Otro factor importante es la relativa disponibilidad de tierras de pastoreo en las que se puedan criar animales de tracción. A diferencia de la India, China cuenta con una extensa superficie que se adecua al pastoreo de animales de tracción y que no puede utilizarse para el cultivo de cosechas alimentarias. En China, sólo el 11 por ciento de la superficie total está cultivado, en tanto en la India casi el 50 por ciento de la superficie total corresponde a tierras de cultivo. Según Buck, la región de trigo de primavera del norte de China contiene «considerables tierras públicas de pastoreo en las que las bajas precipitaciones y la topografía accidentada vuelven difícil el cultivo». En contraste, menos del 2 por ciento de la superficie total de tierras de cultivo de la llanura central del Ganges son pastos permanentes o tierras de apacentamiento. Por este motivo en la India la reproducción del animal básico de tracción debía realizarse en zonas que ya estaban fuertemente pobladas por seres humanos, en zonas que carecían de tierras no cultivables adecuadas para el forraje. En consecuencia, el animal de tracción tenía que ser principalmente alimentado con desperdicios como los que dispone el carroñero de la aldea. En resumen, el animal de tracción y el carroñero debían ser el mismo. Y debía ser ganado vacuno porque ni los caballos, ni los asnos, ni las mulas podían rendir satisfactoriamente bajo el calor abrasador y la aridez del clima monzónico, al tiempo que el búfalo de agua era inútil para los granjeros que carecían de irrigación.
Tal vez el mejor modo de ver el tratamiento de los animales en la India en contraposición con el de China sea en términos de las diversas fases de un único y gran proceso convergente de intensificación. Ni China ni la India podían permitirse la explotación a gran escala de animales principalmente por su carne o por los productos lácteos debido a las enormes densidades de población humana y a las graves pérdidas calóricas vinculadas con la alimentación de animales cumplida en tierras cultivables. En China precomunista, la población rural vivía de una dieta que obtenía el 97,7 por ciento de su ración de calorías de los alimentos vegetales y sólo el 2,3 por ciento de productos animales, principalmente de cerdo. Las especies principalmente utilizadas como animales de tiro rara vez se comían en la China rural, del mismo modo que rara vez se comían en la India. Entonces, ¿por qué la carne de vaca no se prohibió mediante un tabú religioso?
En realidad, ese tabú existía en algunas regiones. Nada menos que una autoridad tan destacada como Mao Tse-tung hizo las siguientes observaciones cuando se encontraba en Hunan:
Para los campesinos, los bueyes de tiro son un tesoro. Y es prácticamente un principio religioso que «Aquéllos que matan ganado vacuno en esta vida se convertirán en ganado vacuno en la próxima»; nunca se debe matar a los bueyes de tiro. Antes de llegar al poder, los campesinos no tenían ningún medio de evitar la matanza del ganado vacuno, salvo el tabú religioso.
Y T. H. Shen escribe:
La matanza de ganado vacuno por su carne va contra la religión china. Únicamente cerca de las grandes ciudades se mata algo de ganado vacuno para suministrar carne, pero sólo se hace cuando ya no es necesario en las granjas.
Aunque tanto China como la India han sufrido las consecuencias de milenios de intensificación, el proceso parece llevado a un extremo mayor en la India. La agricultura china es más eficaz que la india principalmente a causa de la superficie mayor cultivada bajo el sistema de irrigación: el 40 por ciento de las tierras de labrantío en relación con el 23 por ciento de las tierras de labrantío indias. En consecuencia, la producción media por acre de arroz en China alcanza el doble que en la India. Dada la disponibilidad del cerdo, el asno, la mula y el caballo y los factores topográficos y climáticos de producción, en China la intensificación no alcanzó niveles que exigieran la prohibición total de la matanza de animales por su carne. En vez de ordeñar a sus animales de tracción, los chinos mataban a sus cerdos. Aceptaron un poco menos de proteínas animales en forma de carne que las que podrían haber obtenido en forma de leche si hubiesen empleado la vaca en lugar del cerdo como animal carroñero.
Tanto los hindúes como los occidentales ven en los tabúes sobre la ingestión de carne en la India un triunfo de la moral con relación al apetito. Es una peligrosa interpretación errónea de los procesos culturales. El vegetarianismo hindú no fue una victoria del espíritu sobre la materia sino de las fuerzas reproductoras sobre las productivas. El mismo proceso material que fomentó la difusión de las religiones generosas en Occidente, el fin del sacrificio animal y de los festines redistributivos y la prohibición de la carne de especies domésticas como el cerdo, el caballo y el asno, condujeron inexorablemente a la India en dirección a religiones que condenaban la ingestión de todo tipo de carne animal. Esto no ocurrió debido a que la espiritualidad de la India superaba la espiritualidad de otras regiones; más bien, en la India, la intensificación de la producción, el agotamiento de los recursos naturales y el aumento de la densidad de población fueron empujados mucho más allá de los límites de crecimientos que en cualquier otra región del mundo preindustrial, con excepción del Valle de México.
En los cuatro mil años transcurridos entre la aparición de los primeros estados y el comienzo de la era cristiana, la población mundial se elevó de aproximadamente 87 millones a 225 millones de habitantes. Prácticamente los cuatro quintos del nuevo total vivieron bajo el dominio de los imperios Romano, Chino (de la dinastía Han) e Indio (de la dinastía gupta). Este total mundial oculta el hecho de que la densidad de población de las áreas centrales no continuó creciendo sin control durante ese período de cuatro mil años. La historia demográfica de los primeros imperios no apoya la burda idea malthusiana de que el crecimiento de la población humana es una tendencia histórica omnipresente. En los antiguos imperios, las poblaciones estacionarias fueron la regla, lo mismo que durante la era paleolítica. Había un límite en cuanto al número de personas y animales que podían contener los grandes valles ribereños de Egipto, la Mesopotamia, la India y China. Después de alcanzar la etapa del vegetarianismo funcional, la densidad de población permanecía constante o incluso disminuía. Naturalmente, fuera de las áreas centrales, la población continuó creciendo a medida que cobraban existencia imperios más grandes y más estados secundarios. Las regiones centrales parecen haber alcanzado, una por una, su límite ecológico de crecimiento.
Según Kingsley Davis, la población total de la India se había estabilizado hacia el año 300 antes de nuestra era y no comenzó a expandirse nuevamente hasta el siglo dieciocho. Karl Butzer calcula que en Egipto, la población del Valle del Nilo se cuadruplicó entre el 4000 y el 2500 antes de nuestra era, el punto culminante del período de la historia egipcia conocido como Antiguo Imperio. Luego permaneció prácticamente estacionaria durante más de mil años. En el 1250 antes de nuestra era alcanzó un nuevo nivel, que sólo era 1,6 veces superior a la cifra del Antiguo Imperio, y poco antes del comienzo del período greco-romano descendió una vez más al nivel del Antiguo Imperio. Bajo la dominación romana, volvió a alcanzar un punto apenas superior al doble del correspondiente al Antiguo Imperio, pero a finales del Imperio Romano, en el 500 antes de nuestra era, habla caído por debajo de la cifra que tenía tres mil años antes. Nuestra mejor información proviene de China, donde pueden consultarse censos que cubren un período de más de dos mil años. El autorizado estudio de Hans Bielenstein evidencia que en el período desde el año 2 hasta el 742 de nuestra era, la población total de China permaneció en el orden de los 50 millones de habitantes, con un máximo de 58 millones y un mínimo de 48 millones. Más significativo aún, hubo pronunciadas disminuciones en las áreas centrales originales de la dinastía Han. La gran planicie del Río Amarillo, por ejemplo, contaba con una población de 35 millones de habitantes en el año 2, población que descendió a 25 millones en el año 140, ascendió a 31 millones en el 609 y volvió a disminuir a 23 millones en el año 742. Descontados los aumentos producidos por la conquista de nuevos territorios, la tasa de crecimiento demográfico de China permaneció cerca del cero durante la mayor parte de dos milenios. (Después del año 1450, la introducción de nuevas variedades de arroz, boniatos y maíz indoamericano hicieron posible que los métodos agrícolas chinos sustentaran a poblaciones más densas que en períodos anteriores).
Siglo tras siglo, el nivel de vida de China, norte de la India, Mesopotamia y Egipto permanecieron levemente por encima o por debajo de lo que podría llamarse el umbral de la pauperización. Cuando la densidad de población de una región específica se acrecentaba demasiado, los niveles de vida caían debajo del umbral. Este fenómeno condujo a guerras, hambres y mengua de la población. Con densidades más bajas, el nivel de vida volvía a ascender hasta un punto apenas superior al promedio a largo plazo.
Los observadores occidentales siempre se han sorprendido por la naturaleza estática o «estacionaria» de estos antiguos sistemas dinásticos. Los faraones y los emperadores se sucedían década tras década, las dinastías se encumbraban y caían; no obstante, la vida de los culís, labradores y labriegos continuaba como de costumbre, sólo un punto por encima de la mera subsistencia. Los antiguos imperios eran conejeras llenas de campesinos analfabetos que se afanaban de sol a sol, sólo para obtener dietas vegetarianas deficientes en proteínas. Vivían poco mejor que sus bueyes y no estaban menos sujetos que éstos a las órdenes de seres superiores que sabían escribir y que tenían el privilegio de manufacturar y utilizar armas de guerra y coacción. El hecho de que sociedades que proporcionaban tan magras compensaciones resistieran miles de años —más que cualquier otro sistema con categoría de estado en la historia del mundo— es un inexorable recordatorio de que en las cuestiones humanas no hay nada inherente que asegure el progreso material y moral.
Cada uno de los antiguos imperios desarrolló su propio modelo integrado de vida social. Desde la cocina hasta los estudios artísticos, cada uno de ellos era un universo en sí mismo. A pesar de todas sus diferencias, la antigua China, la India, Mesopotamia y Egipto poseían sistemas fundamentalmente similares de economía política. Cada uno tenía una clase de burócratas altamente centralizada y despóticos señores hereditarios que se atribuían mandatos celestiales o de los que se decía que eran dioses. Excelentes redes de carreteras, ríos y canales mantenidos por el gobierno unían cada caserío y cada aldea con centros administrativos provinciales y nacionales. Cada aldea contaba como mínimo con una persona importante que servía de vínculo entre la aldea y la administración central. Las líneas de fuerza política sólo corrían en una dirección: de arriba hacia abajo. Mientras los campesinos podían a veces poseer su tierra, como en China, la burocracia se inclinaba por considerar la propiedad privada como un don del estado. Las prioridades de producción se establecían mediante políticas tributarias estatales y convocatorias de aldeanos y aldeanas para trabajar en proyectos de construcción promovidos por el estado. El estado era «más fuerte que la sociedad». Su derecho a recaudar contribuciones, confiscar materiales y reclutar mano de obra era prácticamente ilimitado. Celebraba censos sistemáticos, aldea por aldea, para determinar la fuerza de trabajo disponible y la base de los gravámenes a los ingresos. Desplegaba ejércitos de trabajadores, semejantes a ejércitos de hormigas, dónde y cuándo los señores del reino decretaban y emprendían la construcción de tumbas, pirámides, obras de defensa y palacios cuyas dimensiones son asombrosas, incluso de acuerdo con las pautas industriales modernas. En Egipto se necesitó el empleo temporal de cien mil hombres robustos para llevar a la práctica los monumentales proyectos del Antiguo Imperio; una fuerza de trabajo de ochenta y cuatro mil hombres empleados ochenta días anuales, trabajaron durante veinte años para construir la Gran Pirámide de Keops. En China, la construcción de la Gran Muralla requirió un millón de trabajadores a la vez; otro millón trabajaba en el Gran Canal; más de dos millones se dedicaban mensualmente a la construcción de la capital oriental de la dinastía Sui y el palacio imperial, durante el reinado del emperador Yang (604 a 617 de nuestra era).
A pesar del desarrollo de filosofías y religiones en defensa de la justicia y la misericordia, los gobernantes de estos vastos reinos con frecuencia debían apoyarse en la intimidación, la fuerza y el terror liso y llano para mantener la ley y el orden. Se exigía de los inferiores una sumisión total y el símbolo supremo de dicho sometimiento era la obligación de postrarse y humillarse en presencia del poderoso. En China, el plebeyo tenía que hacer una reverencia: hincarse de rodillas, caer hacia adelante, tocar el suelo con la cabeza y besar el polvo. En la India de los hindúes, los plebeyos abrazaban los pies del soberano. En el Egipto faraónico, los subordinados se arrastraban con el vientre contra el suelo. En todos estos imperios antiguos existían despiadados sistemas para echar y castigar a los desobedientes. Los espías mantenían informados a los gobernantes acerca de los perturbadores potenciales. Los castigos iban desde los golpes hasta la muerte con tortura. En Egipto, los recaudadores de impuestos golpeaban a los campesinos recalcitrantes y los arrojaban, atados de pies y manos, a las zanjas de irrigación; los capataces de todos los proyectos estatales llevaban consigo porras y látigos. En la antigua India, los magistrados condenaban a los desobedientes a dieciocho tipos distintos de tortura, incluyendo golpes en las plantas de los pies, colgamiento por los tobillos y quemaduras en las articulaciones de los dedos: en el caso de delitos leves, se cambiaba el castigo diariamente durante dieciocho días seguidos; en el caso de ofensas graves, sentenciaban al condenado a recibir las dieciocho variedades el mismo día. En China, el emperador castigaba a los que expresaban opiniones imprudentes haciéndolos castrar en una mazmorra.
Estos antiguos imperios compartían otra característica: cada uno de ellos era lo que el gran historiador institucional Karl Wittfogel ha designado como «sociedad hidráulica». Cada uno de ellos se desarrolló en medio de planicies áridas o semiáridas y valles alimentados por grandes ríos. Mediante presas, canales, control de las corrientes y proyectos de desagüe, los funcionarios desviaban el agua de estos ríos y la enviaban a las tierras de los campesinos. El agua era el factor más importante de la producción. Cuando se aplicaba en cantidades regulares y copiosas, se obtenían elevados rendimientos por acre y por caloría de esfuerzo.