¿Es posible que la redistribución de la carne de las víctimas de los sacrificios haya mejorado significativamente el contenido de proteínas y de grasas de la dieta de la nación azteca? Si la población del Valle de México era de dos millones y la cantidad de prisioneros disponibles para la redistribución por año sólo ascendía a quince mil, la respuesta es negativa. Pero la cuestión está mal planteada. La pregunta no debería plantear hasta qué punto estas redistribuciones caníbales contribuían a la salud y la energía del ciudadano medio, sino hasta qué punto los costos y beneficios del control político experimentaron un cambio favorable a consecuencia de utilizar carne humana para recompensar a grupos selectos en períodos cruciales. Si un dedo de la mano o del pie era todo lo que uno podía esperar, probablemente el sistema no habría funcionado. Pero si la carne era suministrada a la nobleza, los militares y sus acólitos en paquetes concentrados, y si la provisión era sincronizada para compensar los déficit del ciclo agrícola, quizá la coyuntura habría sido suficiente para que Moctezuma y la clase gobernante evitaran la caída política. Si este análisis es correcto, debemos considerar sus implicaciones inversas, es decir, que la disponibilidad de especies animales domesticadas jugó un papel importante en la prohibición del canibalismo y en el desarrollo de religiones de amor y misericordia en los estados e imperios del Viejo Mundo. Incluso es posible que el cristianismo fuera más el don del cordero en el pesebre que el del niño que nació en él.
Espero no haber dado la impresión de que el sacrificio y la ingestión de prisioneros de guerra era una especialidad peculiar de los indoamericanos. Hace incluso cincuenta o cien años, el sacrificio de prisioneros de guerra a pequeña escala y la redistribución de su carne eran prácticas comunes en cientos de sociedades preestatales diseminadas en África al sur del Sahara, en el sudeste asiático, Malasia, Indonesia y Oceanía. No obstante, tengo motivos para creer que la ingestión de carne humana nunca fue un aspecto importante de los festines redistributivos de las culturas inmediatamente predecesoras del surgimiento de los estados en Mesoamérica, Egipto, la India, China o Europa.
En todas estas regiones los seres humanos eran ritualmente sacrificados, pero rara vez comidos. Fuentes romanas autorizadas —César, Tácito y Plutarco— afirman que el sacrificio de prisioneros de guerra era algo común entre las llamadas naciones «bárbaras» de los límites del mundo greco-romano. Los griegos y los romanos de la antigüedad clásica tardía consideraban inmoral todo tipo de sacrificio humano y les perturbaba que los soldados honestos fueron privados de sus vidas en beneficio de los cultos de pueblos tan «incivilizados» como los bretones, los galos, los celtas y los teutones. Sin embargo, en tiempo de Homero los griegos no habían sido contrarios a matar una pequeña cantidad de prisioneros para influir a los dioses. Por ejemplo, durante la batalla de Troya, el héroe, Aquiles, colocó en la pira funeraria de su compañero de armas, Patroclo, a doce troyanos capturados. Incluso en época tan tardía como la de la gran batalla naval de Salamina, sostenida en el 480 antes de nuestra era entre griegos y persas, Temístocles, el comandante en jefe de los griegos, ordenó el sacrificio de tres cautivos persas a fin de asegurarse la victoria. En otro tiempo, también los romanos habían practicado sacrificios humanos. Alrededor del 226 antes de nuestra era, dos galos y dos griegos fueron quemados vivos con el fin de impedir que se cumpliera una profecía según la cual galos y griegos ocuparían poco después la ciudad de Roma. En el 216 y en el 104 antes de nuestra era tuvieron lugar incidentes semejantes.
Los aguerridos soldados romanos se acobardaron durante los primeros encuentros con los celtas, que se lanzaban a la batalla murmurando cantos extraños y corriendo totalmente desnudos por la nieve contra las filas romanas. La existencia de un «culto de la cabeza cortada» celta a través de toda la Europa prerromana de la Edad de Hierro, demuestra que los negros y los indios no son los únicos americanos contemporáneos que descienden de los cazadores de cabezas. Los guerreros celtas acomodaban las cabezas recién cortadas de sus enemigos en los carros y las llevaban consigo de regreso para colgarlas de las vigas de sus casas. En el sur de Francia, los celtas exponían cráneos en nichos tallados en monolitos de piedra. Los cráneos adornaban las fortalezas celtas de las colinas y las entradas de sus aldeas y poblaciones. No sabemos si algunos de estos cráneos se obtenían mediante víctimas de sacrificios. Lo que sí sabemos es que el sacrificio humano era una parte importante del ritual celta y que se cumplía bajo la supervisión de una casta sacerdotal conocida con el nombre de druidas. Los celtas preferían quemar a las personas y con este fin tejían cestas de mimbre, de tamaño adecuado, alrededor del prisionero y después les prendían fuego. En otras ocasiones, las víctimas eran desentrañadas o acuchilladas por la espalda para que los druidas pudieran predecir el futuro según el estado de las entrañas humeantes o la posición de los miembros cuando las contorsiones cesaban.
Herodoto informa que otra famosa nación bárbara cazadora de cabezas —los escitas, que vivían en el Danubio inferior y en las orillas del Mar Negro— sacrificaba regularmente uno de cada cien prisioneros capturados en el campo de batalla. Según Ignace Gelb, de la Universidad de Chicago, en la Mesopotamia más primitiva los prisioneros eran sacrificados en templos. Una inscripción de Lagash, escrita aproximadamente en el 2500 antes de nuestra era, se refiere a la acumulación de miles de cadáveres enemigos en grandes pilas. Gelb también afirma que «los prisioneros de guerra eran frecuentemente sacrificados» en la China primitiva.
Como demuestra la historia bíblica de Abraham y de su hijo Isaac, evidentemente la posibilidad del sacrificio humano estaba en las mentes de los antiguos israelitas. Abraham cree oír que Dios le pide que mate a su hijo, que sólo se salva a último momento mediante la intervención de un ángel amistoso. Cuando Hiel de Bethel reconstruyó Jericó, «puso sus cimientos a costa de su primogénito Abiram y levantó sus puertas a costas de su hijo menor Segub, de acuerdo con la palabra del Señor».
Las escrituras brahmánicas primitivas también muestran un interés persistente por los sacrificios humanos. La diosa de la muerte, Kali, tiene un parecido sorprendente con las sanguinarias deidades aztecas. El Kalika Purana —el Libro Sagrado de Kali— la describe como una figura horrible enguirnaldada con un collar de cráneos humanos, embadurnada de sangre humana y sosteniendo un cráneo en una mano y una espada en la otra. El libro contiene instrucciones minuciosas acerca del modo en que deben ser sacrificadas las víctimas humanas.
Después de acomodar a la víctima delante de la diosa, el adorador deberá reverenciarla mediante una ofrenda de flores, de pasta de sándalo y de corteza, repitiendo frecuentemente el mantra adecuado para el sacrificio. Después, mirando al norte y colocando a la víctima para que mire al este, él deberá mirar hacia atrás y repetirá este mantra: «Oh, hombre, gracias a mi buena suerte tú has aparecido como víctima; en consecuencia, te saludo… Hoy te mataré y la matanza como sacrificio no es asesinato». Así, mientras se medita sobre esa víctima de forma humana, una flor habrá de ser arrojada a la coronilla de su cabeza pronunciando el siguiente mantra: «Om, Aim, Hriuh, Sriuh». Luego, mientras uno piensa sus deseos y se refiere a la diosa, la víctima deberá ser rociada con agua. Después de lo cual, la espada deberá ser consagrada con el siguiente mantra: «Oh, espada, tú eres la lengua de Chandika…». La espada, que ha sido consagrada de este modo, deberá ser elevada mientras se repite el mantra: «Am hum phat», y con ella hay que matar a la excelente víctima.
Quizá la forma más persistente de sacrificio humano que se encuentra entre los estados e imperios primitivos del Viejo Mundo fuera la matanza de esposas, criados y guardaespaldas, durante los funerales de reyes y emperadores. Los escitas, por ejemplo, mataban a todos los cocineros, los mozos de caballos y los mayordomos reales del viejo monarca. También mataban a los mejores caballos del rey, así como a jóvenes que cabalgarían en ellos en la vida futura. En los primitivos sepulcros egipcios de Abidos y en los sepulcros reales sumerios de Ur, se han hallado vestigios de sacrificios de servidores. Los sacrificios de servidores reales cumplían una doble función. Un rey necesitaba llevarse su corte después de la muerte con el fin de disfrutar del estilo al que se había acostumbrado en vida. Pero en un sentido más realista, el asesinato obligatorio de las esposas, los criados y los guardaespaldas de un soberano le aseguraban que sus asociados más próximos valorarían su vida tanto como la propia y, por ende, no conspirarían contra su gobierno ni aceptarían la menor amenaza a su seguridad. Es probable que los chinos, durante la última parte del segundo milenio anterior a nuestra era practicaran los sacrificios de servidores reales más numerosos del mundo. Miles de personas eran condenadas a muerte en cada funeral real. Esta práctica, junto al sacrificio de prisioneros de guerra, fue prohibida por los Tcheu (1023-257 antes de nuestra era). Durante la dinastía Ts'in, las efigies de cerámica sustituyeron a personas y animales auténticos. En el 210 antes de nuestra era, a la muerte de Ts'in Che-Huang-Ti —el primer gobernante de una China unificada —, 6.000 estatuas realistas de cerámica de tamaño natural, que representaban soldados y caballos, fueron enterradas en una sala subterránea tan grande como un campo de fútbol, cerca del sepulcro del emperador.
Lo que destaca en esta visión rápida del sacrificio humano y ritual en las regiones nucleares de la formación estatal del Viejo Mundo es la falta de una relación estrecha entre sacrificio humano e ingestión de carne humana. En ninguna parte aparecen vestigios de un sistema en el cual la redistribución de carne humana constituyera una de las preocupaciones principales del estado o de sus ramas eclesiástica y militar. Pausanias de Lidia afirma que los galos, bajo el mando de Combutis y Orestorios, mataron a toda la población masculina de Callieas, bebieron su sangre y comieron su carne. Posteriormente se hicieron acusaciones semejantes contra los tártaros y los mongoles, pero estos informes parecen más relatos de las atrocidades de guerra que descripciones etnográficas de cultos caníbales de tipo azteca. Los informes de canibalismo en Egipto, la India y China están relacionados con la preparación de platos exóticos para los paladares hastiados de la clase alta, o con las hambres, cuando los pobres se comían entre sí para que algunos se mantuviesen con vida. En la Europa posromana el canibalismo era tenido por un delito tan grande que sólo las brujas, los seres humanos transformados en lobos, los vampiros y los judíos eran considerados capaces de practicarlo.
De Europa a China, no era carne humana sino animal la que se llevaba a los altares, se sacrificaba ritualmente, se desmembraba, se redistribuía y se consumía en festines comunales. Por ejemplo, la saga nórdiga de Hakon el Bueno contiene una descripción clara del papel jugado por el sacrificio animal en las redistribuciones realizadas por los monarcas y príncipes celtas y teutones.
Era una vieja costumbre que cuando estaba por celebrarse un sacrificio todos fueran al sitio donde se alzaba el templo y llevaran todo lo que necesitarían mientras durara la fiesta del sacrificio. Todos los hombres llevaban cerveza para esta fiesta. Todo tipo de ganado vacuno, así como caballar, era sacrificado… y la carne preparada en una comida sabrosa para los presentes. La fogata se encontraba en el centro del suelo del templo y sobre ella colgaban las ollas. Las copas llenas eran pasadas a través del fuego y aquél que ofrecía el festín y era jefe bendecía todas las copas llenas y la carne del sacrificio.
La generosidad y la comunión son los temas dominantes de estos ritos, según aparecen en una balada del siglo XIX sobre Sigurd (conocido como Sigfrido), al que las sagas retratan como a un «hombre pródigo».:
No tienen necesidad de copa ni fuente
los invitados que buscan al generoso.
—Sigurd el Generoso, que puede rastrear
su linaje desde la raza gigante…
ama a los dioses—, su mano pródiga
reparte las ganancias de su espada sobre la tierra.
Gracias a Tácito sabemos que «es costumbre que cada miembro de la tribu dé al jefe regalos que pueden ser de ganado vacuno o de una parte de sus cosechas», y que el ganado «es, en realidad, lo más apreciado, sin duda alguna la única riqueza del pueblo». Como afirma Stuart Piggott, el antiguo relato irlandés «The Cattle Raid of Cooley» comienza con una escena en la que Alill, jefe de Cruachan, y Medb, su esposa, se jactan de su riqueza, empiezan por los calderos de hierro, ascienden a través de los adornos de oro, las vestimentas, los rebaños de ovejas, los caballos y las piaras, hasta que finalmente llegan al epítome: su ganado vacuno. Entre los antiguos irlandeses —así como entre los germanos, los griegos homéricos y los latinos más antiguos—, el ganado vacuno era la medida más importante de riquezas y, consecuentemente, por inferencia, el punto más importante de los festines redistributivos sobre los que se asentaba la organización de estas jefaturas y de los estados incipientes.
Los griegos y los romanos clásicos también eran grandes sacrificadores de animales durante las fiestas religiosas y algunos templos se especializaban en animales que estaban relacionados con sus deidades. Por ejemplo, las cabras se consideraban regalos apropiados para Baco, el dios del vino, probablemente porque constituían una amenaza para las vides. Algunas ciudades griegas trataban a sus toros del mismo modo que, entre los aztecas, eran tratados los personificadores de los dioses: los enguirnaldaban y los celebraban durante el año anterior a su ejecución.
Como todo lector del Viejo Testamento sabe, el sacrificio animal constituía una preocupación primordial de los antiguos israelitas. El Levítico proporciona indicaciones minuciosas acerca de dónde, cuándo y cómo han de ser ofrecidos los animales. El libro de Los Números afirma que, durante la dedicación del primer tabernáculo, 36 bueyes, 144 carneros y corderos y 72 machos cabríos y cabritos eran sacrificados en un período de 12 días. A medida que los israelitas avanzaban de la jefatura pastoral a la categoría de estado, la escala de las redistribuciones aumentaba. Durante la dedicación del templo de Salomón en Jerusalén, se mataron 22.000 bueyes y 120.000 carneros. El más importante de los sacrificios israelitas era el del cordero durante la fiesta de Pascua. Mientras permanecían como esclavos en Egipto, los israelitas sacrificaban un cordero, untaban con su sangre los dinteles y las jambas de las puertas de sus casas, después lo cocinaban y lo comían con hierbas amargas y pan ázimo. Esa noche el Señor mataba a todos los primogénitos de las casas sin marcas y convencía al faraón de que había llegado el momento de que los israelitas abandonaran Egipto.