Colorantes
Cuando en la primera mitad del siglo xix hombres como Berthelot (véase pág. 103) empezaron a unir moléculas orgánicas, estaban ampliando drásticamente los límites aceptados de su ciencia. En lugar de limitar sus investigaciones al entorno físico existente, estaban comenzando a imitar la creatividad de la naturaleza, y sobrepasar a ésta iba a ser sólo cuestión de tiempo. En cierto modo, el trabajo de Berthelot con algunas de sus grasas sintéticas marcó un comienzo en este sentido pero todavía quedaba mucho por hacer.
La incompleta comprensión de la estructura molecular confundía a los químicos orgánicos del siglo xix, pero el progreso de la ciencia era tan irresistible, que al menos en un episodio significativo esta deficiencia resultó ser una ventaja.
Por aquella época (la década de 1840) existían pocos químicos orgánicos de renombre en Gran Bretaña, y August Wilhelm von Hofmann (1818-92), que había trabajado bajo la dirección de Liebig (véase pág. 108), fue importado a Londres desde Alemania. Como ayudante se le asignó, algunos años más tarde, a un estudiante muy joven, William Henry Perkin (1838-1907). Un día, en presencia de Perkin, Hofmann especulaba en voz alta sobre la posibilidad de sintetizar quinina, el valioso antimalárico. Hofmann había realizado investigaciones sobre los productos obtenidos del alquitrán de hulla (un líquido negro y espeso obtenido al calentar carbón en ausencia de aire), y se preguntaba si sería posible sintetizar quinina a partir de un producto del alquitrán de hulla como la anilina. La síntesis, si pudiese llevarse a cabo, constituiría un gran éxito, decía Hofmann; liberaría a Europa de su dependencia de los remotos trópicos para el aprovisionamiento de quinina.
Perkin, totalmente enardecido, se fue a casa (donde tenía un pequeño laboratorio propio) para emprender la tarea. Si él o Hofmann hubiesen conocido mejor la estructura de la molécula de quinina, habrían sabido que la tarea era imposible para las técnicas de mediados del siglo xix. Afortunadamente, Perkin lo ignoraba y, aunque fracasó, consiguió algo quizá más importante.
Durante las vacaciones de Pascua de 1856, había tratado la anilina con dicromato potásico y estaba a punto de desechar la mezcla resultante como si fuera un nuevo fracaso, cuando sus ojos percibieron un reflejo púrpura en ella. Añadió alcohol, que disolvió algo del preparado y adquirió un hermoso color púrpura.
Perkin sospechó que tenía ante sí un colorante. Dejó la escuela y utilizó algún dinero de la familia para montar un taller. Al cabo de seis meses, obtenía lo que llamó «púrpura de anilina». Los tintoreros franceses aclamaron el nuevo tinte y denominaron al color «malva». Tan popular llegó a hacerse dicho color, que este período de la historia se conoce como «la década malva». Perkin, habiendo fundado la vasta industria de los
colorantes sintéticos
, pudo retirarse, en plena opulencia, a los treinta y cinco años.
No mucho después de la original proeza de Perkin, Kekulé y sus fórmulas estructurales proporcionaron a los químicos orgánicos un mapa del territorio, por así decirlo. Utilizando este mapa, podían crear esquemas lógicos de reacción, métodos razonables para alterar una fórmula estructural paso a paso, con el fin de convertir una molécula en otra. Se hizo posible sintetizar nuevas sustancias químico-orgánicas, no ya por accidente, como el triunfo de Perkin, sino deliberadamente.
Con frecuencia las reacciones conseguidas recibían el nombre de su descubridor. Por ejemplo, un método para añadir dos átomos de carbono a una molécula, descubierto por Perkin, se denomina la
reacción de Perkin;
otro método para romper un anillo conteniendo un átomo de nitrógeno, descubierto por el maestro de Perkin, se llama la
degradación de Hofmann.
Hofmann regresó a Alemania en 1864, y allí se lanzó al nuevo campo de la química orgánica de síntesis que su joven discípulo había inaugurado. Contribuyó a fundar lo que, hasta la Primera Guerra Mundial, siguió siendo casi un monopolio alemán en su especialidad.
Los tintes naturales se duplicaban en el laboratorio. En 1867, Baeyer (el de la «teoría de las tensiones») comenzó un programa de investigación que posteriormente condujo a la síntesis del
índigo.
Esta conquista, a largo plazo, iba a desplazar del mercado a las extensas plantaciones de índigo del lejano Oeste. En 1868 un estudiante discípulo de Baeyer, Karl Graebe (1841-1927), sintetizó la alizarina, otro importante colorante natural.
Sobre todos estos éxitos se fundaron el arte y la técnica de la química aplicada, que en las últimas décadas ha afectado tan radicalmente nuestras vidas y que no deja de progresar a pasos agigantados. Se ha desarrollado una serie interminable de nuevas técnicas para alterar las moléculas orgánicas, y para examinar algunas de las más importantes es preciso que nos desviemos un poco de la corriente principal de la teoría química. Hasta este momento nuestro relato se ha prestado a una narrativa directa y una línea de desarrollo clara, pero en este capítulo y el próximo tendremos que discutir algunos avances individuales cuya escasa relación mutua salta a la vista inmediatamente. Toda vez que estos avances constituyen las aplicaciones de la química a las necesidades humanas, son esenciales para nuestra breve historia de esta ciencia, aunque pueda parecer que se separan de la corriente principal. En los últimos tres capítulos volveremos a la clara línea de desarrollo teórico.
Medicamentos
Compuestos naturales de complejidad cada vez mayor fueron sintetizados después de Perkin. Desde luego, la sustancia sintética no podía competir económicamente con el producto natural, excepto en casos relativamente raros, como el del índigo. Pero la síntesis servía normalmente para establecer la estructura molecular, y esto es algo que posee siempre un gran interés teórico (y a veces práctico).
Veamos algunos ejemplos. El químico alemán Richard Willstátter (1872-1942) estableció cuidadosamente la estructura de la
clorofila
, el catalizador vegetal que absorbe la luz y hace posible la utilización de la energía solar en la producción de carbohidratos a partir de dióxido de carbono.
Dos químicos alemanes, Heinrich Otto Wieland (1877-1957) y Adolf Windaus (1876-1959), determinaron la estructura de los
esferoides
y compuestos derivados. (Entre los esteroides se hallan muchas hormonas importantes.) Otro químico alemán, Otto Wallach (1847-1931), dilucidó afanosamente la estructura de los
terpenos
, importantes aceites vegetales (una conocida muestra de los cuales es el mentol), mientras que un cuarto, Hans Fischer (1881-1945), determinó la estructura del
hemo
, la materia colorante de la sangre.
Vitaminas, hormonas, alcaloides, todos ellos han sido investigados en el siglo xix, y en muchos casos se determinó la estructura molecular. Por ejemplo, en los años treinta, el químico suizo Paul Karrer (1889-1971) estableció la estructura de los
carotenoides
, importantes pigmentos vegetales con los que se relaciona estrechamente la vitamina A.
El químico inglés Robert Robinson (1886-1975) se dedicó sistemáticamente a los alcaloides. Su mayor éxito fue descubrir la estructura de la
morfina
(excepto un átomo, que era dudoso) en 1925, y la estructura de la
estricnina
en 1946. Posteriormente, el trabajo de Robinson fue confirmado por el químico americano Robert Burns Woodward (1917-1979), que sintetizó la estricnina en 1954. Woodward comenzó a cosechar triunfos en la síntesis cuando él y su colega americano William von Eggers Doering (n. 1917) sintetizaron la
quinina
en 1944. Es éste el compuesto cuya búsqueda a ciegas por Perkin había dado resultados tan magníficos.
Woodward pasó luego a sintetizar moléculas orgánicas más complicadas, entre las que se incluye el
colesterol
(el más corriente de los esteroides) en 1951, y la
cortisona
(una hormona esteroidea) en el mismo año. En 1956 sintetizó la
re-serpina
, el primer tranquilizante, y en 1960 la clorofila. En 1962 Woodward sintetizó un compuesto complejo relacionado con la acromicina, un antibiótico muy conocido.
Trabajando en otra dirección, el químico ruso-americano Phoebus Aaron Theodor Levene (1869-1940) había deducido las estructuras de los
nucleótidos
, que servían como ladrillos para la construcción de las moléculas gigantes que son los ácidos nucleicos. (Hoy día se sabe que los ácidos nucleicos controlan la actividad química del cuerpo.) Sus conclusiones fueron completamente confirmadas por el trabajo del químico escocés Alexander Robertus Todd (n. 1907), que sintetizó los diferentes nucleótidos, así como compuestos derivados, en los años cuarenta y principios de los cincuenta.
Algunas de estas sustancias, especialmente los alcaloides, poseían propiedades medicinales, y por ello se agrupan bajo el título general de
medicamentos.
A principios del siglo xix se demostró que los productos enteramente sintéticos podían tener dicha utilización, y de hecho se revelaron como medicamentos valiosos.
La sustancia sintética
arsfenamina
fue utilizada en 1909 por el bacteriólogo alemán Paul Ehrlich (1854-1915) como agente terapéutico contra la sífilis. Se considera que esta aplicación fundó el estudio de la
quimioterapia
, el tratamiento de las enfermedades utilizando productos químicos específicos.
En 1908 fue sintetizado un nuevo compuesto denominado
sulfanilamida
, que se sumó al gran número de productos sintéticos que se conocían pero que carecían de usos determinados. En 1932, a través de las investigaciones del químico alemán Gerhard Domagk (1895-1964), se descubrió que la sulfanilamida y algunos compuestos derivados podían utilizarse para combatir diversas enfermedades infecciosas. Pero, en este caso, los productos naturales alcanzaron y sobrepasaron a los sintéticos. El primer ejemplo fue
la penicilina
, cuya existencia descubrió accidentalmente en 1928 el bacteriólogo escocés Alexander Fleming (1881-1955). Fleming había dejado un cultivo de gérmenes estafilocócicos sin cubrir durante algunos días, al cabo de los cuales halló que se había enmohecido. Una circunstancia inesperada le hizo fijarse con más atención. Alrededor de cada partícula de espora del hongo aparecía un área clara en la que el cultivo bacteriano se había disuelto. Investigó el asunto hasta donde pudo, sospechando la presencia de una sustancia antibacteriana, pero las dificultades de aislar el material le derrotaron. La necesidad de medicamentos que combatiesen las infecciones durante la Segunda Guerra Mundial se tradujo en un nuevo y masivo abordamiento del problema. Bajo la dirección del patólogo anglo-australiano Howard Walter Florey (1898-1968) y el bioquímico angloalemán Ernst Boris Chain (1906-79), se aisló la
penicilina
y se determinó su estructura. Era el primer
antibiótico
(«contra la vida», en el sentido de vida microscópica, desde luego). Hacia 1945, un proceso de cultivo de hongos y concentración del producto rendía media tonelada de penicilina al mes.
Los químicos aprendieron en 1958 a interrumpir la formación del hongo en su fase media, obtener el núcleo central de la molécula de penicilina, y después añadir a dicho núcleo varios grupos orgánicos que no se habrían formado de modo natural. Estos productos sintéticos tenían en algunos casos propiedades superiores a las de la propia penicilina. Durante los años cuarenta y cincuenta se aislaron de diversos hongos otros antibióticos, como la estreptomicina y la tetraciclina, que empezaron a usarse de inmediato.
La síntesis de complejos orgánicos no podía lograrse sin análisis periódicos que sirvieran para identificar el material obtenido en diferentes etapas del proceso de síntesis. Normalmente, el material disponible para los análisis era muy escaso, de modo que los análisis eran inciertos en el mejor de los casos, e imposibles muchas veces.
El químico austríaco Fritz Pregl (1869-1930) redujo con gran acierto el tamaño del equipo utilizado en los análisis. Obtuvo una balanza de suma precisión, diseñó finas piezas de vidrio, y hacia 1913 había ideado una eficaz técnica de
micro análisis.
Los análisis de muestras pequeñas, hasta entonces impracticables, se convirtieron ahora en un proceso muy exacto.
Los métodos clásicos de análisis implicaban normalmente la medición del volumen de una sustancia consumida en la reacción
(análisis volumétricos)
, o del peso de una sustancia producida en la reacción
(análisis gravimétrico).
A medida que avanzaba el siglo xx fueron introduciéndose métodos físicos de análisis que utilizaban la absorción de la luz, los cambios en la conductividad eléctrica y otras técnicas aún más reformadas.
Proteínas
Las sustancias orgánicas mencionadas en el apartado anterior están casi todas formadas por moléculas que existen como unidades simples, que no se rompen fácilmente con un tratamiento químico suave y que no se componen de más de cincuenta átomos, aproximadamente. Pero existen sustancias orgánicas formadas por moléculas que son auténticos gigantes, con miles e incluso millones de átomos. Tales moléculas no son nunca de naturaleza unitaria, sino que siempre están formadas a partir de «ladrillos» más pequeños.
Es fácil romper tales moléculas gigantes en sus unidades constitutivas con el fin de estudiar éstas. Levene lo hizo en su estudio de los nucleótidos, por ejemplo (véase pág. 178). Era natural tratar de estudiar también las moléculas gigantes intactas, y a mediados del siglo xix se dieron los primeros pasos en este sentido. El primero en hacerlo fue el químico escocés Thomas Graham (1805-1866), gracias a su interés por la
difusión
, esto es, la forma en que las moléculas de dos sustancias que han entrado en contacto se entremezclan. Empezó por estudiar la velocidad de difusión de los gases a través de agujeros pequeños o tubos delgados. Hacia 1831 logró demostrar que la velocidad de difusión de un gas era inversamente proporcional a la raíz cuadrada de su peso molecular
(ley de Graham).
Posteriormente, Graham pasó a estudiar la difusión de sustancias disueltas y descubrió que las soluciones de sustancias como sal, azúcar o sulfato de cobre eran capaces de atravesar una hoja de pergamino (probablemente con orificios submicroscópicos). En cambio, otros materiales disueltos como la goma arábiga, la cola o la gelatina no atravesaban el pergamino. Era claro que las moléculas gigantes del último grupo de sustancias no podían pasar a través de los orificios del pergamino.