Buenos Aires es leyenda 2 (23 page)

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Authors: Víctor Coviello Guillermo Barrantes

Tags: #Cuento, Fantástico

BOOK: Buenos Aires es leyenda 2
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Los ojos del religioso se abrieron desmesuradamente, lo cual aumentó el suspenso y nos confesó:

—No estaba preparado para semejante revelación. Para empezar, la puerta de calle estaba abierta y de adentro salía una considerable cantidad de polvo. Mabel no estaba sola. Una cuadrilla de obreros de la Municipalidad se gritaban unos a otros. Los temblores se incrementaron. Alguien, que parecía un capataz, indicó enérgicamente que cavaran. Sí, cavaran en el piso, en el medio del living. ¡Rápido! ¡Más rápido! El living se llenó más de polvo y de gritos. Encontré a Mabel aferrada a un rosario, parada detrás de una columna.

—¿Y qué pasó? —preguntamos y nos dimos cuenta de que estábamos también tensos.

—Antes, quiero dejar en claro muy bien algo: esto que les cuento no me lo relató nadie. Yo lo
vi
con mis propios ojos. Y para que vean que no miento, quiero que me citen con nombre y apellido. Al principio no veíamos nada porque estaba cortada la luz eléctrica, pero era evidente que en el suelo de la casa había algo. Volvió la luz —nunca supe si alguien la había cortado o qué— y tuvimos un panorama de lo que se mantenía oculto en el piso: un enorme, larguísimo reptil.

—Un fósil.

—Les puedo asegurar a ustedes que este «fósil» respiraba, hasta incluso, podíamos palpar su nerviosismo. La situación era ridícula: una especie de lagarto de casi de diez metros —contando la cola— debajo del comedor de una casa en plena capital. En ese momento no podía asociarlo con nada. Ahora podría encontrarle un cierto parecido al Dragón de Komodo.

Salimos del testimonio para comentar que la historia del Dragón de Komodo es de por sí mítica. Este lagarto prehistórico y que puede llegar a medir hasta cuatro metros y que pesa ciento cincuenta kilos, fue descubierto para el resto del mundo en plena Primera Guerra Mundial. Un piloto derribado con su avión y que nadó desesperadamente hasta la costa se encontró, según su testimonio, con «reptiles gigantes, monstruos horribles de la prehistoria». Cuando fue rescatado, contó su historia pero nadie le creyó. Finalmente, en 1926, y al mejor estilo
King Kong
, un norteamericano, de apellido Burden, organizó una expedición y efectivamente allí estaba, en una de las islas Komodo, pertenecientes a Indonesia. Fue apodado Dragón por la forma despiadada y feroz de devorar a sus víctimas. La escena, según se documenta, es impresionante. El dragón no mastica sus presas, las traga, apoyado en sus garras en medio de coletazos y bufidos.

¿Podría un animal semejante habitar en los suelos o subsuelos de Villa Crespo?

Con ese motivo, consultamos a Z
ACARÍAS
F. (paleontólogo).

—Los habitantes naturales de la zona eran principalmente Mastodontes, Megaterios y Gliptodontes. El Megaterio era del tamaño de un elefante pero con una particularidad: podía pararse en dos patas para descascarar la corteza de los árboles, por ejemplo. El Mastodonte era un gigante lanudo y muy similar a los elefantes actuales y su nombre era por la forma de sus dientes redondeados, en forma de mamas. Los Gliptodontes eran variantes de diferentes especies de armadillos, el equivalente actual a las mulitas o peludos. Alcanzaban los dos metros de largo.

Le preguntamos si guardaban alguna similitud con el Dragón de Komodo.

—Nada que ver. Estos animales eran básicamente herbívoros. En el caso de los Gliptodontes, además, tenían grandes uñas pero para escarbar el suelo en busca de raíces.

Le recordamos un hallazgo reciente de restos fósiles de Gliptodontes. El descubrimiento ocurrió en 2001, en la construcción del túnel de ampliación de la línea B del subterráneo, a doce metros de profundidad y a la altura de las avenidas Triunvirato y Tronador.

—Les completo los datos entonces: en la década del 30 y cuando empezaban a construir esa línea encontraron nada más y nada menos que un mamut debajo de Corrientes. Si no recuerdo mal, en el ochenta, un mastodonte en la excavación de un túnel subterráneo para provisión de agua. Igual, debo recordarles que se extinguieron hace 10.000 mil años. Por más que hubieran sufrido mutaciones, se deberían haber descubierto. Este animal al que ustedes se refieren, en apariencia anfibio, es una imposibilidad biológica.

Volvamos al relato del monseñor:

—Imagínense ustedes que por un momento todos nos quedamos sin saber qué hacer. Como dije antes, el animal respiraba y movía un poco su larguísima cola. Nadie sabía si intentaba moverse o había quedado atascado. A la media hora, llegaron los de la comisaría 25 y se quedaron tan impresionados como nosotros. Recuerdo que tuve la audacia de acercarme al ser. Todavía yo era muy joven y si bien había tenido experiencias sobrenaturales, la sola expectativa de encontrarme cara a cara con una bestia de semejantes características, me intimidaba. Vi sus ojos. ¡Parpadeaba! Eran ojos muy pequeños. Me disponía a efectuarle un examen más exhaustivo cuando alguien me apartó violentamente. «Perdóneme, padre», me dijo un hombre de traje y de gruesos bigotes negros, «pero a partir de ahora estamos a cargo». Después de esto, dio órdenes a otros vestidos como él, y a los de la Federal, para que formaran una especie de cordón alrededor del hallazgo. En todo momento daba la sensación de que sabían lo que hacían. Incluso el de bigote seguía unas anotaciones y daba instrucciones a partir de ahí. A los cinco minutos arribó otro grupo pero esta vez con unos lazos y algo parecido a rifles de aire comprimido. Pusieron una lona y no pudimos ver más nada. Escuchamos varios disparos secos y un ruido como a sierra. Más tarde, trajeron una caja de hierro y aparentemente se llevaron al enorme bicho. El de bigotes, antes de irse, habló con el capataz, con Mabel y conmigo. Era como ver esas viejas películas que pasaban cuando éramos más chicos, las típicas palabras que decían en casos así: «Por favor, les pedimos que no comenten una palabra de este… suceso porque cundiría el pánico en la población y eso no queremos que pase. ¿Entendido? Por si acaso, los estaremos observando». Dicho esto se fue sin saludar. Jamás supimos de dónde era.

Debíamos apoyar los dichos de Páleka profundizando en esa dirección. Recorrimos la zona aledaña al descubrimiento del llamado Dragón.

Primero indagamos, pero sin éxito, en la comisaría 25, de Scalabrini Ortiz al 1300. También en la escuela Provincia de Córdoba, que está casi pegada a la comisaría. Nadie conocía la historia. Probamos en casas particulares también y las respuestas fueron irreproducibles. Casi resignados y mientras revisábamos nuestras notas, posamos la vista sobre una tradicional y pintoresca confitería de la zona ubicada en Scalabrini Ortiz al 1200. De inmigrantes sirios, los descendientes de los originales dueños tratan de mantener las tradiciones.

Después de contarle la historia del monseñor, Karim, la joven dueña del lugar, palideció de repente. Lo único que le daba un poco de color eran sus enormes ojos negrísimos.

—Cuando yo era chica, mi abuela siempre me contaba historias increíbles, y adoraba
Las mil y una noches
. Se sabía noches completas. Era una actriz frustrada. Actuaba los relatos. Y me acuerdo que un día me dijo que el… —ella me lo decía en árabe— algo así como gusano o un reptil habitante de las entrañas de la tierra, estaba viniendo a alimentarse del mal de este mundo. Como mi abuelita estaba muy grande, pensé que se creía las historias que me contaba y no podía distinguir la realidad de la fantasía. Decía que por las noches lo sentía moverse silenciosamente. Que estaba más cerca del suelo y que había que purificarse. Tanto miedo tenía que tuvimos que empezar a acompañarla a la mezquita. Falleció a los tres meses.

La recorrida terminó en una obviedad y por demás cercana: La catedral de San Jorge (cristiana ortodoxa) en la misma cuadra. Cuenta la leyenda que San Jorge, patrono de Inglaterra, da muerte a un feroz dragón en la colina de Berkshire.

—No son los primeros que vienen con la historia de un dragón —afirmó un allegado al párroco, al que llamaremos Luis—. También hablan de Gárgolas. Lo único que puedo decirles es que en esos años (principios de los ochenta) me comentaron algunos rumores y, se sabe, este barrio tiene una mezcla multiétnica muy fuerte y cada uno trata de competir a ver quién tiene la mejor historia.

Lo que nos deja a punto para la última parte del relato del licenciado/monseñor Páleka:

—Lo que más nos perturbaba era el olor. Era algo orgánico pero también tenía una fuerte presencia vegetal, como a tierra mojada. Tenía miedo —aunque el que se entrega de cuerpo y alma al Señor nada teme—, era esa inquietud a lo extraño, a lo desconocido. Para ser sintético, Mabel y yo saltamos la lona que cubría la zona y nos deslizamos por el enorme agujero dejado por el cuerpo de esa criatura. Pensamos que nuestra posibilidad de asombro estaba colmada. Nos equivocamos: esa llaga que había en el subsuelo se continuaba en un túnel. Pedí a Mabel que trajera una linterna. En el túnel podía caber una persona o tal vez dos agachadas. Lo iluminé y la luz se perdía en él. Casi instantáneamente, volvimos a percibir ese olor ajeno a todo lo conocido. «Vamos, por favor, padre, salgamos de acá», me suplicó Mabel. Y le hice caso.

—¿Y qué pasó después?

—Por supuesto, Mabel no quería quedarse un segundo en esa casa. A los pocos días, volvió con otros obreros, cementaron el agujero y puso la propiedad en venta de inmediato. Cuando se fue del barrio, perdí el contacto con ella. Pero hay un detalle más que nunca dejó de impresionarme.

—¿Cuál?

—El túnel tenía una clara dirección hacia el lado del arroyo Maldonado.

El arroyo Maldonado. De sus inicios, este curso de agua que originariamente partía a Buenos Aires, tiene su memoria mítica. Le debe su nombre a una mujer que habría venido con el fundador de Buenos Aires, don Pedro de Mendoza. Como la mayoría de esos españoles, muertos de hambre y sed, la Maldonado se aventuró tierras adentro. Se detuvo en una laguna. No había comida pero se encontró con una puma muy débil a punto de parir. A pesar del cansancio y el hambre ayudó al animal a tener a sus crías. Como era tierra de indios fue hallada por éstos desmayada y sola. Bastante tiempo después fue rescatada de los indios por un pelotón español, pero como la Maldonado había aceptado vivir entre «salvajes sin alma» fue condenada a morir en medio de la llanura a merced de las fieras. Se la llevaron a las orillas de un arroyo distante y la ataron a un árbol. El peor de los finales. Esa noche, además de la sed y el hambre fue acechada por diferentes alimañas pero fue defendida por la puma que había ayudado a parir. A los tres días y seguros de haber cumplido la sentencia, los soldados volvieron para dar cristiana sepultura a la condenada. Pero para su sorpresa encontraron a la mujer, desfalleciente pero viva, y a sus pies, a la puma jugueteando con sus cachorritos. Los españoles le perdonaron la vida a la Maldonado y aprendieron la lección de «humanidad» de un animal.

Pasaron los siglos y ese arroyo con nombre de mujer se fue poblando de hechos y anécdotas. A medida que Villa Crespo albergaba las primeras olas inmigratorias, ese curso de agua que dividía lo que se denominaba el centro y los suburbios adquiría entidad propia.

A fines del siglo XIX se instalaba a la vera del Maldonado, sobre Rivera (ahora avenida Córdoba) la fábrica de tejidos de don Enrico Dell'Acqua. La fábrica empleaba en su planta permanente a más de mil quinientos obreros y poseía las más modernas máquinas para la manufactura de hilo, lana y algodón. Esto produjo una rápida urbanización lindera al Maldonado.

H
ONORIO
P., viejo vecino del barrio y sistemático recolector de datos, nos aportaría nuevas pistas a nuestro mito:

«Mi viejo laburó de pibe en la fábrica. En ese momento se permitía el trabajo infantil. Lo hacía en turnos de 6 a 8 horas. Gracias a eso, mi abuela podía parar la olla. En ese tiempo, se iba al arroyo con sus amigos a cazar sapos y tirarle piedras a la vieja Chucha. Una señora que vivía ahí nomás del arroyo y decían que era bruja.

»Cuando mi viejo tenía veinte años tocaba en una orquestita de tango. Quería estudiar y se ganaba unos mangos. No era un genio pero se las rebuscaba bien. En un baile conoció a mi vieja y para sorprenderla le contó la anécdota de la ballena».

Las crónicas hablan de que en 1903 un pescador de apellido Meilillo encontró una enorme ballena de alrededor de 30 metros y 200 toneladas en la desembocadura del Maldonado y la remolcó hasta Berazategui.

«A la anécdota le agregó algo: en realidad, según mi viejo, la ballena había sido muerta por otro animal monstruoso que vivía en el Río de la Plata. Pero que todo se había callado. Él lo sabía porque conocía al pescador y le había confesado ese secreto y, a partir de ese momento, el Maldonado se volvió la obsesión de mi padre. Todo lo que mencionaba al arroyo, mi padre lo juntaba. Incluso cada tanto se mandaba en busca de información para lo de Gleizer, la librería de don Manuel Gleizer que era un lugar frecuentado por artistas, sobre todo escritores, como el mismísimo Borges, Leopoldo Marechal, el orgullo del barrio, y el poeta Baldomero Fernández Moreno. Este enigmático poema, que les paso como un pequeño tesoro, lo improvisó el gran poeta después de una larga noche de tango:

Maldonado mugriento hilo de agua

mal habido nicho de basura maloliente

y esos bichos que

sinuosos en su andar

como los meandros infames de ese riacho maldito

exhiben su piel dura, resistente

y sus bocas afiladas.

Nadie sabe de dónde vienen

pero sí cómo acabarán:

devorados por el progreso de una ciudad sin sueños».

Don Honorio cuenta que él y su padre frecuentaban el Maldonado hasta que, y como si fuera el poema una profecía cumplida, se encontraron con las obras de entubamiento del arroyo.

«Mi pobre viejo no paró de llorar por tres días seguidos. "Los van a terminar matando", me decía. Nunca me quedó en claro a qué se refería realmente».

¿Se trataría del Dragón visto por Páleka?

Sentíamos la necesidad de conocer la mortaja del arroyo bien de cerca. Para ese cometido nos esperaba una visita al curso de agua domesticado a cargo del ingeniero E
VARISTO
J., como parte del programa «Buenos Aires bajo las baldosas». Éramos parte de un reducido grupo de no más de seis personas. Nos fueron entregados unos pilotos y unos cascos amarillos. Bajamos por una alcantarilla en avenida Juan B. Justo, que sigue los caprichos del viejo arroyo y fue construida arriba uniendo la capital con el gran Buenos Aires.

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