No podremos saber exactamente cómo destruyeron su base ecológica los mayas hasta que no comprendamos mejor el modo en que concordaban los diversos componentes de su sistema agrícola. Por el momento, lo máximo que podemos hacer es decir que cada componente tenía un límite hasta el cual podía llegar, después de lo cual retrocedía con consecuencias devastadoras. La poda y quema con barbechos breves puede convertir las selvas en praderas permanentes. En el corazón mismo de la zona de Petén existe una enorme sabana cubierta de hierba que probablemente se creó a causa de una quema excesiva. La deforestación conduce, a su vez, a la erosión en las laderas. En Petén, la cobertura del terreno de la meseta es sumamente superficial y desaparece con facilidad cuando la cobertura vegetal no la protege. La erosión también puede dañar los sistemas de control de agua de las tierras bajas porque conduce a la concentración excesiva de sedimentos en canales y reservorios. Por último, al estropear la cobertura boscosa de una zona tan extensa como la de Petén es muy fácil modificar la pauta regional de precipitaciones anuales, prolongando la estación seca y aumentando la frecuencia y la gravedad de las sequías.
Es posible que la desaparición real de cada centro de Petén haya planteado un drama ligeramente distinto: en algunos, el fracaso de las cosechas; en otros, la rebelión; la derrota militar en unos terceros o diversas combinaciones según los acontecimientos locales. Pero no caben dudas de que el proceso esencial lo constituía el agotamiento del terreno frágil y de los recursos boscosos hasta un punto tan grave que, para su regeneración, era preciso dejar de utilizarlas durante varios siglos.
Cualquiera que fuese la causa exacta de la caída de los mayas, la razón de la preeminencia de las tierras altas de Mesoamérica parece evidente. La capacidad de los valles semiáridos de la meseta central para realizar intensificaciones agrícolas sucesivas superaba la del bosque casi tropical de los mayas. Mostraré cómo operó este proceso de intensificación en la historia del imperio de Teotihuacán.
El Valle de Teotihuacán es una rama del Valle de México, que se encuentra aproximadamente a 38 kilómetros al noreste del centro de Ciudad de México. Al igual que el Valle de Tehuacán, donde Richard MacNeish encontró las plantas domesticadas más antiguas, el Valle de Teotihuacán no tuvo aldeas permanentes hasta el primer milenio antes de nuestra era. Entre el 900 y el 600 antes de nuestra era, las aldeas estaban confinadas a las pendientes boscosas superiores del valle, por debajo de la profundidad de las heladas, pero a suficiente altura para aprovechar las precipitaciones suplementarias que caen en las laderas. Sin duda, el tipo de agricultura practicado por los primeros aldeanos era alguna forma de poda y quema de barbechos prolongados. En el 600-300 antes de nuestra era, se habían formado varias aldeas más grandes a menor altitud, en el borde del suelo del valle, aparentemente con el propósito de aprovechar los terrenos aluviales y de practicar una forma rudimentaria de irrigación. Durante el período siguiente, 300-100 antes de nuestra era, las colonias crecieron plenamente en el lecho del valle y una de ellas —el núcleo de lo que se convertiría en la ciudad de Teotihuacán— ya contenía 4.000 habitantes. El movimiento desde las laderas hasta el lecho del valle sugiere claramente la existencia de presiones reproductoras crecientes a consecuencia de la intensificación y el agotamiento del sistema de poda y quema, sobre todo por deforestación y erosión. A medida que la eficacia del trabajo de la agricultura de poda y quema disminuía, mereció la pena utilizar gastos iniciales y trabajos de construcción en las estructuras de irrigación. Numerosos manantiales grandes alimentados por el agua que se cuela a través de las laderas volcánicas porosas hasta el lecho del valle constituyeron la base del sistema de irrigación de Teotihuacán, que incluso se utilizan actualmente. A medida que la población de la colonia central aumentó, la red de canales del tamaño de ríos y alimentados por manantiales se utilizó para regar alrededor de 14.000 acres de tierras de labranza altamente productivas y de doble cosecha.
La ciudad de Teotihuacán creció rápidamente a partir del año 100 de nuestra era y alcanzó una población máxima de aproximadamente 125.000 habitantes en el siglo VIII. La rigurosa cartografía realizada por René Millón, de la Universidad de Rochester, muestra que la ciudad estaba dividida en barrios y distritos planificados, cada uno con sus especialidades artesanales, enclaves étnicos, templos, mercados, moradas palaciegas de piedra y argamasa para los ricos y poderosas y sombrías casas de apartamentos multifamiliares para el populacho: en conjunto, alrededor de 2.200 casas de apartamentos. Millón ha contado más de 400 talleres especializados en la fabricación de herramientas de obsidiana y más de 100 talleres de cerámica. Los edificios más grandes y decorados bordeaban la enorme avenida escalonada que recorría la ciudad en toda su longitud, cerca de tres kilómetros, de norte a sur. El monumento central —la llamada Pirámide del Sol, construida con cascotes con lados de piedra— mide 210 metros de lado y alcanza una altura de 60 metros.
Alrededor del 700 de nuestra era, Teotihuacán sufrió una caída catastrófica, debida probablemente a la quema y al saqueo, asociados con la aparición del nuevo poder imperial: los toltecas, cuya capital se encontraba a apenas 30 kilómetros, en el Valle de Tula. Aunque las pruebas son incompletas, considero que el responsable principal fue el agotamiento del medio ambiente. E1 volumen de agua que surge de los manantiales de agua fluctúa en relación con las precipitaciones. Una leve disminución permanente del volumen de agua de los manantiales y del nivel del subsuelo acuífero situado bajo el lecho del valle, había vuelto inhabitable Teotihuacán. Sabemos que se produjo la deforestación de un perímetro cada vez más amplio a medida que la ciudad crecía y consumía mayores cantidades de madera en vigas y travesaños para las casas, en combustible para cocinar y en la manufactura del yeso. Esta deforestación se cumplió a una escala lo bastante grande para alterar la pauta de precipitaciones y desagües de las pendientes superiores del valle. Existía una solución técnica al problema hidráulico que los habitantes de Teotihuacán no pusieron a prueba, salvo en una base muy limitada. Esta solución consistía en utilizar el lago poco profundo y las tierras pantanosas que bordeaban el Valle de Teotihuacán por el sudoeste y que probablemente en esos días estaban enlazados con el lago Texcoco, una masa de agua grande y parcialmente salobre que cubría la mayor parte del contiguo Valle de México. Para aprovechar las orillas del lago, era necesario construir acequias de desagüe y apilar la tierra extraída en lomos, procedimiento mucho más costoso que otros tipos de irrigación. Iniciada alrededor del 1100 de nuestra era, los pueblos que habitaban el Valle de México ya no podían evitar los altos costos iniciales de esta forma de agricultura. Una red de canales de desagüe y de lomos altamente productivos, cuya fertilidad se aumentaba constantemente mediante nuevos dragados, se extendió a lo largo de la orilla del lago y constituyó la base de subsistencia de media docena de gobiernos en lucha entre sí. Uno de ellos fue el estado azteca, que se convertiría en el último poder imperial indoamericano de América del Norte. Dado que Tenochtitlán, la capital de los aztecas, estaba situada en una isla conectada a la orilla mediante un arrecife, los aztecas gozaron de una ventaja militar con respecto a sus vecinos y poco después controlaban toda la región lacustre. A medida que la población alcanzaba densidades sin precedentes, los montículos en forma de lomo se extendieron hasta el lago propiamente dicho mediante el vertido de barro encima de maleza, tallos de maíz y ramas de árboles, lo que dio por resultado chinampas, o «jardines flotantes» (que, como es lógico, no flotaban), fabulosamente productivos.
Al principio, sólo utilizaron de este modo los brazos de agua dulce del lago. Pero a medida que las zonas ocupadas por las chinampas aumentaban, los ingenieros aztecas intentaron disminuir la salinidad de las porciones salobres haciendo diques y nivelando aquéllas con agua dulce canalizada a través de un complicado sistema de acueductos y compuertas.
En consecuencia, al analizar la secuencia de desarrollo del Valle de Teotihuacán y del Valle de México durante el milenio que va del 200 al 1200 de nuestra era, podemos distinguir tres amplias fases de intensificaciones agrícolas seguidas por tres cambios en el modo de producción: en primer lugar, la intensificación de la agricultura de poda y quema en las laderas; en segundo lugar, la irrigación por canales alimentados mediante manantiales; y, en tercer lugar, la construcción de las chinampas. Cada una de estas etapas implicaba inversiones iniciales y de construcción progresivamente mayores, pero a largo plazo todas sostenían densidades de población más altas y estados más grandes y poderosos. En esos mil años, la población del Valle de México se elevó de unas pocas decenas de miles a dos millones de habitantes, en tanto el alcance del control político iba de uno o dos valles a todo un subcontinente. Según la vieja teoría del progreso constante y ascendente, el aumento continuo de la producción agrícola debió significar que los aztecas y sus vecinos gozaron cada vez más de los beneficios de la «alta civilización», frase que los antropólogos no han dudado en aplicarles. Pero es una afirmación a todas luces poco apropiada.
Como carniceros metódicos y bien entrenados en el campo de batalla y como ciudadanos de la tierra de la Inquisición, Cortés y sus hombres, que llegaron a México en 1519, estaban acostumbrados a las muestras de crueldad y a los derramamientos de sangre. El hecho de que los aztecas sacrificaran metódicamente seres humanos no debió sorprenderles demasiado, puesto que los españoles y otros europeos quebraban metódicamente los huesos de las personas en el potro, arrancaban brazos y piernas en luchas de la cuerda entre caballos y se libraban de las mujeres acusadas de brujería quemándolas en la hoguera. Pero no estaban totalmente preparados para lo que encontraron en México.
En ningún otro lugar del mundo se había desarrollado una religión patrocinada por el estado, cuyo arte, arquitectura y ritual estuvieran tan profundamente dominados por la violencia, la corrupción, la muerte y la enfermedad. En ningún otro sitio los muros y las plazas de los grandes templos y los palacios estaban reservados para una exhibición tan concentrada de mandíbulas, colmillos, manos, garras, huesos y cráneos boquiabiertos. Los testimonios oculares de Cortés y su compañero conquistador, Bernal Díaz, no dejan dudas con respecto al significado eclesiástico de los espantosos semblantes representados en piedra. Los dioses aztecas devoraban seres humanos. Comían corazones humanos y bebían sangre humana. Y la función explícita del clero azteca consistía en suministrar corazones y sangre humanos frescos a fin de evitar que las implacables deidades se enfurecieran y mutilaran, enfermaran, aplastaran y quemaran a todo el mundo.
Los españoles vieron por primera vez el interior de un templo azteca principal como invitados de Moctezuma, el último de los reyes aztecas. Moctezuma todavía no había tomado una decisión con respecto a las intenciones de Cortés —error que poco después le resultaría fatal— cuando invitó a los españoles a subir los 114 escalones de los templos gemelos de Uitzilopochtli y Tlaloc, que se encontraban en la cumbre de la pirámide más alta de Tenochtitlán, en el centro de lo que hoy es Ciudad de México. Mientras subían los escalones, escribió Bernal Díaz, otros templos y santuarios «todos de un blanco resplandeciente» aparecieron ante sus ojos. En el espacio abierto de la cumbre de la pirámide «se alzaban las grandes piedras donde colocaban a los pobres indios escogidos para el sacrificio». Allí también había «una voluminosa imagen como de un dragón, y otras figuras fúnebres y mucha sangre derramada ese mismo día». Después Moctezuma les permitió ver la imagen de Uitzilopochtli, con su «rostro muy ancho y los ojos monstruosos y terribles», delante del cual «quemaban los corazones de tres indios que habían sido sacrificados ese día». Las paredes y el suelo del templo «estaban tan salpicadas e incrustadas de sangre que aparecían negras» y «todo el lugar apestaba de modo detestable». En el Templo de Tlaloc también todo estaba cubierto de sangre, «tanto las paredes como el altar, y el hedor era tal que apenas podíamos esperar el momento de salir de allí».
La principal fuente de alimento de los dioses aztecas estaba constituida por los prisioneros de guerra, que ascendían por los escalones de las pirámides hasta los templos, eran cogidos por cuatro sacerdotes, extendidos boca arriba sobre el altar de piedra y abiertos de un lado a otro del pecho con un cuchillo de obsidiana esgrimido por un quinto sacerdote. Después, el corazón de la víctima —generalmente descrito como todavía palpitante— era arrancado y quemado como ofrenda. El cuerpo bajaba rodando los escalones de la pirámide, que se construían deliberadamente escarpados para cumplir esta función.
Ocasionalmente, algunas víctimas de sacrificio —quizá guerreros distinguidos— gozaban del privilegio de defenderse a sí mismos un rato antes de que las mataran. Fray Bernardino de Sahagún, el máximo historiador y etnógrafo de los aztecas, describió del modo siguiente esas batallas simuladas:
…asesinaban a otros cautivos, luchaban con ellos… que estaban atados a la altura de la cintura con una cuerda que pasaba a través del agujero de una piedra redonda, como la de un molino; y [la cuerda] era lo bastante larga para que [el cautivo] pudiera caminar trazando la circunferencia completa de la piedra. Y le daban armas con las que podía luchar; y cuatro guerreros se lanzaban contra él con espadas y escudos y uno a uno intercambiaban golpes de espada hasta que lo derrotaban.
Aparentemente, en el estado azteca de dos o tres siglos antes, el monarca no estaba por encima de la tarea de despachar a algunas víctimas con sus propias manos. Diego Durán ha hecho un relato del sacrificio legendario de los prisioneros capturados entre los mixtecas:
Los cinco sacerdotes entraban y reclamaban al prisionero que se encontraba en el primer lugar de la fila… Llevaban a cada prisionero hasta el sitio en el que se encontraba el rey y, después de obligarlo a ponerse de pie sobre la piedra que era la figura y el retrato del sol, lo tumbaban boca arriba. Uno lo cogía del brazo derecho y otro del izquierdo, uno lo cogía del pie izquierdo y otro del derecho, mientras el quinto sacerdote le ataba el cuello con una cuerda y lo sostenía para que no pudiera moverse.
El rey elevaba el cuchillo y luego le hacía una gran incisión en el pecho. Después de abrirlo, extraía el corazón y lo elevaba con la mano como ofrenda al sol. Cuando el corazón se enfriaba, lo arrojaba en la concavidad circular, cogía un poco de sangre con la mano y la rociaba en dirección al sol.