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Authors: Markus Zusak

Tags: #Infantil y Juvenil

Cartas cruzadas (31 page)

BOOK: Cartas cruzadas
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Un anciano sin techo se me planta sigilosamente delante con su barba, su boca desdentada y su pobreza.

Me pregunta tímidamente si puedo darle unas monedas. Habla con humildad.

En cuanto lo ha dicho, sus ojos se clavan, avergonzados, en el suelo. Me ha llegado a lo más hondo pero no lo sabe hasta que me encuentra buscando mi billetero en la cazadora.

En ese preciso instante, mientras mis dedos palpan el dinero, me llega la respuesta.

«¡Claro!».

Estoy tan contento que hablo en voz alta:

—Pídele dinero. —Digo las palabras en un tono tan firme que el mendigo se asusta.

—¿Cómo dice? —pregunta el hombre, todavía con voz débil y humilde.

—Pídele dinero —repito, pero esta vez más fuerte. No puedo contenerme.

Fruto de la costumbre, el viejo dice:

—Lo siento, señor. —Su rostro se viene abajo—. Siento tener que pedirle unas monedas.

He sacado un billete de cinco dólares del bolsillo y se lo entrego.

Lo sostiene como si fuera la Biblia. No deben de darle muchos billetes.

—Que Dios le bendiga. —Parece hipnotizado por el dinero cuando vuelvo a recoger las bolsas.

—No —respondo—. Que Dios le bendiga a usted. —Y me marcho a casa.

Las bolsas me cortan las manos pero no me importa. No me importa en absoluto.

El Marv secreto

Trabaja. Bebe. Juega a las cartas. Espera el Sledge Game durante todo el año.

Ésa es la vida de Marv.

Bueno, ésa y cuarenta de los grandes.

El martes voy a casa de Milla para ver cómo está. Nunca me canso de ser Jimmy, aunque
Cumbres borrascosas
está empezando a irritarme. Heathcliff es un gilipollas amargado y Catherine me saca de quicio. No obstante, mi odio más intenso se lo reservo a Joseph, el criado despreciable y cabrón. Además de todos sus sermones y lamentaciones, cuesta entender lo que dice.

Lo mejor de toda esa historia es Milla. Para mí ella está en las páginas. Cuando pienso en ese libro, pienso en ella. Pienso en sus ancianos ojos acuosos viendo cómo leo mientras ella escucha. Me encanta cerrar el libro y ver a la anciana descansar en su butaca.

Últimamente doy muchos paseos con
Doorman
y mientras lo hago recuerdo todos los mensajes que he repartido hasta el momento.

Temo por Marv y por Audrey.

Temo por mí.

«No puedes defraudarles», me sermoneo mientras los minutos pasan.

Temo. Temo.

No he llegado tan lejos para fallar ahora con las personas que mejor conozco y más quiero.

Vuelvo a repasarlos, desde Edgar Street hasta Ritchie.

Temo. Temo.

Los mensajes me infunden coraje.

—¿Has tenido suerte con la búsqueda de empleo? —le pregunto a Ritchie cuando nos reunimos todos en mi casa el domingo por la noche.

Niega con la cabeza.

—No, todavía no.

—¿Tú? —Exclama Marv—. ¿Buscando empleo? —Le da un ataque de risa.

—¿Qué tiene de malo? —interviene Audrey.

Ritchie guarda silencio y advertimos que está algo dolido. Hasta Marv lo advierte.

Intenta tragarse la risa.

Carraspea.

—Lo siento, Ritch.

Ritchie hunde su dolor un poco más y nos obsequia con su habitual gesto relajado.

—No pasa nada —dice, y por dentro me alegro de que Marv le haya provocado. Por lo menos, seguirá intentándolo aunque sólo sea para cerrarle la boca y ver la expresión de su cara cuando alguien lo contrate. Resulta gratificante cerrarle la boca a Marv.

—Doy yo —dice Audrey.

Cuando la timba toca a su fin son cerca de las once. Ritchie ya se ha ido cuando, en el porche, Marv le ofrece a Audrey llevarla a casa en coche. Por razones obvias, ella rechaza el ofrecimiento.

—¿Por qué no? —protesta Marv.

—Porque llegaré antes andando, Marv. —Audrey intenta razonar con él—. Y la verdad, Marv, hay menos pulgas aquí que allí. —Señala el vehículo estacionado en la calzada.

—Muchas gracias —refunfuña él.

—Marv, ¿recuerdas qué ocurrió la última vez que me acompañaste a casa hace unas semanas?

Marv hace memoria a regañadientes.

Audrey se lo recuerda de todos modos.

—Acabamos empujándolo hasta tu casa. —Se le ocurre una idea—. Deberías llevar una moto en el asiento de atrás.

—¿Por qué?

Esto se está poniendo interesante.

Casi divertido.

—Oh, vamos Marv —dice—. Dejaré que lo medites camino de casa, sobre todo si sufres una avería. Dice adiós con la mano y se aleja por la acera.

—Adiós, Audrey —susurro.

Ya no está.

Cuando Marv sube a su coche espero lo inevitable y lo inevitable sucede.

El contacto falla siete u ocho veces y yo cruzo el césped, abro la portezuela del copiloto y me subo al coche.

Marv me mira.

—¿Qué haces, Ed?

Quedamente.

Seriamente.

Hablo.

Digo:

—Necesito tu ayuda, Marv.

Intenta arrancar de nuevo el coche, pero nada.

—¿Con qué? —me pregunta. Vuelve a probar—. ¿Necesitas reparar algo?

—No, Marv.

—¿Quieres que despache a
Doorman
por ti?

—¿Despachar a
Doorman
?

—Ya sabes, quitarlo de en medio.

—¿Quién eres? ¿Capone?

Marv insiste con la llave, lo que consigue sacarme de mis casillas.

—Marv —digo—, ¿podrías parar con la llave y hablar en serio aunque sólo sea un minuto? ¿Podrías hacerme ese honor?

Se dispone a probar de nuevo, pero arranco la llave del contacto.

—Marv —suspiro. Un suspiro del tamaño de un grito—. Necesito tu ayuda. Necesito dinero.

El instante se ralentiza y puedo oírnos respirar.

Transcurre un minuto de silencio.

Ésta es la muerte de mi relación superficial con Marv. Realmente, tengo la sensación de que algo ha muerto.

Marv enseguida pone atención. La mención de la palabra dinero tiene ese efecto en él. Se le tensan las cejas y me mira buscando la forma de entrarme. No se muestra demasiado alentador.

—¿Cuánto, Ed? —pregunta, algo reticente. Y estallo.

Abro la portezuela con vehemencia.

Doy un portazo.

Me inclino sobre la ventanilla y señalo a mi amigo con el dedo índice.

—¡Debí imaginarlo! —Se me queda atrapado en él—. Eres el cabrón más tacaño que he conocido en mi vida, Marv… —Le señalo con toda la virulencia de que soy capaz—. ¡No puedo creerlo!

Silencio.

Espacio y silencio.

Me doy la vuelta y me apoyo en el coche al tiempo que Marv se apea para rodearlo.

—¿Ed?

—Lo siento. —«La cosa va bien», pienso.

Meneo la cabeza.

—No, no lo sientes —dice.

—Marv, pensaba que…

Me corta.

—Ed, no tengo… —Se le quiebra la voz.

—Simplemente pensé que podrías…

—Ed, no tengo el dinero.

Esto es algo inesperado.

—¿Por qué no, Marv? —Avanzo y le miro directamente a la cara—. ¿Por qué demonios no lo tienes?

—Me lo he gastado.

Su voz está en otro lugar. No proviene de su boca. Parece brotar de un lugar próximo a él. Un lugar vacío.

—¿En qué, Marv?

Me estoy poniendo nervioso.

—No en cualquier cosa. —Está recuperando la voz. Vuelve a ser su voz—. Lo puse en un fondo y no puedo retirarlo hasta dentro de unos años. Eso me da intereses. —Está muy serio ahora, pensativo—. No puedo sacarlo.

—¿Para nada?

—Para nada.

—Ni siquiera para una emergencia.

—Lo dudo.

Vuelvo a elevar la voz. Mi agresión parece desnudar la calle.

—¿Por qué demonios hiciste eso, Marv?

Marv se viene abajo.

Se viene abajo rodeando el coche y sentándose de nuevo detrás del volante. Se agarra a él.

Quedamente, rompe a llorar.

Parece que sus manos chorreen sobre el volante. Las lágrimas se aferran a su cara hasta que resbalan con renuencia hacia su garganta.

Rodeo el coche.

—¿Marv?

Espero.

—¿Qué está pasando, Marv?

Vuelve la cara y sus ojos angustiados buscan los míos.

—Sube —dice—. Quiero enseñarte algo.

Al cuarto intento el Ford arranca y Marv cruza el pueblo. Las lágrimas le surcan el rostro. Con menos renuencia ahora. Hacen eses. Parecen borrachas.

Nos detenemos en una casucha de madera y Marv se apea. Le sigo.

—¿La recuerdas? —pregunta.

La recuerdo.

—Suzanne Boyd —digo.

Las palabras salen de la boca de Marv tambaleándose. Tiene medio rostro en la penumbra, pero todavía puedo adivinar el contorno, la forma.

—Cuando su familia se marchó del pueblo —dice—, fue por un motivo concreto…

«Oh, no», intento decir, pero me trago las palabras.

Marv habla por última vez.

—El niño tiene ahora unos dos años y medio —dice.

Regresamos al coche y permanecemos callados un largo rato. Marv empieza a temblar incontroladamente. Tiene la piel tostada de trabajar al aire libre, pero en estos momentos, sentado en el coche, está blanco como el papel.

Todo adquiere sentido.

Sí, todo adquiere sentido.

Su patético coche.

Su obsesivo y detestable control del dinero.

Hasta su temperamento bronco, por utilizar una expresión más propia de
Cumbres borrascosas
.

—Quiero darle algo al pequeño, ¿sabes? Cuando sea mayor.

—¿Sabes si es niño o niña?

—No.

Saca de su billetero una vieja hoja de libreta. Cuando la desdobla, advierto que la dirección que aparece escrita ha sido repasada varias veces para que no se borre nunca.

«17 Cabramatta Road, Auburn».

—Me lo dieron unas amigas de Suzanne —dice, inexpresivo, Marv—. Cuando la familia desapareció sin más, acudí a sus amigas y les rogué que me dijeran adónde había ido Suzanne. Dios, fue penoso. Hasta rompí a llorar en la puerta de Sarah Bishop. —Ahora da la impresión de que sus palabras tengan eco. Su boca parece estática, anestesiada—. Señor, qué chica. Suzanne, la dulce Suzanne. —Se le escapa una risa sarcástica—. Cha, su viejo, era un cabrón muy severo, pero Suzanne se las ingeniaba para salir a hurtadillas de casa algunas noches por semana, una hora antes del alba, y nos íbamos a un viejo campo donde un hombre cultivaba maíz. —Casi esboza una sonrisa—. Teníamos una manta y lo hacíamos allí varias noches a la semana… Suzanne era fantástica, Ed. —Me mira directamente a los ojos porque si va a decírselo a alguien, quiere hacerlo bien—. Tenía un sabor delicioso. —La sonrisa resiste desesperadamente—. A veces tentábamos a la suerte y nos quedábamos hasta la salida del sol…

—Es muy bonito, Marv —digo mirando el parabrisas. No puedo creer que Marv y yo estemos hablando así. Normalmente demostramos nuestra amistad discutiendo.

—Recuerdo perfectamente su calidez, tanto en su interior como en su piel…

Puedo imaginarla, pero Marv mata la imagen con un suspiro.

—Y de repente un día no había nadie en la casa. Fui al campo pero sólo estábamos el maíz y yo.

La chica estaba embarazada.

No es algo inusual en estos parajes, pero los Boyd, lógicamente, no lo aprobaban. La familia se marchó del pueblo.

Nada se comentó al respecto y en realidad nadie echó de menos a los Boyd. Aquí la gente va y viene. Si consigue reunir dinero, se muda a un lugar mejor. Si es luchadora, se muda a otro lugar igual de sórdido para seguir probando suerte.

—Supongo —dice al rato Marv— que para su viejo era una deshonra que su hija de dieciséis años hubiera sido estafada y encima por alguien como yo. Supongo que hizo bien al ponerse duro…

Llegados a este punto no sé qué decir.

—Se marcharon del pueblo —prosigue—. La gente apenas lo comentó. —Se vuelve hacia mí. Noto sus ojos en mi cara—. Y llevo tres años viviendo con eso.

Se ha tranquilizado pero está tenso.

Pasa una hora.

Espero.

Pregunto.

—¿Has ido a esa dirección?

Se tensa un poco más.

—No. Lo he intentado pero no he podido. —Retoma la historia—. Una semana después de presentarme en casa de los Bishop, Sarah vino a verme al trabajo. Me entrega el papel y dice: «Prometí no contárselo a nadie, y aún menos a ti, pero no me parece justo». Y añadió: «Ve con cuidado, Marv. El padre de Suzie dice que te matará como vuelvas a acercarte a ella». Y se marchó. —La expresión de su rostro se vacía—. Recuerdo que ese día caían finas cortinas de agua.

—¿Sarah es aquella chica alta y morena tan bonita? —pregunto.

—Sí —responde Marv—. Después de lo que me dijo fui varias veces a la ciudad. En una ocasión hasta llevaba diez mil dólares en el bolsillo para ayudarla. Es lo único que quiero, Ed, ayudarla.

—Te creo.

Se frota la cara solemnemente y dice:

—Lo sé. Gracias.

—Entonces, ¿todavía no has visto al niño?

—No. Nunca logro reunir el valor suficiente para acercarme siquiera a su calle. Soy patético. —Empieza a tararear—: Patético, patético. —Y suavemente, ferozmente, golpea el volante con el puño. Estoy esperando que explote, pero no le quedan fuerzas para un arrebato emocional. Ya no. Durante tres años, desde la marcha de Suzanne, ha mantenido el tipo, pero ahora se está viniendo abajo.

—Éste… —Tiembla—. Éste es mi estado todos los días a las tres de la mañana, Ed. Veo a esa chica, a esa chica pobre y espectacular. A veces voy hasta el campo de maíz y caigo de rodillas. Oigo los latidos de mi corazón pese a no querer oírlos. Detesto los latidos de mi corazón. Suenan demasiado fuertes en ese campo.

Lo oigo.

Lo imagino.

—Cincuenta mil —me dice Marv—. Me detendré en los cincuenta mil. Al principio me dije que diez mil, luego veinte mil, pero no podía parar.

—Una manera de aliviar tu sentimiento de culpa.

—Exacto. —Intenta arrancar el coche varias veces y finalmente nos ponemos en marcha—. Pero el dinero no arreglará las cosas. —Detiene el coche en medio de la calzada. Los frenos arden y el rostro de Marv se inflama—. Quiero tocar a ese niño…

—Tienes que hacerlo.

—Hay muchas maneras de hacerlo —dice.

—Sólo una… —contesto.

Marv asiente.

Cuando me deja en casa la noche ha refrescado.

—Oye, Marv —digo antes de apearme.

Me mira.

—Te acompañaré.

Cierra los ojos.

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