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Authors: Carl Bowen

Tags: #Fantástico

Caminantes Silenciosos

BOOK: Caminantes Silenciosos
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En una Asamblea convocada por Karin Jarlsdottir de la Camada de Fenris y otros, los Garou decidieron que había llegado el momento de saber más acerca de una peligrosa bestia del Wyrm que parece estar acumulando poder en el corazón de Serbia. En la parte correspondiente a los Caminantes Silenciosos de este tercer libro de la serie de Novelas de Tribu, se busca al enemigo en el interior de la Umbra.

Carl Bowen

Caminantes silenciosos

Novelas de tribu - 3

ePUB v2.0

Ukyo
25.06.12

Título original:
Tribe Novel: Silent Striders

Carl Bowen, julio de 2001.

Traducción: Manuel de los Reyes

Ilustraciones: Steve Prescott

Diseño/retoque portada: Ukyo

Editor original: Ukyo (v1.0 a v2.0)

ePub base v2.0

Agradecimientos

Gracias a Ethan Skemp, que hizo todo lo posible por ayudarme con este libro; entre otras, no echarme de su despacho a escobazos cada vez que me asomaba a hacerle alguna de mis numerosas preguntas. Gracias también a Bill Bridges, aunque él no se dará cuenta de
todo
lo que le estoy agradeciendo hasta que haya terminado de leer esta historia.

Gracias de nuevo a Stewart, por el puñado de oportunidades que me ha brindado.

Capítulo uno

Los monumentos en honor de los difuntos se erguían ante una figura solitaria en la cima de la Colina de las Lamentaciones, proyectando sus sombras alargadas bajo la última luz del crepúsculo. La figura los observaba en silencio, viendo cómo sus sombras reptaban por el suelo hacia él como brazos extendidos. El sol poniente ponía de relieve toscos montones de piedras y pedruscos singulares depositados en memoria de los héroes cuyos restos yacían bajo el duro suelo. Los monumentos se alternaban para recordar a los hombres y a los lobos, esculpidos con minuciosidad o tallados apenas, según se correspondiera a la dignidad y al temperamento de los héroes por los que se alzaban.

Por añadidura, cada uno de los monumentos poseía un atisbo de los espíritus de aquellos que los héroes habían dejado atrás. Donde los símbolos grabados o los epitafios cincelados al detalle daban cuenta de las mayores hazañas de los héroes, el relato ostentaba la impronta del creador de cada monumento. El recuerdo del honor, la gloria y la sabiduría de los caídos quedaba por entero a merced de aquellos a los que se les había encomendado su perpetuación.

La figura erguida ante aquellos monumentos se consideraba uno de estos últimos, pero las historias que narraban las piedras no le resultaban conocidas. Hablaban de héroes que habían fallecido mucho antes de que él naciera en un lugar alejado de las tierras que consideraba, con reservas, su hogar. Ninguno de los suyos estaba enterrado entre los héroes santificados. Sin duda, muchos de los suyos, los Caminantes Silenciosos, habían visitado aquel lugar en algún momento de su larga historia de enconado sitio, luchas internas y férrea determinación de perseverar. Seguro que algunos habían combatido por defenderlo, o habían sido portadores oportunos de noticias o de peligros a los que habría de enfrentarse. Quizá alguno de sus compañeros de tribu hubiese llegado a derramar su sangre, o incluso a morir en aquel lugar. Sin embargo, ningún Caminante Silencioso había recibido sepultura en la manada de la Forja del Klaive. Aquel cementerio sólo ofrecía reposo a quienes habían podido llamar hogar a la manada, algo que ningún Caminante Silencioso había hecho jamás. Pese a ser bien recibidos en aquella manada, así como en otras muchas diseminadas por todo el mundo, los hombres lobo de la tribu de los Caminantes Silenciosos no llamaban hogar a ningún sitio. La figura solitaria, meditabunda en la linde del campo santo, observaba los monumentos con gesto torvo, sintiendo el peso de la soledad en la que llevaba sumida toda su tribu desde hacía generaciones.

—No debería haber venido —dijo en voz alta Mephi Más Veloz que la Muerte, a nadie en particular. El frío del anochecer escarchaba su aliento. Sus dedos se cerraron con más fuerza en torno al cayado de peregrino, su único compañero de confianza durante más años de los que se atrevía a admitir. La gélida concatenación de palabras onduló por encima de su hombro, arrastrada por un viento constante que azotaba la cima de la colina. Portaba la fragancia del humo y de la piedra pulida, incluso una leve traza de agua que discurría en algún lugar a lo lejos, pero no acarreaba el olor de ningún hombre o bestia. Mephi estaba a solas con los muertos.

Aun cuando hubieron brotado las palabras, siguió sin estar seguro de si se refería a ese cementerio o a la manada de la Forja del Klaive en sí. Se había servido de un puente lunar para atravesar un océano y ser testigo de un acontecimiento que no había llegado a ocurrir. Al igual que tantos otros visitantes de la manada, había acudido para ver cómo se enfrentaba a la justicia un villano legendario; mas éste no se había presentado para la vista final que le habían preparado. Mephi había desperdiciado un tiempo que debería haber aprovechado en los Estados Unidos, donde era más conocido y más capaz de cumplir con su solemne labor, en vez de presenciar aquel acontecimiento «histórico». Sus escasos aliados incondicionales y sus aún más escasas amistades debían de pensar que había perecido desde la última vez que estuvo con ellos. A su regreso, tendría que aliviar sentimientos heridos y rebatir a quienes lo acusaran de eludir sus responsabilidades locales. Ya se había ausentado sin dar explicaciones en numerosas ocasiones con anterioridad, pero tales ausencias habían obedecido siempre a motivos de peso. En esa ocasión, no era más que un turista que ni siquiera había encontrado lo que había venido a ver.

Para colmo de sus pesares, Mephi tenía que admitir que no iba a poder enseñar gran cosa tras su prolongada e intempestiva estancia en aquel árido e implacable túmulo noruego. No conocía en persona a ninguno de los miembros de la manada, y estaba familiarizado con las reputaciones y las leyendas de muy pocos. Claro que tampoco se había alejado de su camino para trabar amistad con ninguno de los hombres lobo de esa manada, pese a agradecerles su hospitalidad y sus fuertes brebajes. Los únicos hombres lobo con los que había entablado conversación eran forasteros a su vez. De hecho, le resultaban más familiares las vidas y las hazañas de los héroes santificados de esa manada que cualquiera de los guerreros aún con vida que llamaban hogar a aquel sitio.

Mephi hundió en la tierra el extremo romo de su cayado y supuso que debía ser el hecho de haber pasado demasiado tiempo ocioso en aquel lugar lo que había propiciado la aparición de sus morbosas y solitarias especulaciones. Nunca conseguía asentarse y descansar a gusto, ni siquiera en sitios a los que estaba acostumbrado; sin embargo, no había hecho otra cosa más que remolonear desde su llegada a ese sitio. Nunca le faltaban responsabilidades de las que ocuparse, historias que aprender y almas muertas que apaciguar. Tenía que conservar recuerdos de otros guerreros caídos, bien se tratasen de héroes, cobardes o traidores. Cuando más tiempo permanecía en un lugar, más postergaba esas responsabilidades que le esperaban en el siguiente recodo del camino. Haraganear cuando había trabajo que hacer no era propio de él. Como tampoco lo era creer que había encontrado un hogar, siquiera temporal.

Quizá aquella sombría introspección fuese sólo culpa del cementerio. La mayoría de los hombres lobo de la manada acudían aquí sólo cuando moría alguno de sus hermanos de armas. Aunque honraban a sus difuntos y narraban las historias de las gloriosas gestas de aquellos héroes, no visitaban sus tumbas para acordarse de ellos. Los hombres lobo como Mephi, nacidos bajo el auspicio de los Galliard, tenían la responsabilidad de refrescar la memoria de los demás. Un Galliard tenía la responsabilidad de asegurarse de que aquellos monumentos y las historias que contaban no muriesen con los héroes caídos.

Mephi consideraba que una de sus muchas responsabilidades consistía en visitar estos lugares de los muertos y aprender todo lo que pudiera de ellos a fin de poder transmitir esos conocimientos a todos aquellos hombres lobo que estuviesen dispuestos a escuchar. Aunque los sitios como aquel les recordaban a otros hombres lobo que era probable que no fuesen a vivir hasta alcanzar una avanzada edad ni a ver la victoria sobre sus omnipresentes enemigos, Mephi los buscaba. Aquellos sitios le recordaban que cualquier vida se merecía perdurar en el recuerdo. A medida que transcurrían las horas y el sol se ponía delante de él, había comenzado a creer que él era uno de los únicos hombres lobo que quedaban sobre la verde faz de Gaia que aún creían eso.

—Demonios, lo más probable es que todo sean imaginaciones mías —murmuró, con una sonrisa autocrítica—. Imaginaciones vanagloriadas e indulgentes, encima. —Con un giro de muñeca, tornó su cayado de peregrino para que la sibilante cabeza de cobra dorada que lo remataba le mirase a los ojos. Le dedicó la misma sonrisa lacónica a la reluciente serpiente labrada a mano—. ¿Quién sabe? A lo mejor sólo los muertos de los que nadie se acuerda consiguen descansar en paz, ¿no?

El ruido de unas pisadas que se arrastraban por la rocosa pendiente que ascendía desde el Aeld Baile sacó a Mephi de sus ensueños, aunque la súbita intrusión no lo azoraba. Ya lo habían descubierto hablando solo en demasiadas ocasiones como para que eso lo avergonzara. Cuando las pisadas dejaron de aproximarse, decidió darse la vuelta.

—Disculpe —dijo un hombre, en un alemán suave—. ¿Es usted Mephi Más Veloz que la Muerte?

Mephi asintió y se enderezó. Reconocía a aquel hombre barbudo, bajo pero fuerte, de cuando había llegado al túmulo, aunque no conocía su nombre. Lo único que sabía era que se trataba de uno de los guardianes de la manada a las órdenes de Brand Garmson. Se protegía del frío con un espeso abrigo ribeteado de lana, resistentes pantalones de faena y botas pesadas como las que calzaría un leñador o un empleado de la construcción.

Mephi se cubría tan sólo con una fina camisa gris, unos vaqueros descoloridos por el sol y un guardapolvo harapiento color canela, cuyas mangas escondían las pesadas bandas de oro de sus bíceps, pero no los brazaletes dorados de sus muñecas. El frío no le molestaba, no obstante, dado que hacía horas que había adoptado su forma de Glabro, más corpulenta e hirsuta, para resguardarse de las bajas temperaturas. Sentía el frío en la punta de las orejas, y el collar plano de oro que le adornaba el cuello parecía un bloque de hielo, pero lo sentía como si estuviese muy lejos.

—¿Quiere acompañarme? —preguntó el hombre, indicando con un gesto la Casa del Vuelo de Lanza. No mostraba ninguno de los clásicos signos de sentirse intimidado por el aspecto de Mephi. Sin duda, ese hombre estaba acostumbrado a pelear con los lugareños (o junto a ellos), cuya masa muscular medida en sus formas de Homínido casi doblaba la de la alta y esbelta figura de Mephi.

—¿Acaso molesta mi presencia aquí? —preguntó Mephi, sin hacer ademán alguno de obedecer. La ronca cadencia de un reto retumbaba en su voz, debido en parte a los factores propios de su forma como a su irritación por no haberse percatado antes de la llegada del hombre.

—No —repuso el hombre, enervado pero sin perder la compostura.

—Entonces, ¿qué es lo que quiere?

El hombre apretó y relajó los músculos de la mandíbula antes de responder.

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