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Authors: Clayton Emery

Tags: #Fantástico, Aventuras

Cadenas rotas (48 page)

BOOK: Cadenas rotas
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—Quédatela —dijo, contestando a sus protestas llenas de asombro—. Por dentro es más grande de lo que parece, y contiene muchas cosas que descubrirás te son de gran utilidad en tu empresa. Yo no la necesito. Ya tengo todo lo que me hace falta.

Garth cogió a Rakel del brazo, sosteniendo en un precario equilibrio al niño que jugaba y se retorcía encima de sus hombros, y tiró suavemente de ella hasta que Rakel se apoyó en su costado.

—Adiós a todos —dijo.

—Adiós —dijeron el general del ejército y la guardiana de la magia.

Un giro de una delgada mano, y una nube de telarañas negras les rodeó. Cuando las telarañas cayeron al suelo, estaban vacías.

* * *

Gaviota salió de la tienda y se encontró a Lirio esperándole delante de la entrada.

—¿Y Rakel? ¿Se ha ido?

Gaviota asintió.

—Ha vuelto a la granja con su familia. Espero que sean felices.

—Yo también lo espero. —Lirio le cogió de la mano y le llevó lejos de la tienda y hasta más allá del perímetro del campamento—. Quiero que ella siga siendo feliz para poder disfrutar de ti.

Gaviota soltó una risita, pero enseguida se puso serio. El leñador entornó los ojos, intentando ver el rostro de Lirio bajo la pálida luz de la luna.

—¿Oh? ¿Has decidido que me amas, pero que antes y en primer lugar te amas a ti misma?

—Sí, y sí. Ahora que puedo volar, y cortar las cadenas que me unían a la tierra siempre que quiera hacerlo, me siento libre. Eso quiere decir que soy libre de enamorarme... de ti.

Gaviota sonrió.

—Me alegra que seas feliz.

—Lo sé. Eso es lo que te convierte en un hombre especial.

—¿Qué me convierte en un hombre especial?

Gaviota se detuvo y contempló la blancura de sus ropas y su rostro sumido en las sombras.

—Que te importa lo que sienten los demás..., y especialmente lo que yo siento. Quizá estuviera un poco confusa, pero siempre has sido paciente y has esperado mientras yo intentaba poner algo de orden en mi vida y en mi cabeza.

Gaviota se encogió de hombros, pero de repente Lirio estaba en sus brazos, estrechándole contra su pecho con todas sus fuerzas, y su perfumada cabellera le hacía cosquillas en la nariz.

—Voy a agarrarte muy fuerte, Gaviota, y nunca te soltaré. Nunca, nunca... Pero tú también tienes que abrazarme... Abrázame, por favor. A veces tengo la sensación de que estoy flotando y de que el viento se me llevará a la deriva.

—No se te llevará —murmuró Gaviota con dulzura—. Eres fuerte, y pura, y buena. Pero te abrazaré, y seguiré haciéndolo todo el tiempo que quieras.

—Y yo me conformaré con estar por aquí ayudando en lo que pueda, y con ser la amiguita del general.

Gaviota se rió.

—¿Qué te parecería ser la esposa del general?

La joven echó la cabeza hacia atrás.

—¡Oh, Gaviota! ¡Vaya pregunta!

—¿Querrás casarte conmigo?

Lirio le contempló en silencio durante unos momentos antes de responder.

—¿Te casarías con una ex bailarina y ex prostituta..., que ahora es una hechicera?

—No. Me casaría contigo, con la dulce y bondadosa Lirio. O... Eh, ¿cuál es tu verdadero nombre?

—Gracias por preguntarlo —dijo Lirio, y se rió—. Me llamo Tirtha, pero me gusta que me llames Lirio. —Apoyó la cabeza en su pecho y le abrazó con todas sus fuerzas—. Ningún hombre me había pedido que me casara con él.

—¿Quieres que vuelva a pedírtelo? —insistió Gaviota.

—¡No! Quiero decir... ¡Sí! ¡Sí, sí, sí, sí!

Lirio le besó, y Gaviota le devolvió el beso.

* * *

Amma despertó a Mangas Verdes en plena noche.

—¡Deprisa, querida! ¡Chaney se está muriendo!

Mangas Verdes se calzó a toda prisa las zapatillas y se envolvió los hombros con su capa y su chal, y fue corriendo a las tiendas del hospital. Chaney yacía delante de ellas, acostada sobre un lecho de ramas de abeto.

—Insistió en que la llevaran fuera —le explicó Amma en un susurro—. No quería morir dentro de una tienda.

Sus palabras desgarraron el alma de Mangas Verdes con una tremenda punzada de dolor, y la joven hechicera cayó de rodillas junto a las ramas cubiertas por mantas. A la luz de las velas, la anciana druida parecía todavía más pálida, marchita y llena de arrugas que nunca. Pero aquella suave claridad también mostró a Mangas Verdes que Chaney había sido muy hermosa cuando era joven..., quizá hacía siglos.

—Chaney, mi señora —dijo Mangas Verdes, empleando aquel antiguo tratamiento casi sin darse cuenta—. ¡No os vayáis! ¡Os necesitamos!

La anciana druida no abrió los ojos.

—Nos vamos cuando somos llamados, niña. Nadie puede detenerlo; sólo tratar de escapar durante algún tiempo..., aunque la ancianidad es un precio terrible.

Su ronco graznido habitual se había convertido en un susurro que recordaba el agitarse de los árboles bajo el viento.

—Pero, Chaney...

Mangas Verdes se echó a llorar.

La archidruida acarició la suave y cálida mano de la joven con su seca garra escamosa.

—Sabes muchas cosas, Mangas Verdes, y serás una archidruida mucho más grande que yo —murmuró—. Cantarán leyendas sobre ti hasta que los Dominios se derrumben sobre sí mismos y mueran entre las llamas. Dejarás atrás el ser druida y archidruida, para llegar a ser... No sé qué llegarás a ser. Utiliza tus talentos y el poder del cerebro de piedra con prudencia y sabiduría, y haz que los Dominios recuperen el equilibrio que han perdido. Pero no olvides nunca que la más insignificante de las hormigas es tan importante como tú... Ni más, ni menos que tú...

Mangas Verdes no sabía qué decir, y permaneció en silencio. Las lágrimas se deslizaron por sus mejillas y cayeron sobre sus manos unidas.

Chaney abrió los ojos y clavó la mirada en el cielo. Mangas Verdes alzó la vista hacia la ya casi esfumada hoz de la luna menguante.

—Me voy con la luna —murmuró la anciana druida—. Pero seguiré cuidando de ti y de los tuyos. Ahora bésame, niña, y aspira mi último aliento... Lo necesitarás.

Sollozando, Mangas Verdes besó aquellos labios secos y marchitos. Y mientras lo hacía, oyó que Chaney jadeaba y vio cómo su flácido y flaco pecho se iba hundiendo, y engulló la última esencia de la gran mujer.

Y se tambaleó, y sintió que le daba vueltas la cabeza.

Más potente que cualquier vino, más devastador que cualquier golpe y más terriblemente penetrante que cualquier dolor, Mangas Verdes se sintió llena de un maná como nunca había sabido que pudiera existir. Un aullido que abrasaba y cosquilleaba surgió de sus pulmones y se fue extendiendo por todo su cuerpo, llegando hasta los puntos chakra que había detrás de su frente y buscando los que se ocultaban en su pecho, sus riñones y su estómago. Todo su cuerpo vibró con la zumbante canción del poder. Oh, pero si había tanto poder que incluso podría llegar a mover montañas con...

—Se ha ido —declaró Amma.

Y, acordándose de los deseos de la agonizante, no colocó una manta sobre su rostro, y se limitó a depositar una guirnalda de acebo encima de su cuerpo.

Mangas Verdes sintió cómo la fortaleza huía de su cuerpo. Estaba exhausta, como si hubiera sido consumida por unas llamas invisibles que la habían limpiado y purificado, y también estaba más sola de lo que jamás lo hubiera estado antes. La joven hechicera apoyó la cabeza en el pecho de la anciana druida y lloró.

Cuando hubo acabado de llorar, oyó un crujido detrás de ella. Era Kwam, esperando como siempre.

Y Mangas Verdes dejó escapar un grito ahogado y se levantó, y corrió a refugiarse en sus brazos.

_____ Epílogo _____

Karli estaba tumbada en su hamaca, con sus pequeños y esbeltos pies suspendidos en el aire, su piel tan oscura como la noche iluminada por las velas y su delicada cabellera blanca irradiando una suave luminosidad. La hechicera escuchaba el viento del desierto que suspiraba alrededor de su tienda, oyéndolo sin prestarle mucha atención. Su caravana se había detenido en un viejo cauce seco donde estaría a salvo de posibles riadas para pasar la noche allí, pero el viento aullaba incluso en aquel lugar. Karli solía desear poder controlar el poder de aquel viento: le daría el maná suficiente para adueñarse de todas las tierras del desierto, e incluso de las que se extendían más allá de él. Pero domar al viento...

Y de repente Karli estaba totalmente despierta y erguida en su hamaca. ¿Qué era aquel siseo?

Un ruido sibilante resonó dentro de su tienda. Con sus oscuros ojos muy abiertos, la mirada de Karli recorrió las alfombras y arcones esparcidos por la tienda entre las sombras que proyectaba un trío de velas rojas. Un áspid emitía aquel siseo justo antes de atacar...

No. ¿Qué era...?

Dos diminutas siluetas oscuras fueron creciendo en el centro de las alfombras, como si un tocón se hubiera abierto paso a través del suelo de la tienda.

Karli saltó de su hamaca y envolvió su pequeño y delicado cuerpo en un batín de seda. El siseo era producido por alguien que llegaba a través del éter. La hechicera llamó a sus guardias con un chillido, y seis robustos jinetes de alfombra voladora entraron corriendo en su tienda con las cimitarras desenvainadas.

Para aquel entonces las siluetas habían crecido y se habían vuelto sólidas, con el marrón y la plata como colores predominantes, para revelar a un par de hechiceros que permanecían inmóviles con las manos derechas levantadas en el signo universal de la paz.

«¿Un par de hechiceros?», pensó Karli. ¿Cuando todos los hechiceros siempre estaban compitiendo entre ellos? ¿Y buscando una tregua? ¿Para qué?

Aquello merecía ser estudiado. Karli alzó una mano, indicando a sus guardias que no debían atacar.

La mujer de cabellos negro azabache que vestía una túnica marrón ribeteada de amarillo habló en un lenguaje que Karli reconoció.

—¿Eres aquella a la que llaman Karli?

—Mi título completo es Karli de la Luna del Cántico.

—Karli de la Luna del Cántico, entonces. Yo soy Dacian la Roja. Mi compañero... —movió una mano señalando al hombretón de la armadura adornada con incrustaciones de oro y plata y el enorme yelmo cornudo, que a pesar de cubrirle la cabeza no había impedido que Karli se diera cuenta de que le faltaba un ojo—, es Haakón Primero, rey de las Malas Tierras. Todos somos hechiceros, y deberíamos hablar.

—¿Sobre qué? —preguntó Karli, tirando del cinturón de su batín para ceñirlo a su cuerpo.

Todo aquello le parecía muy sospechoso, pero podía tratarles con cortesía. Karli ordenó a una sirvienta que trajera té espesado con mantequilla. Tal vez se enterase de algo que pudiera serle útil. Después de todo, una hechicera necesitaba el conocimiento más que cualquier otra cosa.

—Pero sentaos, y hablad —añadió—. Estoy escuchando.

Dacian se sentó con las piernas pulcramente cruzadas delante de ella. Haakón puso una rodilla en el suelo y apoyó un guantelete erizado de pinchos en ella.

—En el pasado has luchado con el ejército de aquellos a los que llaman Gaviota el leñador y Mangas Verdes la druida, o archidruida —dijo la mujer—. Haakón y yo también nos hemos enfrentado a ellos. Tú no conseguiste nada, y nosotros lo perdimos todo. Te proponemos...

—¿Cómo sabes todo esto? —preguntó Karli, balanceándose en su hamaca.

—Porque nos lo contaron después de habernos capturado —le explicó pacientemente Dacian—. Nos enteramos de tu ataque al campamento y de cómo tuviste que huir. Y sabemos que tocaste el cerebro de piedra durante unos momentos...

—¿El qué? ¡Yo nunca he tocado nada parecido! Buscaba... Bueno, da igual. Pero...

—Buscabas una caja rosada recubierta de bandas y hebillas que creías era un cofre de maná. No lo es. Es un casco de piedra que fue creado por los Sabios de Lat-Nam para controlar a los Hermanos y poner fin a sus depredaciones. Todos esos idiotas acabaron muriendo, por supuesto.

Karli contuvo el aliento al oír aquellos nombres tan antiguos, que eran infinitamente sagrados para todos los hechiceros. Después recordó con amargura cómo había tenido en las manos aquella fuente de poder durante la fracción de un instante más breve imaginable antes de que se le escurriera entre los dedos..., y la rechazara. Pero había muchas preguntas que daban vueltas por su mente.

—¿Cómo...?

—Lo explicaré todo después... —Dacian alzó una mano— de que lleguemos a un acuerdo.

—¿Sobre qué?

—Haakón y yo fuimos derrotados por el ejército, pero básicamente nuestra derrota fue causada por ese casco de piedra, que es el artefacto mágico más poderoso jamás creado. Ahora se encuentra en poder de Mangas Verdes, porque responde a ella por alguna razón que desconocemos —ya que no debemos olvidar que en realidad ningún hechicero puede llegar a controlarlo—, y lo ha utilizado para marcarnos. Y tú lo has tocado, pues de lo contrario no habríamos podido ponernos en contacto contigo.

—¿No habríais podido...? ¿Qué quieres decir con eso?

Dacian aceptó una taza de té de una temblorosa sirvienta. Haakón la rechazó. La hechicera siguió hablando.

—Después de que fuese marcada por el cerebro de piedra, pude percibir su presencia, al igual que puede percibirla Haakón..., y tú también puedes percibirla. Es un efecto colateral. Cualquier persona que haya sido marcada por el cerebro de piedra puede contactar con cualquier otra persona que haya sido marcada por él. No sé a qué se debe, y dudo que Mangas Verdes lo sepa, pero podemos utilizarlo en nuestro beneficio.

—¿Cómo? Oh, ya veo...

Dacian tomó un sorbo de té y asintió.

—Exactamente. Ese ejército de Gaviota y Mangas Verdes, esa cruzada, como ellos la llaman, está teniendo demasiados éxitos. Vayan donde vayan siempre consiguen más voluntarios, los suficientes para derrotar a cualquier ejército conjurado, o incluso a una horda de demonios. Haakón perdió un ojo aprendiendo esa lección. Seguirán marcando hechiceros con tanta facilidad como nosotros marcamos lotos negros. ¿Puedes imaginártelo? Con nuestro poder bajo su control y tan pocos que puedan oponerse a ellos, se convertirán en rey y reina de todos los Dominios y esclavizarán a todas las criaturas vivientes que moran bajo las dos lunas. Serán como dioses en la tierra, y nosotros seremos menos que esclavos. Seremos conejos, y acabaremos en el matadero.

Karli se mordisqueó el labio inferior y asintió. Eso era lo que ella haría si dispusiera de aquel poder, con la única diferencia de que prescindiría de un «rey».

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