Camino de servidumbre (28 page)

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Authors: Friedrich A. Hayek

Tags: #Ensayo, Filosofía, Otros

BOOK: Camino de servidumbre
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El problema del monopolio no sería tan difícil como es si sólo tuviéramos que combatir al monopolio del capitalista. Pero, como se ha dicho antes, el monopolio ha llegado a ser el peligro que es, no por los esfuerzos de unos cuantos capitalistas interesados, sino por el apoyo que éstos han obtenido de quienes recibieron participación en sus ganancias y de aquellos otros, mucho más numerosos, a quienes persuadieron de que ayudando al monopolio contribuían a la creación de una sociedad más justa y ordenada. El fatal punto crítico en la evolución moderna se produjo cuando el gran movimiento que sólo podía servir a sus fines originarios luchando contra todo privilegio, el movimiento obrero, cayó bajo la influencia de las doctrinas contrarias a la libre competencia y se vio él mismo mezclado en las pugnas por los privilegios. El crecimiento reciente del monopolio es en gran parte el resultado de una deliberada colaboración del capital organizado y el trabajo organizado, gracias a la cual los grupos obreros privilegiados participan de los beneficios del monopolio a expensas de la comunidad y particularmente a expensas de los más pobres: los empleados en las industrias peor organizadas y los trabajadores en paro.

Uno de los más tristes espectáculos de nuestro tiempo es ver a un gran movimiento democrático favoreciendo una política que tiene que conducir a la destrucción de la democracia y que, mientras tanto, sólo puede beneficiar a una minoría de las masas que le secundan. Y, sin embargo, es esta ayuda de las izquierdas a las tendencias en pro del monopolio lo que hace tan irresistible a éste y tan oscuras las perspectivas del futuro. En tanto los partidos obreros continúen ayudando a la destrucción del único orden bajo el cual se aseguró, por lo menos, a cada trabajador un cierto grado de independencia y libertad, poca esperanza puede quedar para el futuro. Los dirigentes obreros, que ahora anuncian con tanto ruido haber «acabado de una vez y para siempre con el absurdo sistema de la libre competencia»
[85]
, están proclamando el ocaso de la libertad del individuo. No hay más opciones que el orden gobernado por la disciplina impersonal del mercado o el dirigido por la voluntad de unos cuantos individuos; y los que se entregan a la destrucción del primero anidan, lo quieran o no, a crear el segundo. Aunque algunos trabajadores quizá estarían mejor alimentados en aquel nuevo orden, y todos estarían, sin duda, más uniformemente vestidos, cabe dudar que la mayoría de los trabajadores ingleses diera al cabo las gracias a sus dirigentes intelectuales por el regalo de una doctrina socialista que compromete su libertad personal.

Para todo el que esté familiarizado con la historia de los grandes países continentales en los últimos veinticinco años, el estudio del reciente programa del
Labour Party
, empeñado en la creación de una «sociedad planificada», es la más desalentadora experiencia. A «todo intento de restaurar la Gran Bretaña tradicional» se opone un plan que, no sólo en sus líneas generales, sino en los detalles, e incluso en el lenguaje, es indistinguible de los sueños socialistas que dominaron las discusiones alemanas de hace veinticinco años. Se han tomado materialmente de la ideología alemana, no sólo peticiones como la contenida en la resolución, adoptada por iniciativa del profesor Laski, de exigir el mantenimiento en tiempo de paz de las «medidas de control oficial requeridas para la movilización de los recursos nacionales en la guerra», sino todos los característicos tópicos, tales como el de la «economía equilibrada», que el profesor Laski pide ahora para Gran Bretaña, o el «consumo comunitario», hacia el cual debe dirigirse centralizadamente la producción. Hace veinticinco años había quizá alguna excusa para mantener la cándida creencia en «que una sociedad planificada puede ser una sociedad mucho más libre que con el sistema de competencia basado en el
laissez faire
, al que viene a reemplazar»
[86]
. Pero verla sostenida otra vez, después de veinticinco años de experiencia y de la revisión de las viejas creencias provocada por esta experiencia misma, en el momento en que estamos luchando contra los resultados de aquellas mismas doctrinas, es más trágico de lo que puede expresarse con palabras. El decisivo cambio acaecido en nuestro tiempo y la fuente de mortal peligro para todo lo que un liberal tiene por valioso está en que el gran partido que en el Parlamento y en la opinión pública ha sustituido en gran medida a los partidos progresistas del pasado se haya alineado con lo que, a la luz de toda la evolución anterior, tiene que considerarse como un movimiento reaccionario. Que los avances del pasado se vean amenazados por las fuerzas tradicionalistas de la derecha es un fenómeno de todos los tiempos que no debe alarmarnos. Pero si el puesto de la oposición, tanto en la discusión pública como en el Parlamento, terminase por ser el monopolio de un segundo partido reaccionario, no se podría conservar ninguna esperanza.

14. Condiciones materiales y fines ideales

¿Es justo o razonable que la mayoría de las voces, oponiéndose a la principal razón de ser del Estado, deban esclavizar a la minoría que quiera ser libre? Más justo es, sin duda, que, si resultase forzoso, los menos obliguen a los más a permanecer libres, lo cual no puede traerles daño, y no que los más, para satisfacción de su vileza, fuercen perniciosamente a los menos a ser sus compañeros de esclavitud. Los que no pretenden sino su propia y justa libertad tienen siempre el derecho a ganarla, cuando quiera que tengan poder, por numerosas que sean las voces que se les opongan.

JOHN MILTON

Agrada a nuestra generación imaginarse que concede menos peso que sus padres o sus abuelos a las consideraciones económicas. El «Final del Hombre Económico» promete ser uno de los mitos directores de nuestra época.

Antes de aceptar esta pretensión o considerar estimable el cambio, tenemos que investigar un poco más lo que haya de verdad en ello. Cuando consideramos las demandas de reconstrucción social que más apremiantemente se solicitan, resulta que son casi todas de carácter económico. Hemos visto ya que la «reinterpretación en términos económicos» de los ideales políticos del pasado, a saber, la libertad, la igualdad y la seguridad, es una de las principales demandas planteadas por quienes, a la vez, proclaman el final del hombre económico. Tampoco puede dudarse mucho que en sus creencias y aspiraciones los hombres se gobiernan hoy más que nunca por doctrinas económicas, por la idea, cuidadosamente fomentada, de la irracionalidad de nuestro sistema económico, por las falsas afirmaciones acerca de la «plétora potencial», por pseudoteorías acerca de la inevitable tendencia hacia el monopolio y por las impresiones nacidas de algunos acontecimientos muy difundidos, tales como la destrucción de las existencias de materias primas o la supresión temporal de inventos, condenando a la libre competencia como causante de todo ello, aunque son precisamente estas cosas las que no pueden suceder bajo la libre competencia y sólo son posibles en el monopolio y, generalmente, en el monopolio favorecido por el Estado
[87]
.

En un sentido diferente, empero, es cierto sin duda que nuestra generación está menos dispuesta a obedecer a consideraciones económicas que lo estuvieron sus predecesoras. Se muestra decididamente más reacia a sacrificar a lo que se llaman argumentos económicos cualquiera de sus demandas, se impacienta y opone ante cualquier restricción de sus ambiciones inmediatas y no está dispuesta a doblegarse ante las necesidades económicas. Lo que distingue a nuestra generación no es en modo alguno el desprecio del bienestar material o ni siquiera un menor deseo de él, sino, por el contrario, la negativa a reconocer cualquier obstáculo, cualquier conflicto con otros fines que pudiera impedir el logro de sus propios deseos. «Economofobia» sería una expresión más correcta para describir esta actitud que el doblemente equívoco «final del hombre económico», el cual sugiere un cambio a partir de una situación que jamás ha existido y en una dirección en la que no nos movemos. El hombre ha llegado a odiar las fuerzas impersonales a las que en el pasado se sometió y a rebelarse contra ellas porque a menudo han frustrado sus esfuerzos individuales.

Esta rebeldía es ejemplo de un fenómeno mucho más general, de una nueva repugnancia a someterse a cualquier norma o necesidad cuya razón de ser el hombre no comprenda. Se hace sentir en muchos ámbitos de la vida, especialmente en el de la moral, y es con frecuencia una actitud elogiable. Pero hay ámbitos en los que no puede satisfacerse plenamente esta apetencia de lo inteligible y donde, a la vez, la negativa a someterse a algo que no podemos comprender tiene que conducir a la ruina de nuestra civilización. Aunque es natural que, conforme el mundo en torno se nos hace más complejo, crezca nuestra resistencia contra las fuerzas incomprensibles para nosotros que interfieren constantemente con nuestras esperanzas y planes individuales, es precisamente en estas circunstancias cuando decrece para todos la posibilidad de un pleno conocimiento de tales fuerzas. Una civilización compleja como la nuestra se basa necesariamente sobre la acomodación del individuo mismo a cambios cuya causa y naturaleza no puede comprender. Por que' poseerá más o menos, por qué tendrá que cambiar de ocupación, por qué le será más difícil obtener algunas cosas que desea que otras: todo ello estará siempre ligado a tal multitud de circunstancias, que ninguna mente aislada será capaz de comprenderlo. O, todavía peor, los afectados dirigirán todos sus reproches hacia una obvia causa inmediata y evitable, mientras que las interrelaciones más complejas que determinan el cambio quedarán ineludiblemente ocultas para ellos. El mismo jefe de una sociedad completamente planificada, si desease dar una adecuada explicación a alguien acerca de por qué tiene que ser desplazado a otro empleo, o por qué tiene que variarse su remuneración, no podría hacerlo del todo sin explicar y defender su plan entero; lo que significa, por lo demás, que no podría explicarlo sino a unos pocos.

Fue la sumisión de los hombres a las fuerzas impersonales del mercado lo que en el pasado hizo posible el desarrollo de una civilización que de otra forma no se habría alcanzado. Sometiéndonos así, hemos contribuido día tras día a construir algo que es más grande de lo que cualquiera de nosotros puede comprender plenamente. No importa que en el pasado lo que hicieron los hombres fue someterse a creencias que algunos consideran hoy como supersticiones: a un religioso espíritu de humildad o a un exagerado respeto por las toscas enseñanzas de los primeros economistas. Lo decisivo está en que es infinitamente más difícil comprender racionalmente la necesidad de someterse a fuerzas cuya acción no podemos seguir en su detalle, que acatarlas por el humilde temor que la religión, o incluso el respeto hacia las doctrinas de la economía, inspiren. Aun simplemente para mantener nuestra compleja civilización presente, sería necesario que todos los seres humanos estuviesen dotados de una inteligencia infinitamente superior a la que ahora poseen, si nadie hubiese de hacer cosas cuya necesidad no se le alcanzase. La negativa a someternos a fuerzas que ni entendemos ni podemos reconocer como decisiones conscientes de un ser inteligente es el producto de un incompleto y, por tanto, erróneo racionalismo. Es incompleto porque no acierta a comprender que la coordinación de los variados esfuerzos individuales en una sociedad compleja tiene que tener en cuenta hechos que ningún individuo puede dominar totalmente. Y no acierta a ver que, si no ha de ser destruida esta compleja sociedad, la única alternativa al sometimiento a las fuerzas impersonales y aparentemente irracionales del mercado es la sumisión a un poder igualmente irrefrenable y, por consiguiente, arbitrario, de otros hombres. En su ansiedad por escapar a las enojosas restricciones que siente ahora, el hombre no advierte que las nuevas prohibiciones autoritarias que habrían de imponerse deliberadamente en lugar de aquéllas serían aún más penosas.

Quienes arguyen que hemos aprendido a dominar hasta un grado asombroso las fuerzas de la Naturaleza, pero que estamos lastimosamente atrasados en el uso eficaz de las posibilidades de colaboración social, tienen toda la razón en cuanto a lo que esta afirmación dice. Pero se equivocan cuando llevan la comparación más allá y argumentan que debemos aprender a dominar las fuerzas de la sociedad de la misma manera que lo hemos hecho con las fuerzas de la Naturaleza. Eso no es sólo el camino del totalitarismo, sino el de la ruina de nuestra civilización y una vía cierta para impedir todo progreso futuro. Quienes esto demandan muestran, por sus propias demandas, que todavía no han comprendido hasta qué punto la mera conservación de todo lo que hemos logrado depende de la coordinación de los esfuerzos individuales mediante fuerzas impersonales.

Tenemos que volver nuevamente al punto crucial: que la libertad individual no se puede conciliar con la supremacía de un solo objetivo al cual debe subordinarse completa y permanentemente la sociedad entera. La única excepción a la regla de que una sociedad libre no puede someterse a un solo objetivo la constituyen la guerra y otros desastres temporales, circunstancias en las que la subordinación de casi todo a la necesidad inmediata y apremiante es el precio por el cual se preserva a la larga nuestra libertad. Esto explica también por qué son tan equívocas tantas de las frases de moda respecto a la aplicación con fines de paz de lo que hemos aprendido a hacer con fines de guerra: es razonable sacrificar temporalmente la libertad para hacerla más segura en el futuro; pero no puede decirse lo mismo de un sistema propuesto como organización permanente.

A ningún propósito singular debe atribuirse en la paz una preferencia absoluta sobre los demás, y esto vale incluso para aquel objetivo que por el común consenso ocupa ahora el primer lugar: la supresión del paro. Sin duda, éste tiene que ser el objetivo de nuestros mayores esfuerzos; pero aun así, ello no significa que se deba permitir a esta finalidad que nos domine hasta excluir toda otra cosa; que, según el dicho irreflexivo, deba lograrse «a cualquier precio». Es, en efecto, en este campo donde la fascinación de vagas pero populares frases, como la «plena ocupación», puede muy bien conducir a medidas extremadamente miopes, y donde el categórico e irresponsable «tiene que hacerse a toda costa» de los idealistas ingenuos, es probable que ocasione el mayor daño.

Es de la máxima importancia que nos acerquemos con los ojos abiertos a la tarea que en este campo habrá de afrontarse después de la guerra, y que nos hagamos cargo lúcidamente de qué es lo que cabe lograr. Uno de los rasgos dominantes de la situación al término de la guerra lo constituirán los cientos de miles de hombres y mujeres que por las especiales necesidades del conflicto habrán sido atraídos a tareas especializadas en las que, durante la guerra, han conseguido ganar salarios relativamente altos. En muchos casos no habrá posibilidad de mantener empleado al mismo número de personas en estas particulares industrias. Será de una necesidad urgente transferir gran número de personas a otros oficios y muchas de ellas encontrarán que el trabajo que pueden realizar no está tan bien remunerado como su empleo durante la guerra. Ni siquiera la readaptación, que sin duda deberá suministrarse en una liberal escala, puede enteramente dominar este problema. Quedará todavía mucha gente que, si hubiera de ser pagada de acuerdo con lo que sus servicios valgan entonces para la sociedad, bajo cualquier sistema tendrá que contentarse con una reducción de su posición material comparada con la de otros.

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