Caníbales y reyes (22 page)

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Authors: Marvin Harris

Tags: #Ciencia

BOOK: Caníbales y reyes
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El cambio de status de los prisioneros de guerra representa el factor principal en la creación de la segunda fuente en importancia (después de las clases nativas empobrecidas) de la mano de obra productiva de la Mesopotamia.

Gelb pone de relieve el hecho de que en Mesopotamia, la India y China, los prisioneros de guerra no eran utilizados como esclavos, sino deportados de sus tierras natales y establecidos como campesinos más o menos libres a lo largo y lo ancho del reino. Evidentemente, para estos sistemas estatales primitivos del Viejo Mundo, era ventajoso en el sentido de la relación entre costos y beneficios utilizar sus animales domésticos como fuente de leche y carne y a sus cautivos como trabajadores agrícolas y carne de cañón. Esta adaptación se basaba en el hecho de que la presencia de animales domésticos permitía ampliar e intensificar la base productiva y reproductora de los antiguos estados e imperios del Viejo Mundo, mucho más allá del nivel al cual podían llegar los aztecas sin sufrir graves reducciones de su nivel de vida (aunque las consecuencias de los pecados de la intensificación también les alcanzarían poco después).

La segunda dimensión que ha de considerarse al evaluar los costos y beneficios del canibalismo es más política que económica, aunque al final también se reduce a la cuestión de mantener los niveles de vida frente al crecimiento demográfico, la intensificación y el agotamiento del medio ambiente. Como ya he dicho, los estados surgieron a partir de las sociedades grupales y aldeanas a través de la ampliación y estratificación del liderazgo responsable de las redistribuciones económicas y de la dirección de la guerra externa. Los primeros reyes, como Sigurd el Generoso, cultivaban la imagen de «gran proveedor» que los «grandes hombres» siempre han utilizado en todas partes para justificar su preeminencia: «Su mano pródiga reparte las ganancias de su espada sobre la tierra». Sin embargo, la generosidad continua frente al rápido crecimiento demográfico y los agotamientos del medio ambiente exigía una expansión constante hacia nuevos territorios y la asimilación progresiva de masas adicionales de productores campesinos. La ingestión de prisioneros de guerra no sólo representa un gran desperdicio de mano de obra bajo las condiciones ecológicas características de los estados primitivos del Viejo Mundo, sino que era la peor estrategia para cualquier estado que tuviera ambiciones imperiales. La construcción de un imperio no se ve facilitada por la promesa de que aquéllos que se sometan al «gran proveedor» serán comidos. Más bien, el principio fundamental que guía toda expansión imperial con éxito afirma que aquéllos que se someten al «gran proveedor» no serán comidos —literal o figuradamente—, sino que, en realidad, sus vidas serán preservadas y su dieta mejorada. Canibalismo e imperio no se mezclan. A lo largo de la historia, las personas han sido reiteradamente engañadas a fin de que creyeran que las enormes desigualdades son necesarias para su propio bienestar. Pero algo que ningún «gran proveedor» ha logrado jamás es convencer a las personas de que existe algún tipo de igualdad en la relación entre comer y ser comido. En síntesis, elegir un reino caníbal equivale a elegir la guerra perpetua con los vecinos y un territorio plagado de rebeliones en el cual las personas son tratadas, literalmente, como útiles tan sólo para convertirlas en carne de estofado. Esta elección sólo tenía sentido para un estado que —como el de los aztecas— ya había agotado hasta tal extremo su medio ambiente que la fase de política imperial no podía ser alcanzada.

También debo agregar que existía un equivalente interno de la política de misericordia hacia los prisioneros de guerra. El crecimiento del imperio promovía la imagen de los gobernantes como figuras divinas que protegen a los humildes de la superexplotación en manos de otros miembros de la clase gobernante. Los gobiernos imperiales debían trazar una delgada línea entre un exceso y una debilidad impositivas. Si el poder de los funcionarios locales para imponer contribuciones al campesinado no era frenado por el emperador, el pueblo se mostraba turbulento, el costo de mantenimiento de la ley y el orden subía vertiginosamente y se arriesgaba la supervivencia del imperio. El resultado natural de la imagen del «gran proveedor» extendida sobre un lienzo de dimensiones continentales era la del gran dispensador de justicia y misericordia y protector divino de los humildes. Aquí reside el origen de las religiones universalistas de amor y misericordia del Viejo Mundo. En el más antiguo código jurídico que se conoce, escrito 1.700 años antes del nacimiento de Cristo, Hammurabi hizo de la protección de los débiles ante los fuertes un principio fundamental del gobierno imperial de Babilonia. Hammurabi se representaba a sí mismo como el más grande de los «grandes proveedores»: «Pastor», «dador de riquezas abundantes», «creador de riquezas rebosantes», «proveedor de aguas abundantes para su pueblo», «dador de copiosa abundancia… que aumenta los cultivos», «…que acumula los graneros llenos de granos», «… generoso proveedor de sagrados festines», «… dador de las aguas de la abundancia», «… que ha puesto firmemente loa cimientos de las moradas y las provee de abundancia de cosas buenas». Después se declaró divino: «El dios-sol de Babilonia, que hace que la luz se eleve sobre la tierra». Y, finalmente, gran protector: «Destructor de los malos y los perversos para que los fuertes no puedan oprimir a los débiles».

El mismo cálculo imperial reside en el corazón de la religión política conocida como confucionismo. Los reyes chinos primitivos mantenían en la corte una especie de «grupo de consejeros expertos» a los cuales pedían consejo sobre el modo de permanecer ricos y poderosos sin que los derrocaran. Los más famosos de estos consejeros fueron Confucio y Mencio, que nunca se cansaron de explicar a sus majestades reales que la receta para un reinado largo y próspero consistía en ocuparse de que el bajo pueblo estuviera bien alimentado y no demasiado cargado con impuestos. De los dos, Mencio fue el más audaz; llegó al extremo de afirmar que el soberano era relativamente poco importante. Sólo el emperador que era benévolo con su pueblo podía abrigar la esperanza de durar:

El pueblo es el elemento más importante de una nación, los espíritus de la tierra y el grano aparecen después; el soberano es el más débil. En consecuencia, ganar al campesinado es tornarse soberano. En verdad, si su majestad dispensa un gobierno benévolo para el pueblo, es limitado en el uso de castigos y multas y hace que impuestos y tributos sean ligeros, logrando así que los campos sean arados en profundidad y las malas hierbas que contienen cuidadosamente eliminadas… entonces tendrá un pueblo que podrá emplearse con palos que ellos han preparado oponerse a las fuertes mallas y las fuertes armas de las tropas de Ts'in y de Tch'u… Los gobernantes de esos dos estados roban el tiempo a su pueblo, de modo que no pueden arar ni quitar las malas hierbas de los campos… Esos gobernantes, por así decirlo, conducen a sus pueblos hacia las dificultades o los ahogan. En ese caso, ¿quién se opondrá a su majestad? El siguiente proverbio, «los benévolos no tienen enemigos», está de acuerdo con esto y suplico a su majestad que no dude de lo que digo.

No había una gran separación entre estas doctrinas pragmáticas y el surgimiento de una religión hecha y derecha de amor, caridad y el carácter sagrado de la vida humana. La filosofía de Mencio ya afirmaba: «La benevolencia es la característica distintiva del hombre».

Creo que este equilibrio de la relación entre costos y beneficios del canibalismo patrocinado por el estado explica por qué el sacrificio humano y el canibalismo siguieron siendo rasgos poco importantes de las antiguas religiones estatales del Viejo Mundo. Además, como ha sugerido Michael Harner, también podría ofrecer por primera vez una respuesta a la pregunta de por qué el desarrollo político a lo largo de la costa del Pacífico y de las tierras altas de América del Sur que culminó con la aparición del imperio Inca siguió el modelo mesopotámico y chino más que el azteca. En su momento culminante, el imperio Inca abarcaba una región que cubría 2.400 kilómetros, desde el norte de Chile hasta el sur de Colombia, y contenía, tal vez, una población de seis millones de habitantes. Este extenso reino, a diferencia de Mesoamérica bajo el imperio de los aztecas, tenía una estructura política global de aldeas, distritos y provincias. Los funcionarios designados por el Inca supremo eran responsables de la ley, el orden y el mantenimiento de los altos niveles de producción. Las tierras aldeanas se dividían en tres partes, la mayor de las cuales correspondía a la parcela de subsistencia del campesino; las cosechas de la segunda y tercera partes eran entregadas a los funcionarios eclesiásticos y políticos, que estaban a cargo de los graneros provinciales. Estos graneros operaban según el principio de la normalidad. Los utilizaban para compensar los altibajos anuales así como las crisis regionales. En épocas de sequía, sus contenidos se enviaban a través de una red de caminos gubernamentales y puentes colgantes hasta las provincias necesitadas. La filosofía política de los incas, al igual que la de Hammurabi y Confucio, adoptó el impulso persistente de los «grandes hombres» generosos. Se apremió a los estados enemigos a que se sometieran al estado inca con el fin de disfrutar del nivel de vida más alto. Las tropas derrotadas, como en la Mesopotamia primitiva, eran restablecidas en distintas partes del imperio y plenamente incorporadas a la fuerza laboral campesina, en tanto los jefes enemigos eran trasladados a la capital, a Cuzco, y adoctrinados según la religión política del incario. El ejército incaico no avanzaba sobre sus enemigos bajo el lema OS COMEREMOS. Como en China y la Mesopotamia primitivas, los sacerdotes del incario sacrificaban ocasionalmente seres humanos —en nombre del creador Viracocha y del dios del sol Inte—, pero estos sacrificios no formaban parte integral del sistema bélico. Sólo se escogían uno o dos soldados de una provincia derrotada. Parece que, casi siempre, las víctimas principales han sido jóvenes de ambos sexos preparados para la ocasión con alimentos, bebidas y privilegios especiales. Lo más importante es que no existen pruebas de que las víctimas fueran desmembradas y comidas.

Los sacerdotes incas funcionaban como redistribuidores de carne y el sacrificio era un acontecimiento cotidiano. Pero los sumos sacerdotes de Cuzco agotaban su habilidad quirúrgica en las llamas, en tanto en santuarios menores los cobayos eran honrados de igual modo. Como ya he dicho, estos dos animales no figuraban en el inventario de la producción alimentaria de los aztecas. De los dos, la llama es el más importante en el contexto de esta discusión, en razón de que forma parte de la familia de los camellos, cuya pastura natural se compone de pastos de gran altura que los seres humanos no pueden ingerir. Las recientes excavaciones realizadas por J. y E. Pires-Ferreira y por Peter Kaulizkee, de la Universidad de San Marcos (Lima, el Perú), han remontado el origen de la domesticación de la llama hasta los cazadores que, al final del último período glacial, invadieron la puna de Junín. La domesticación no se completó hasta algún momento entre el 2500 y el 1750 antes de nuestra era, tarde según las normas del Viejo Mundo pero lo bastante temprano para haber jugado un papel al comienzo mismo del proceso de formación estatal en América del Sur.

Las llamas y los cobayos de los incas no eran menos despreciables que los perros y los pavos aztecas; sencillamente, constituían mejores fuentes cárnicas. Las llamas permitieron que los incas dejaran de sacrificar seres humanos porque les permitieron dejar de comer seres humanos. La lección parece clara: la carne de los rumiantes contuvo el apetito de los dioses y tornó misericordiosos a los «grandes proveedores».

11 Carne prohibida

Ya he mostrado que la domesticación animal se originó como un esfuerzo de conservación desencadenado por la destrucción de la megafauna del pleistoceno. Lo que comenzó como un intento para asegurar las raciones de carne de las poblaciones aldeanas, concluyó con la paradoja acostumbrada que hemos terminado por esperar siempre que un modo de producción se intensifica a fin de aliviar las presiones reproductoras. Ovejas, cabras, cerdos, ganado vacuno y otras especies domésticas originalmente podían criarse sobre todo por su carne, ya que durante los tiempos neolíticos primitivos las aldeas estaban rodeadas de amplias reservas de bosques y tierras de pastoreo que no eran necesarias para el cultivo de trigo, cebada y otras cosechas destinados al consumo directo por parte de los seres humanos. Pero a medida que la densidad humana de población aumentaba vertiginosamente en respuesta a las economías políticas expansionistas de los estados e imperios primitivos, la superficie de bosques y praderas no sembradas disponibles per cápita para la alimentación animal se redujo. Cada vez que una población agrícola que poseía animales domesticados aumentaba rápidamente, debía elegir entre cultivar más plantas alimenticias o criar más animales. Los estados e imperios antiguos invariablemente daban prioridad al cultivo de más plantas alimenticias ya que, por promedio, el rendimiento neto por calorías de cada caloría de esfuerzo humano invertido en la producción vegetal es diez veces superior al rendimiento neto por calorías obtenible de la producción animal. En síntesis, energéticamente es mucho más eficaz que los seres humanos coman vegetales alimenticios que el hecho de que prolonguen la cadena alimenticia al interponer animales entre vegetales y personas. Los cereales convierten alrededor del 4 por ciento de cada unidad de luz solar fotosintéticamente activa en materia comestible por el ser humano. Alimentar con cereales al ganado vacuno produce carne que sólo contiene el 5 por ciento de este porcentaje, es decir, el 0,02 por ciento de la unidad original de luz solar. Así, la decisión de aumentar la superficie consagrada a las cosechas agrícolas a costa de la superficie dedicada a las pasturas animales representa una estrategia que se propone criar y alimentar personas en lugar de animales.

Pero las especies domesticadas son valiosas por otros productos y servicios. Criarlas y matarlas únicamente por su carne equivale a destruir su valor como máquinas de tracción, como productoras de fibras y como proveedoras de fertilizante. Puesto que algunas de las especies domesticadas también pueden producir una provisión continua de proteínas animales en forma de leche y productos lácteos, no es difícil comprender por qué los animales domesticados fueron utilizados cada vez con menos frecuencia como fuente de carne: tenían más valor con vida que muertos. En consecuencia, la carne desapareció gradualmente de la dieta cotidiana del bajo pueblo de los estados e imperios antiguos, que después de mil años de «progreso» descubrieron que, por promedio, consumían casi tan pocas proteínas animales como los ciudadanos comunes de Tenochtitlán. En una vasta región del Viejo Mundo que correspondía a las zonas anteriores de mayor producción cárnica y cerealera, la carne animal se convirtió en un lujo cuyo consumo estaba cada vez más restringido a las ocasiones que incluían el sacrificio habitual y las redistribuciones eclesiásticas. Al final, el consumo de la carne de las especies más costosas terminó por estar prohibido, mientras en las regiones que sufrían los mayores agotamientos la carne misma terminó por ser ritualmente impura. Poco después surgieron por primera vez en la historia doctrinas eclesiásticas que se proponían inculcar la convicción de que la ingestión de vegetales era más digna de los dioses que la ingestión de carne.

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