—¿Y?
—Nos traicionó. Nos había conducido hasta las entrañas de la Umbra, ante las puertas de Malfeas…
—¿Malfeas? ¿Qué estabais haciendo allí?
—Eso no importa —espetó Ivar—. El caso es que estábamos allí, y que teníamos motivos para querer entrar. Antes de encontrar lo que habíamos ido a buscar, la Caminante nos abandonó. Se asustó y no pudo soportar verse rodeada por el Wyrm. Echó a correr, nos dejó tirados allí, sin saber cómo regresar. Todos mis compañeros de manada murieron intentado escapar de aquel lugar. Incluso la propia Divide las Aguas.
—¿Divide las Aguas?
—Así se llamaba la traidora —dijo Ivar, con los ojos encendidos clavados en el suelo—. Encontré su cadáver frente a las puertas del Jardín de las Pesadillas.
—Espera. Divide las Aguas… me suena ese nombre. Y el tuyo. Estabais buscando la última piel que mudó el Wyrm, ¿verdad? Os imaginabais que el Wyrm no había mudado de piel, y que por eso no conseguía escapar de la red de la Tejedora y estaba tan furioso todo el tiempo. ¡Por la lengua bífida de Set, sabía que me sonaba tu nombre! Eras uno de los Pioneros Aulladores.
—¿Cómo sabes tú todo eso? —preguntó Ivar. Avanzó un paso hacia Mephi.
—Formas parte de
La saga de la corona de plata
. Tú, y el resto de la manada. Ayudasteis a la manada de Lord Jonas Albrecht en su intento por recuperar la Corona de Plata. He narrado vuestra historia ante docenas de personas. ¿No sabías que formabas parte de la historia?
—No.
—Bueno, pues ya lo sabes. Siempre me he preguntado qué había sido de vosotros.
Los ojos de Ivar en redujeron a dos rendijas como navajazos.
—Ya te has enterado. Y ahora ya sabes por qué no me gustan los de tu especie. Conseguí salir de Malfeas perdiéndome en el Jardín de las Pesadillas y asistiendo impotente a las muertes de los miembros de una manada, una y otra vez. Salí de aquella pesadilla para adentrarme en la Atrocidad, donde tuve que morir mientras mis hermanos de armas se cruzaban de brazos y se reían de mí. Eso es lo que le ocurrió a los Pioneros Aulladores. Por eso no puedo ni mirar a uno de los tuyos sin acordarme de ella.
—Por el amor de Gaia —musitó Mephi. Apartó la mirada, avergonzado—. Ivar, lo siento. No conocía en persona a Divide las Aguas, pero puedo asegurarte una cosa: no todos somos como ella. La mayoría somos mejores. Todos sabemos más que ella.
—No digas eso —escupió Ivar—. Buscadora de Luz y yo hemos estado hablando acerca de ti. Te conozco mejor de lo que tú te crees. Puede que Cazadora de Lluvia opine que hiciste lo correcto al alejarte de Melinda, dado que, para empezar, no deberías haber pasado tanto tiempo con ella. No estoy de acuerdo. No me digas que eres mejor que Divide las Aguas, cuando sólo tienes la historia de cómo abandonaste a una cachorra desvalida para demostrarlo.
Mephi presentía la inminencia del reto, una neblina roja tiñó la periferia de su visión. Necesitó recurrir hasta a la última mota de fuerza de voluntad para no abalanzarse sobre la garganta de Ivar. Sólo el hecho de que el fornido Fenris estaba en lo cierto le impidió sucumbir a sus impulsos. Mephi cerró los ojos y volvió a abrirlos, obligándose a tranquilizarse. Como si estuviese hecho de madera sujeta con alambres, se dio la vuelta, dispuesto a regresar al campamento. Ivar no lo detuvo, ni lo retó.
—Pese a lo que te haya contado Lin, no soy como tú te crees —dijo Mephi, por encima del hombro, mientras se alejaba—. A lo mejor antes lo era, pero ya no. He tenido tiempo para madurar.
El Fenris se limitó a bufar su desdén, y Mephi continuó caminando.
—No te gusta, ¿a que no? —preguntó Melinda en el sueño de Mephi, mientras arrastraba una bota por el suelo, igual que una niña pequeña. Mephi nunca había visto un despliegue de decepción tan adorable como aquel en toda su vida—. Lo odias.
—No lo… «odio» —repuso Mephi—. Es que es la primera vez que veo algo parecido. Además, no me lo esperaba.
—Bueno, quería darte algo, después de lo que hablamos la semana pasada —dijo la joven—. ¿Te acuerdas? Me dijiste que hoy era el aniversario de tu Primer Cambio. Me imagino que eso es casi como un cumpleaños para nosotros, ¿no?
—Supongo. Es que…
—¿Qué? No habré roto algún tabú raro de los hombres lobo, ¿no?
—No, Lin —repuso Mephi, sofocando una risita—. No somos testigos de Jehová. Podemos hacernos regalos.
—¿Acaso es muy largo? ¿Demasiado llamativo?
Mephi sostuvo en alto el regalo que le había dado Melinda. Se trataba de un cayado de algo más de dos metros de altura, coronado por la cabeza sibilante de una cobra y rematado en el otro extremo con una garra de búho agarrada a una esfera dorada. El cayado era sólido y robusto, ideal para apoyarse en él tras una buena caminata. Además, estaba recubierto de la cabeza a los pies, de modo que podría romperle el cuello aun fomori sin partirse por la mitad, como le había ocurrido al antiguo.
—No es ni chillón ni demasiado largo. ¿Dónde lo has conseguido?
—En una tienda de artesanía que hay antes de llegar a Bodine. Fui anoche, mientras estabas dormido. Era el mejor que tenían en la tienda. Casi todos los demás acababan en una cabeza de indio, o de tigre, o en cualquier otra tontería. Había uno con un lobo, pero no se parecía a ti. Éste me gustó. Creí que a ti también te gustaría, como tienes todas esas cosas egipcias. —Se encogió de hombros y volvió a arrastrar los pies—. Parecía egipcio, no sé.
—Sí. Así es. De eso no cabe duda.
—Entonces, ¿qué tiene de malo? Menuda cara has puesto.
—Hombre, es estupendo, no te creas. Con eso podría caminar un millón de kilómetros. Es por la cabeza, me recuerda a Set. ¿No te he hablado nunca de Set?
Melinda negó con la cabeza.
—Está bien, entonces, escucha. Hoy en día, se cree que Set era el dios egipcio del mal. Asesinó al dios Osiris en un par de ocasiones y se apoderó de todo Egipto. Lo que no sabe la gente es que Set fue real. Encarnaba a una maldad antigua engendrada por un demonio y por la serpiente del jardín del Edén. Ya era un horror imparable cuando el mundo no era tan grande, y gobernó Egipto durante algún tiempo. Permaneció en el poder durante el tiempo suficiente para exiliar a todo mi pueblo cuando intentaron alzarse contra él. Incluso en la actualidad, nos resulta imposible regresar por culpa de lo que nos hizo Set.
—No lo sabía —dijo Melinda, con un hilo de voz. Con la cabeza gacha, alargó el brazo—. Trae, que me lo llevo. Voy a devolverlo ahora mismo. Lo cambiaré por el del lobo. Además, sí que se parecía un poco a ti, supongo.
—Bueno, espera, no corras —dijo Mephi. Atrajo el cayado hacia sí—. No tienes por qué hacer eso.
—No. No sabía que pudiera ofenderte. Lo siento, Mephi. Deja que me lo lleve y ya te traeré otro.
—No, mira, Lin, no pasa nada. —A decir verdad, el cayado le molestaba menos que ver a Melinda así de compungida. Tampoco estaba tan mal—. Me gusta. En serio. Ya te lo he dicho, es que no me lo esperaba. Además, es todo un detalle por tu parte que te acordaras de lo que te conté acerca de mi Primer Cambio. A mí ni siquiera se me habría ocurrido hacer algo así.
—Eso lo dices para que no me sienta mal.
—Vale, un poco sí —admitió Mephi. Se rió, exasperado y divertido a partes iguales por el cariz ridículo que había adquirido la conversación—. Pero me gusta el cayado. Es resistente, y largo de sobra. Está equilibrado. Me llevará algún tiempo acostumbrarme a él, pero da igual. Me gusta.
—¿Qué pasa con eso de Set? —preguntó Melinda, que comenzaba a recobrarse de su decepción. Incluso volvía a exhibir su sonrisa.
—Supongo que tendremos que acostumbrarnos el uno al otro. —Giró el cayado, de modo que pareciera que la cobra lo miraba. Cuando volvió a hablar, se dirigió a la reluciente serpiente con voz sibilante—. ¿Qué me dices? Yo sacrifico a la pequeña en tu honor y tú no te metes conmigo, ¿hecho? Hecho. —Se volvió hacia Melinda y giró el cayado para que pareciera que hacía lo mismo.
—Qué borde —dijo Melinda, poniendo los ojos en blanco.
—Lo siento, chica —sonrió Mephi—. Según mi última encuesta de cayados, estás en minoría.
Melinda soltó un gañido y le pegó un puñetazo en el hombro. Con fuerza.
—Me alegro de que te guste, borde.
—Me parece que ya le estoy cogiendo cariño. Igual que a la pequeñaja que me lo ha regalado.
Melinda le dedicó una sonrisa y desechó el cumplido con un aspaviento.
—Ya, bueno, a veces lo dudo, con todo lo que me haces correr para seguirte el ritmo. Con eso y con todas esas reglas raras de hombre lobo que no tienen ningún sentido. No te creas que me voy a morder la lengua para no decirte que me parece que hay muchas más que no me cuentas.
—Algunas —admitió Mephi. De repente, sintió que sus ojos se apagaban, y que su sonrisa parecía de mentira—. Nada importante. Nada que te haga falta saber si sólo estamos tú y yo.
—Ya, pues eso es algo que también quería preguntarte. ¿Por qué estamos todo el tiempo solos tú y yo? Me gusta, no te creas, pero me extraña. No dejas de hablar de todas esas reglas de los hombres lobo, y de esa misión que se nos ha encomendado de arreglar lo que le ocurre a la Tierra, pero tú eres el único hombre lobo que conozco. ¿Qué pasa? Es decir, ¿cuántos somos?
—No hace falta que hablemos ahora de eso, ¿verdad? —Mephi se apartó de Melinda y se acercó a la hoguera que la joven había encendido con anterioridad. Se sentó a lo indio y empezó a avivar el fuego con una rama larga que había permanecido en el suelo, al lado del círculo de piedras—. Se hace tarde.
—Bueno, me gustaría saberlo —insistió Melinda. Se giró al paso de Mephi y permaneció de pie, a su lado—. Siempre tengo la impresión de que estás a punto de contarme un montón de cosas importantes acerca de lo que significa ser un hombre lobo, pero nunca lo haces. Igual que antes, cuando hablabas de Egipto. Dijiste que habían expulsado a tu pueblo. ¿Te refieres a los hombres lobo? ¿Es de ahí de donde procedemos? Si es así, ¿desde cuándo estamos en América?
—Frena un poco. Sí, tienes parte de razón acerca de Egipto. Cuando dije «mi pueblo» me estaba refiriendo a hombres lobo, pero no todos los hombres lobo vienen de allí. Sólo mi tribu… los Caminantes Silenciosos.
—Qué nombre más bonito. Pero, ¿a qué te refieres con eso de tribu? ¿Los hombres lobo tienen tribus, como los indios?
—En cierto modo. Lo cierto es que eso se ajusta bastante a la realidad, por lo menos en lo que respecta a mi tribu.
—Entonces, si tú eres un Caminante Silencioso —continuó Melinda—, ¿significa eso que yo también lo soy?
—No —contestó Mephi, meneando la cabeza—. No del todo. Podrías serlo si quisieras, pero no tienes por qué. Tiene que ver más con tu linaje y con quiénes son tus padres.
—Eran —corrigió Melinda.
—Eso. En cualquier caso, los cachorros suelen elegir la tribu de sus padres. O la de sus abuelos, si es que se han saltado una generación. Nadie te obliga, pero así es como suele hacerse.
—Sí, pero, ¿quién lo hace? Lo dices como si se tratara de una tradición muy antigua. ¿Hay sitios donde se reúnen los miembros de una misma tribu? ¿Los de las demás tribus se reúnen en otros lugares?
—Sí —dijo Mephi, sin apartar la vista del fuego—. Hay sitios de esos por ahí.
—¿Son como nosotros? —La ilusión se había asomado a sus ojos. Se dejó caer al suelo, al lado de Mephi—. ¿Los demás hombres lobo tienen la misma misión que nosotros?
—Sí.
—¿Cuántos hay?
—Formamos toda una cultura. No hay tantos como debería, pero sí que somos muchos. Los suficientes, a lo mejor, para sobrevivir a lo que se avecina.
—¡Oye, pero eso es genial! —exclamó Melinda, transportada más allá de las sombrías palabras de Mephi por su creciente entusiasmo—. Toda una cultura. ¿No puedes presentarme a otros hombres lobo que conozcas?
El palo que estaba utilizando Mephi para revolver las ascuas se partió por la mitad en su puño. Ni siquiera se había percatado de que estuviese apretándolo.
—¿Qué me dices, Mephi? Llévame a conocer a algunos de los nuestros. Por favor.
—Sí, claro. —Mephi se sacudió las manos y tiró el palo roto al fuego, todo ello sin mirar a Melinda a los ojos—. Sé que hay un clan a menos de una semana de camino, en la frontera con Nuevo México. Te llevaré a visitar a otros hombres lobo temerosos de Dios que conozco. Me imagino que es algo que ya debería haber hecho.
—Entonces, ¿a qué estabas esperando?
Mephi agachó la mirada, con la esperanza de que el fulgor de la hoguera camuflara el rubor de sus mejillas. Clavó los ojos en el cayado con cabeza de cobra que le había regalado Melinda.
—Iba a ser una sorpresa —dijo, logrando esbozar una sonrisa que casara con sus palabras—. Quería esperar a que me regalaras algo por mi Primer Cambio antes de presentarte en sociedad al resto de la nación Garou.
—Bueno, como sean todos como tú —dijo Melinda, con una sonrisa maliciosa—, ya veo que voy a estar rodeada de bordes que se creen muy graciosos. —Tiró a Mephi al suelo de una patada y se abalanzó sobre él.
—¡Para! —rió Mephi, mientras intentaba zafarse e incorporarse, pese a su falta de apoyo—. Te voy a llevar a la manada echada al hombro dentro de un saco si, ¡ay!, si no dejas de comportarte como un animal salvaje.
—Un animal medio salvaje. —Melinda atrapó las piernas de Mephi entre sus tobillos y comenzó a pegarle puñetazos en las costillas—. ¡La otra mitad es una adolescente americana! —Recalcó la frase con otro puñetazo, esta vez justo debajo del costillar.
—¡Es lo mismo! —dijo Mephi, aullando de risa y esforzándose por rodar para escapar de ella, en vano. Estaba a punto de liberarse, pero Melinda se le había echado encima igual que una manta y no dejaba de pegarle cada vez que se burlaba o intentaba sacudírsela. Las carcajadas anulaban sus fuerzas. No quería alejarse de ella, igual que no quería que ella se alejara de él.
Claro que, ahora que había comenzado a hablarle de la nación Garou, ella seguiría haciendo más preguntas. Puede que consiguiera seguir dándole largas, pero no durante mucho más tiempo. Se la había quedado para él solo, cuando lo que tendría que haber hecho era llevarla al clan más próximo a su antiguo hogar y presentársela a esos hombres lobo. Aunque había conseguido postergarlo, tendría que hacerlo enseguida. Melinda insistiría, y no cejaría en su empeño hasta que él se diera por vencido. Y, como un idiota, él la llevaría allí. Cuando lo hiciera, a ella le gustaría lo que iba a ver y querría quedarse, aunque él necesitara proseguir su camino. Entonces, al igual que tantas personas que le habían importado antes, Melinda saldría de su vida y no volvería verla, salvo en las raras ocasiones en las que él regresara al protectorado de su clan. Era una cuestión de cuándo decidiría insistir…