges, no conviene dar todos los hechos psicológicos. Los censos minuciosos más bien conspiran contra la impresión de realidad que buscamos. Según Borges, lo sensato es identificarse con la intimidad de los personajes para mostrarlos después mediante algunos signos o trazos decisivos. Entiende que las oportunas omisiones los presentan más vívidos y concretos ante los ojos del lector.

La operación de abstracción

Bien, quiero dar ahora un primer ejemplo sobre la afirmación que dejamos en suspenso la clase anterior, sobre el método con el que Borges rastrea los temas de sus cuentos, acumula ejemplos, los compara, abstrae la forma general y suministra finalmente, como una variante más, su propia ficción. Seguiremos en esto un ensayo que se llama
Laberintos
(también en
Textos recobrados
).

Voy a leer entresacando algunas partes. Dice así:

El concepto de laberinto —el de una casa cuyo descarado propósito es confundir y desesperar a los huéspedes— es harto más extraño que la efectiva edificación o la ley de esos incoherentes palacios. El nombre, sin embargo, proviene de una antigua voz griega que significa los túneles de las minas, lo que parece indicar que hubo laberintos antes que la idea de laberinto. Dédalo, en suma, se habría limitado a la repetición de un efecto ya obtenido por el azar. Por lo demás basta una dosis tímida de alcohol —o de distracción— para que cualquier edificio provisto de escaleras y corredores resulte un laberinto (...) El reciente libro de Thomas Ingram (...) es quizá la primera monografía consagrada a ese tema. [En un apéndice] trata de fijar 'los inmutables y genuinos principios que el arquitecto-jardinero debe observar en todo laberinto'. Esos principios se reducen a uno: la economía. Si el espacio es vasto, el dibujo debe ser simple; si es reducido los rodeos son menos intolerables.

Y a continuación agrega, citando a Ingram:

Con dos millas cuadradas de terreno y doscientas bifurcaciones, curvas y ángulos rectos, el último chapucero es capaz de un buen laberinto. El ideal es el laberinto psicológico, el fundado, digamos, en la creciente divergencia de dos caminos que el explorador o la víctima supone paralelos.

Fíjense cómo Borges hace girar y moldea y estira la idea de laberinto. Parte de la definición más rudimentaria, de la etimología, pero inmediatamente observa que la idea de laberinto no necesariamente depende del edificio, de la construcción en sí, sino, a veces, del estado psicológico de la persona. A continuación incorpora un requisito estético: un laberinto no puede ser un galimatías. Esto, de nuevo, encuentra una analogía con la exploración de las ideas matemáticas. Los matemáticos no aprueban cualquier teorema, no les da lo mismo cualquier resultado. Siempre tienen en cuenta ciertas consideraciones estéticas. Una buena solución en matemática no es cualquier solución, tiene que tener cierta belleza, tiene que regularse de acuerdo con ciertos criterios de economía, de dosificación de herramientas, etc. En matemática se suele decir: no se puede matar a un mosquito con una bazooka. Ésta es la misma idea que la de las millas cuadradas de terreno con doscientas bifurcaciones.

Ahora, en un nuevo nivel de abstracción. Borges dice: «El laberinto ideal sería un camino recto y despejado de una longitud de cien pasos donde se produjera el extravío por alguna razón psicológica». La intención, como vemos, es llegar a la máxima simplicidad, pero sin perder lo esencial de la noción de laberinto: el extravío. «No lo conoceremos en esta tierra» —dice— «pero cuanto más se aproxime nuestro dibujo a ese arquetipo clásico y menos a un mero caos arbitrario de líneas rotas, mejor. Un laberinto debe ser un sofisma, no un galimatías». Reencontraremos otra vez esta idea, vinculada a la paradoja de Aquiles y la tortuga, al final del cuento
La muerte y la brújula
.

A continuación, se repasan en el artículo algunos de los laberintos más famosos, incluido el de Creta. Finalmente, dice Borges: «Del primer apéndice de la obra copiamos una breve leyenda arábiga traducida al inglés por Sir Richard Burton. Se titula
Historia de los dos reyes y los dos laberintos
».

Aquí se verifica acabadamente la tesis de Lucila Pagliai sobre la matriz ensayística de la obra de Borges. Borges, dentro de este ensayo, delimita las ideas principales, encuentra la generalización que le interesa y escribe, como si fuera todavía prolongación del ensayo, uno de sus propios cuentos. Porque
Historia de los dos reyes y los dos laberintos
es en realidad un cuento suyo. Lo leo:

Cuentan los hombres dignos de fe (pero Alá sabe más) que en los primeros días hubo un rey de las islas de Babilonia que congregó a sus arquitectos y magos y les mandó construir un laberinto tan complejo y sutil que los varones más prudentes no se aventuraban a entrar, y los que entraban se perdían. Esa obra era un escándalo, porque la confusión y la maravilla son operaciones propias de Dios y no de los hombres. Con el andar del tiempo lo vino a visitar un rey de los árabes, y el rey de Babilonia (para hacer burla de la simplicidad de su huésped) lo hizo penetrar en el laberinto, donde vagó afrentado y desesperado los días y las noches. Al final imploró el socorro divino y dio con la puerta. Sus labios no profirieron queja ninguna pero le dijo al rey de Babilonia que él en Arabia tenía un laberinto mejor, y que si Dios era servido se lo daría a conocer algún día. Luego regresó a Arabia, juntó sus capitanes y sus alcaides y estragó los reinos de Babilonia, con tan venturosa fortuna que derribó sus castillos, rompió sus gentes e hizo cautivo al mismo rey. Lo amarró encima de un camello veloz y la llevó al desierto. Cabalgaron tres días y le dijo: «En Babilonia me quisiste perder en un laberinto con muchas escaleras, puertas y muros. Ahora el Poderoso ha tenido a bien que te muestre el mío, donde no hay escaleras que subir ni puertas que forzar ni fatigosas galerías que recorrer ni muros que te veden el paso». Luego desató las ligaduras y lo abandonó en mitad del desierto donde pereció de hambre y sed. La gloria sea con Aquél que no muere.

Yo creo que acabamos de presenciar una típica operación matemática: la abstracción absoluta del concepto de laberinto y la demostración de que un laberinto también puede ser un desierto. Esta operación de abstracción es uno de los procedimientos recurrentes de tipo matemático en la obra de Borges.

Doy un segundo ejemplo, en otro artículo del mismo libro que se llama
Diálogos del asceta y el rey
. Exactamente el mismo tipo de procedimiento:

Un rey es una plenitud, un asceta es nada o quiere ser nada. A la gente le gusta imaginar el diálogo de esos dos arquetipos. He aquí unos ejemplos derivados de fuentes orientales y occidentales.

Borges empieza a mencionar distintos ejemplos, como el de Diógenes.

El sexto incluye otra versión de nadie ignorada cuyos protagonistas son Alejandro y Diógenes el cínico. Llegó aquel a Corinto para dirigir la guerra contra los persas y fueron todos a mirarlo y a agasajarlo. Diógenes no se movió de su arrabal y ahí Alejandro lo encontró una mañana tomando el sol. «Pídeme lo que quieras», dijo Alejandro. Y el otro desde el suelo le pidió que no le hiciera sombra.

Luego comenta una novela llamada
Preguntas de Milinda
, en donde el rey finalmente se transmuta en el asceta, toma los hábitos del asceta. Déjenme leer solamente este párrafo:

Al vestir el hábito del asceta el rey en esta tercera versión parece confundirse con él, y nos recuerda a aquel otro rey de la epopeya sánscrita que deja su palacio y pide limosna por las calles y de quien son estas vertiginosas palabras: «Desde ahora no tengo reino o mi reino es ilimitado. Desde ahora no me pertenece mi cuerpo o me pertenece toda la tierra».

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