Si esta digresión en la relación de costos militares como explicación del complejo de tortura-sacrificio-canibalismo parece demasiado mecánica, he de agregar que no niego la existencia de motivaciones psicológicas ambivalentes como las engendradas por la situación edípica en las sociedades militaristas de supremacía masculina. Supongo que la guerra produce emociones contradictorias y significa, simultáneamente, muchas cosas distintas para los participantes. No niego que el canibalismo pueda expresar tanto afecto como odio hacia la víctima. Lo que definitivamente rechazo es la opinión de que las pautas específicas de agresividad intergrupal puedan explicarse mediante elementos psíquicos vagos y contradictorios, descaradamente extraídos de las presiones ecológicas y reproductoras específicas que, en primer lugar, indujeron a las personas a practicar la guerra.
Si volvemos a los aztecas, vemos que la contribución singular de su religión no fue la introducción del sacrificio humano sino su refinamiento a lo largo de determinadas sendas destructivas. Lo más notable es que los aztecas transformaron el sacrificio humano de un derivado ocasional de la suerte en el campo de batalla en una rutina según la cual no pasaba un día sin que alguien no fuera tendido en los altares de los grandes templos como los de Uitzilopochtli y Tlaloc. Y los sacrificios también se celebraban en docenas de templos menores que se reducían a lo que podríamos denominar capillas vecinales. Uno de estos emplazamientos vecinales, una estructura baja, circular y de cumbre plana, de alrededor de seis metros de diámetro, quedó al descubierto durante la construcción del ferrocarril metropolitano de Ciudad de México. Ahora se encuentra, conservada detrás del cristal, en una de las estaciones más concurridas. Para ilustración de los viajeros, aparece una placa en que sólo se dice que los antiguos mexicanos eran «muy religiosos».
Dado que los ejércitos aztecas eran miles de veces más numerosos que los de los hurones o los de los tupinamba, podían capturar millares de prisioneros en una sola batalla. Además de los sacrificios cotidianos de pequeñas cantidades de prisioneros y esclavos en los santuarios mayores y menores, podían realizarse sacrificios masivos que implicaban centenares y miles de víctimas para conmemorar acontecimientos especiales. Por ejemplo, los cronistas españoles se enteraron de que en 1487, durante la consagración de la gran pirámide de Tenochtitlán, cuatro filas de prisioneros de tres kilómetros de largo cada una fueron sacrificados por un equipo de verdugos que trabajaron día y noche durante cuatro jornadas. El demógrafo e historiador Sherburne Cook calculó dos minutos por sacrificio y llegó a la conclusión de que el número de víctimas relacionadas con ese acontecimiento específico ascendía a 14.100. La escala de estos rituales podría rechazarse por exagerada si no fuera por los encuentros de Bernal Díaz y Andrés de Tapia con hileras de cráneos humanos metódicamente ordenados, y por ello fáciles de contar, en las plazas de las ciudades aztecas. Díaz escribe que en la plaza de Xocotlán:
había pilas de cráneos humanos dispuestos con tanta regularidad que uno podía contarlos y los calculé en más de cien mil.
Vuelvo a repetir que había más de cien mil.
De su encuentro con la enorme estantería de cráneos en el centro de Tenochtitlán, Tapia escribió:
Los postes estaban separados por algo menos de una vara [aproximadamente un metro] y atestados de varillas en cruz de arriba hacia abajo y en cada varilla había cinco cráneos atravesados a la altura de las sienes: el que escribe y un tal Gonzalo de Umbría contaron las varillas en cruz y al multiplicar por cinco cabezas cada varilla de un poste a otro, como he dicho, descubrimos que había 136 mil cabezas.
Pero eso no era todo. Tapia también describe dos altas torres erigidas exclusivamente con cráneos unidos con cal, en las que había un número incalculable de cabezas y mandíbulas.
Las explicaciones tradicionales de la gran escala de esta matanza describen a los aztecas como un pueblo obsesionado por la idea de que sus dioses necesitaban beber sangre humana y, en consecuencia, procedían piadosamente a practicar la guerra con el propósito de cumplir con su sagrado deber. Según Jacques Soustelle:
¿De dónde surgirían más víctimas? Eran primordiales para suministrar a los dioses su alimento… ¿Dónde se podría encontrar la sangre preciosa sin la cual el sol y toda la estructura del universo estaban condenados a la aniquilación? Era primordial continuar en estado de guerra… La guerra no era, simplemente, un instrumento político: se trataba, sobre todo, de un rito religioso, de una guerra santa.
Pero las guerras santas entre los estados son muy comunes. Los judíos, los cristianos, los musulmanes, los hindúes, los griegos, los egipcios, los chinos, los romanos… todos fueron a la guerra para satisfacer a sus dioses o para cumplir la voluntad de Dios. Sólo los aztecas sintieron que era santo ir a la guerra con el fin de practicar enormes cantidades de sacrificios humanos. Aunque todos los demás estados arcaicos, y no tan arcaicos, practicaban carnicerías y atrocidades masivas, ninguno de ellos lo hizo con el pretexto de que los príncipes celestiales tenían el deseo incontrolable de beber sangre humana. (Como veremos más adelante, no es fortuito que los dioses de muchos estados del Viejo Mundo bebieran aguamiel o ambrosía, comieran rocío y no expresaran ninguna preocupación acerca de dónde surgiría la próxima comida). Los aztecas estaban tan decididos a capturar prisioneros para sacrificarlos que frecuentemente se abstenían de aprovechar una ventaja militar por temor a matar a demasiados contrincantes antes de que pudieran acordarse los términos de la rendición. Esta táctica les costó cara en los combates con las tropas de Cortés, que desde el punto de vista de los aztecas parecían irracionalmente decididas a matar a todos los que aparecían ante su vista.
Sherburne Cook fue el primer antropólogo moderno que rechazó un enfoque sentimental del enigma del sacrificio azteca: «Por muy potente que sea, ningún impulso puramente religioso puede mantenerse con éxito durante un período considerable de tiempo en oposición a una resistencia económica fundamental». Cook sostuvo que la guerra y los sacrificios aztecas formaban parte de un sistema para regular el crecimiento demográfico.
Asimismo, Cook calculó que el efecto combinado de las muertes por combate y los sacrificios producían un aumento anual del 25 por ciento en la tasa de mortalidad. Puesto que «la población alcanzaba la máxima concordante con los medios de subsistencia… el efecto de la guerra y los sacrificios habrían sido muy eficaces para controlar cualquier incremento demográfico indebido». Esta teoría supuso un adelanto con respecto a sus predecesoras pero, evidentemente, tiene defectos en su núcleo. Los aztecas no podrían haber controlado la población del Valle de México mediante la guerra y los sacrificios humanos. Puesto que casi todos los muertos por combate y las víctimas sacrificadas eran hombres, el 25 por ciento de aumento en las tasas de mortalidad sólo se refiere a hombres y podría equipararse fácilmente mediante un aumento del 25 por ciento de la tasa de natalidad. Si los aztecas hubiesen estado sistemáticamente decididos a reducir la tasa de crecimiento demográfico, se habrían dedicado a sacrificar doncellas en lugar de hombres adultos. Además, si la función de sus sacrificios consistía en el control demográfico, ¿por qué los aztecas no mataron a sus enemigos, simplemente, durante las batallas, como siempre han considerado conveniente hacer los ejércitos imperiales de otras partes del mundo? La explicación de Cook no logra desentrañar la particularidad de la práctica mesoamericana: explicar por qué la matanza tenía que realizarse en la cumbre de una pirámide en lugar del campo de batalla.
Las descripciones convencionales del ritual del sacrificio azteca concluyen cuando el cadáver de la víctima cae por la pirámide. Cegado por la imagen de un corazón todavía palpitante, mantenido en alto entre las manos del sacerdote, uno se olvida fácilmente de preguntar qué ocurría con el cadáver cuando se detenía al final de los escalones. Michael Harner, de la New School, ha analizado esta cuestión con más inteligencia y denuedo que el resto de los especialistas. A lo largo de este capítulo me remitiré con frecuencia a sus trabajos. Sólo Harner merece el honor de haber resuelto el enigma del sacrificio azteca.
Como afirma Harner, en realidad no existe ningún misterio con respecto a lo que ocurría con los cadáveres, ya que todos los relatos de los testigos oculares coinciden en líneas generales. Todo aquel que sepa de qué modo los tupinamba, los hurones y otras sociedades aldeanas se libraban de sus víctimas de sacrificios, deberían ser capaces de arribar a la misma conclusión: las víctimas eran comidas. La descripción de fray Bernardino de Sahagún deja pocas dudas:
Después de haberles arrancado el corazón y vertido la sangre en un recipiente de calabaza, que el amo del hombre asesinado recibía, se comenzaba a hacer rodar el cuerpo por los escalones de la pirámide. Terminaba por detenerse en una pequeña plaza situada debajo. Allí algunos ancianos, a los que llamaban Quaquacuiltin, se apoderaban de él y lo llevaban hasta el templo tribal, donde lo desmembraban y lo dividían a fin de comerlo.
Fray Bernardino de Sahagún destaca reiteradamente las mismas cuestiones:
Después de asesinarlos y de arrancarles el corazón, los apartaban suavemente y los hacían rodar escalones abajo. Cuando llegaban al fondo, les cortaban la cabeza, insertaban una vara a través de ella y trasladaban los cadáveres hasta las casas que llamaban calpulli, donde los dividían a fin de comerlos.
…y extraían sus corazones y cortaban sus cabezas. Más tarde dividían todo el cuerpo entre ellos y lo comían…
Diego Durán nos ofrece una descripción parecida:
Tan pronto como el corazón había sido arrancado era ofrecido al sol y se arrojaba sangre hacia la deidad solar. Imitaban el descenso del sol por el oeste y arrojaban el cuerpo por los escalones de la pirámide. Después del sacrificio, los guerreros celebraban un gran festín con muchas danzas, ceremonias y canibalismo.
Estas descripciones aclaran diversas cuestiones con respecto al complejo azteca de guerra-sacrificio-canibalismo. Harner afirma que cada prisionero tenía un propietario, probablemente el oficial a cargo de los soldados que realizaban realmente la captura. Cuando el prisionero era llevado de regreso a Tenochtitlán, lo albergaban en el recinto del propietario. Sabemos muy poco acerca de cuánto tiempo permanecía allí o de cómo lo trataban, pero podemos imaginar que lo alimentaban con «tortillas» suficientes para evitar que perdiera peso. Incluso parece probable que un comandante militar poderoso haya dispuesto de varias docenas de prisioneros y los haya engordado preparándolos para días festivos especiales o para importantes acontecimientos familiares como nacimientos, muertes o matrimonios. Cuando el momento del sacrificio se acercaba, es posible que los prisioneros fueran torturados para instrucción y entretenimiento de la familia y los vecinos del propietario. Sin duda alguna, el día del sacrificio el propietario y sus soldados llevaban al prisionero hasta el pie de la pirámide para presenciar los actos en compañía de otros dignatarios cuyos prisioneros eran sacrificados el mismo día. Después de extraído el corazón, el cadáver no era arrojado escalones abajo, sino empujado por asistentes, ya que los escalones no eran lo bastante escarpados para que el cuerpo cayera desde arriba hasta el fondo sin atascarse. Los ancianos, a los que de Sahagún se refiere como Quaquacuiltin, reclamaban el cadáver y lo llevaban nuevamente al recinto del propietario donde lo cortaban y preparaban los miembros para cocinarlos; la receta favorita era un estofado condimentado con pimientos y tomates. De Sahagún afirma que ponían flores aromáticas en la carne. También sostiene que los sacerdotes recogían la sangre en una vasija de calabaza y se la entregaban al propietario. Sabemos que el corazón era colocado en un brasero y quemado junto con incienso copal, aunque no está claro si se convertía o no en cenizas. También existen algunas dudas con respecto al destino del tronco con los órganos y la cabeza con los sesos. Finalmente, el cráneo terminaba exhibido en uno de los estantes descritos por Andrés Tapia y Bernal Díaz. Pero como la mayoría de los caníbales saborean los sesos, podemos suponer que eran extraídos —tal vez por los sacerdotes o los espectadores— antes de que los cráneos terminaran expuestos. Aunque según Díaz el tronco era arrojado a los mamíferos, a las aves y a las serpientes carnívoras del zoológico real, sospecho que los guardianes del zoo —Tapia afirma que eran muy numerosos— extraían primero casi toda la carne.
He seguido el destino del cadáver de la víctima con el fin de demostrar que el canibalismo azteca no era una degustación superficial de las golosinas ceremoniales. Todas las partes comestibles se utilizaban de un modo claramente comparable con el consumo de los animales domesticados. Es legítimo describir a los sacerdotes aztecas como asesinos rituales en un sistema patrocinado por el estado y destinado a la producción y redistribución de cantidades considerables de proteínas animales en forma de carne humana. Desde luego, los sacerdotes tenían otros deberes, pero ninguno con más sentido práctico que su carnicería.
Las condiciones que permitieron la aparición del reino caníbal azteca merecen un cuidadoso estudio. En otros sitios, el surgimiento de estados e imperios contribuyó a la desaparición de las pautas anteriores de sacrificio humano y canibalismo. A diferencia de los dioses aztecas, los máximos dioses del Viejo Mundo declaraban tabú el consumo de carne humana. ¿Por qué sólo en Mesoamérica los dioses alentaron el canibalismo? Como propone Harner, creo que debemos buscar la respuesta tanto en los agotamientos específicos del ecosistema mesoamericano bajo el impacto de siglos de intensificación y de crecimiento demográfico, como en los costos y beneficios de utilizar carne humana como fuente de proteínas animales a falta de opciones más baratas.
Como ya he dicho, al final del período glacial Mesoamérica quedó en un estado de agotamiento mayor que cualquier otra región en lo que se refiere a recursos animales. El crecimiento constante de la población y la intensificación de la producción, bajo la influencia coactiva de la administración de los imperios clásicos de las tierras altas, eliminaron virtualmente la carne animal de la dieta de las personas comunes. Naturalmente, la clase dirigente y sus acólitos siguieron disfrutando de exquisiteces como perros, pavos, patos, ciervos, conejos y pescados. Pero, como afirma Harner, los plebeyos —a pesar de la expansión de las chinampas— con frecuencia se vieron obligados a comer las algas extraídas de la superficie del lago Texcoco. Aunque el maíz y las judías en cantidades suficientes podían suministrar todos los aminoácidos esenciales, las reiteradas crisis de producción a lo largo del siglo XV determinaron que las raciones proteínicas quedaran reducidas con frecuencia a niveles que habrían justificado biológicamente un poderoso anhelo de carne. Además, siempre había escasez de todo tipo de grasas.