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Authors: Markus Zusak

Tags: #Infantil y Juvenil

Cartas cruzadas (27 page)

BOOK: Cartas cruzadas
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Las reparto con el taxi antes de un turno de noche y en todos los lugares menos uno consigo pasar inadvertido. Sophie es la única que me ve, y debo confesar que hasta cierto punto lo deseaba.

Por la razón que sea siento algo especial hacia Sophie. Puede que una parte de mi ser la quiera porque es una eterna perdedora, como yo. Pero sé que hay algo más.

Sophie es hermosa.

En su forma de ser.

Tras dejar el sobre en el buzón giro sobre mis talones y me alejo con andar resuelto, como en los demás casos, pero en ese momento su voz me llega desde arriba, desde su ventana.

—¿Ed? —me llama.

Cuando me vuelvo me llama de nuevo, para que la espere, y al rato aparece en la puerta. Viste una camiseta blanca y un pantalón corto azul de correr. Lleva el pelo recogido y el flequillo ondea en su cara.

—Te he traído una felicitación de Navidad. —Una estupidez súbita se adueña de mí y de pronto me siento cohibido, de pie en el camino de entrada de su casa.

Abre el sobre y lee la felicitación.

En la suya he añadido algo debajo del diamante.

«En ti hay belleza», escribí, y advierto que sus ojos se funden ligeramente cuando lo lee. Es lo que le dije el día de los pies descalzos y la sangre en la pista de atletismo.

—Gracias, Ed —dice, mirando fijamente el naipe—. Nunca me habían regalado una felicitación como ésta.

—Se les habían acabado las de abetos navideños y Papá Noel —contesto.

Se me hace extraño repartir naipes entre esas personas. Jamás conocerán su verdadero significado, y en algunos casos ni siquiera sabrán quién diantre es Ed. Al final me digo que tampoco importa y me despido de Sophie.

—¿Ed? —pregunta.

Estoy en el taxi y bajo la ventanilla.

—¿Sophie?

—¿Podrías…? —La voz sale delicadamente de su boca—. ¿Podrías decirme qué puedo darte yo? Tú me has dado tanto.

—No te he dado nada —le digo.

Pero me conoce.

Nada fue una caja de zapatos vacía, pero no la cambiaríamos por nada.

Los dos lo sabemos.

El volante arde cuando me alejo.

La última carta que entrego es la del padre O’Reilly, quien al parecer está dando una fiesta en su casa para todos los casos perdidos de su calle. Los tipos que intentaron quedarse con mi cazadora, mi dinero y mis cigarrillos inexistentes están allí, comiendo sándwiches de salchichas bañadas en salsa y cebolla.

—Eh, mirad —me señala uno. Creo que es Joe—. ¡Es Ed! —Busca al padre con la mirada—. ¡Oiga, padre! —Llama escupiendo la mitad de su sándwich junto con las palabras—. ¡Ha venido Ed!

El padre O’Reilly se acerca rápidamente y dice:

—He aquí el hombre que ha hecho de éste un año especial. Te he llamado.

—Estaba un poco ocupado, padre.

—Entiendo. —Asiente con la cabeza—. Tu misión. —Me lleva a un lado—. Quería darte otra vez las gracias.

Sé que debería sentirme bien por sus palabras, pero no es así.

—No he venido para que me dé las gracias, padre. Sólo quería traerle una humilde felicitación de Navidad.

—Gracias de todos modos, muchacho.

Me siento frustrado con mi último As.

De todos ellos, el de corazones tenía que ser el último.

Me ha tocado corazones y por la razón que sea se me antoja el más peligroso de todos.

La gente muere por un corazón roto. Tiene ataques de corazón. Y el corazón es lo que más duele cuando las cosas se tuercen o desmoronan.

Cuando salgo a la calle el padre percibe mi aprensión. Dice:

—Tu misión no ha terminado aún, ¿verdad? —Sabe que él era sólo una pieza de un plan más complejo.

—No, padre —respondo—. No ha terminado.

—Todo saldrá bien —me dice.

—No —replico—. No saldrá bien porque sí. Ya no.

Es cierto.

Si quiero estar bien algún día, tendré que ganármelo.

El naipe sigue en mi bolsillo cuando le deseo al padre feliz Navidad y me adentro en la noche. Noto el As de corazones balanceándose en el bolsillo, inclinándose hacia delante para acercarse un poco más al aire y al mundo al que debo enfrentarme.

—¿Adónde? —pregunto a mi primera pasajera al día siguiente, pero no alcanzo a oír la respuesta. Sólo puedo oír el sonido de los corazones una vez más, gritando y vociferando y palpitando en mis oídos.

Más deprisa.

Más deprisa.

No hay motor.

No hay tic-toc del intermitente, ni voz de la clienta, ni el ruido del tráfico. Sólo hay corazones.

En mi bolsillo.

En mis oídos.

En mis pantalones.

En mi piel.

En mi aliento.

Están en el interior de mi interior.

—Sólo corazones por todas partes —suelto, pero mi clienta no tiene ni idea de lo que digo.

—Aquí va bien —dice.

Aparenta unos cuarenta, lleva un desodorante que huele a humo dulce y un maquillaje del color de las rosas. Cuando me tiende el dinero me habla mirándome por el retrovisor.

—Feliz Navidad —dice.

Su voz suena como los corazones.

El beso, la tumba, el fuego

He comprado cuanto necesito para Nochebuena. Más alcohol que comida, por supuesto, y cuando la gente llega, mi choza huele a pavo, a ensalada de col y, cómo no, a
Doorman
. Durante un rato el pavo se impone, pero el olor de ese perro puede con todo.

La primera en llegar es Audrey.

Trae una botella y galletas hechas por ella.

—Lo siento, Ed —me dice al entrar—, pero no puedo quedarme mucho rato. —Me da un beso en la mejilla—. Simon ha quedado con sus colegas y quiere que le acompañe.

—¿Tú quieres ir? —pregunto, pese a saber que sí quiere. ¿Por qué debería preferir quedarse con tres tíos decididamente inútiles y un perro apestoso? Estaría loca si se quedara con nosotros.

—Claro —responde Audrey—. Sabes que no hago nada que no quiera hacer.

—Es cierto. —Lo es.

Empezamos a beber en el momento en que llega Ritchie. Oímos su moto desde lo alto de la calle y cuando aparca, nos grita que le abramos la puerta. Acarrea una gran nevera portátil repleta de langostinos, salmón y rodajas de limón.

—No está mal, ¿eh? —La deja en el suelo—. Es lo menos que podía hacer.

—¿Cómo la has traído hasta aquí? —pregunto.

—¿El qué?

—La nevera. Has venido en moto.

—Oh, la amarré detrás. He hecho casi todo el trayecto de pie porque la nevera ocupaba la mitad del asiento. —Nos obsequia con un generoso guiño—. Pero ha merecido la pena. —La mitad de su paga se le debe de haber ido en el contenido de esa nevera.

Ahora esperamos.

A Marv.

—Apuesto a que no viene —dice Ritchie una vez que se ha instalado cómodamente. Se palpa el áspero bigote y su pelo tiene el aspecto sucio y basto de siempre. La diversión es su máxima. Está deseando que llegue el momento. Dando sorbos de cerveza y sentado en el sofá, utilizando a
Doorman
de escabel. Parece un gandul desgarbado, ahí tirado y con los pies cómodamente en alto. Hasta posee un aire de distinción.

—Apuesto a que sí —digo—. De lo contrario, arrastraré a
Doorman
hasta su puerta y le obligaré a besarlo allí mismo —comento, dejando mi bebida sobre la mesa—. Hacía años que no me apetecía tanto la Navidad.

—Lo mismo digo —contesta Ritchie.

Está impaciente.

—Además, es una comida gratis —continúo—. Por muchos miles que Marv tenga en el banco, siempre será un gorrón. Vendrá, créeme.

—Mira que es tacaño —conviene Ritchie. Espíritu navideño en su forma más pura.

—¿Y si le llamamos? —propone Audrey.

—No. Dejemos que venga a nosotros. —Ritchie suelta una risita y puedo olerlo. Va a ser genial. Mira al perro y dice—: ¿Preparado para tu gran noche,
Doorman
?

Doorman
levanta la vista como diciendo:
¿De qué demonios hablas, colega?

Nadie le ha contado lo que le espera esta noche. Pobre chucho. Nadie le ha pedido su opinión.

Marv entra al fin. Con las manos vacías.

—Feliz Navidad —dice.

—Sí, sí, feliz Navidad. —Señalo sus manos vacías—. Caray, eres todo generosidad.

Pero sé qué está pensando.

Ha decidido que si tiene que besar a
Doorman
, con eso cumple de sobra. También advierto que se está aferrando a la vaga esperanza de que lo hayamos olvidado.

Ritchie se encarga de echarla por tierra.

Se levanta y dice:

—¿Y bien, Marv? —Con una gran sonrisa.

—¿Y bien qué?

—Ya sabes —interviene Audrey.

—No —insiste Marv—. No sé.

—Déjate de cuentos. —Ritchie se pone firme—. Tú lo sabes y nosotros lo sabemos. —Está disfrutando. Casi espero que se frote las manos con deleite—. Marv —anuncia—, vas a besar a ese perro. —Señala a
Doorman
—. Y cuando le beses te va a gustar. Vas a hacerlo con una sonrisa de oreja a oreja o te haremos repetirlo hasta que…

—¡Vale! —gruñe Marv. Me recuerda a un niño que no puede salirse con la suya—. En la coronilla, ¿no?

—Oh, no —dice Ritchie. Se levanta saboreando cada segundo—. Creo que el trato fue que le besarías en los morros, y es ahí —señala a Marv con el dedo— donde lo vas a hacer.

Doorman
levanta la vista.

Parece nervioso.

—Pobrecillo —declara Ritchie.

—Lo sé —lloriquea Marv.

—Tú no. ¡Él! —Ritchie señala al perro con el mentón.

—Basta de tonterías —dice Audrey. Me tiende la cámara—. Adelante, Marv, todo tuyo.

Horrorizado, con el peso del mundo sobre los hombros, Marv se inclina y finalmente consigue acercar su cara a la de
Doorman
.
Doorman
parece tan asustado que da la impresión de que vaya a romper a llorar en cualquier momento: pelo negro y dorado y ojos vidriosos.

—¿Tiene que sacar la lengua de ese modo? —me pregunta Marv.

—Es un perro —digo—. ¿Qué más quieres de él?

Visiblemente descontento, Marv finalmente lo hace. Se inclina y besa a
Doorman
en el hocico el tiempo suficiente para que yo pueda hacerle una foto y Audrey y Ritchie vitorear, aplaudir y estallar en carcajadas.

—¿Ves como no era tan difícil? —observa Ritchie, pero Marv se ha ido directo al cuarto de baño.

Pobre
Doorman
.

Yo también le doy un beso, en la frente, y un pedazo de la mejor parte del pavo.

Gracias, Ed
, sonríe.

Doorman
tiene una bonita sonrisa.

Más tarde conseguimos que Marv se relaje y ría un poco, aunque todavía se queja del sabor de
Doorman
en los labios.

Comemos, bebemos y jugamos a las cartas hasta que un golpe en la puerta anuncia la llegada del novio. Bebe con nosotros un rato y se come algunos langostinos. Es un tipo simpático, concluyo, pero salta a la vista. Audrey no le quiere.

Supongo que eso es lo que importa.

Una vez que Audrey se ha ido, decidimos no llorar sobre nuestras cervezas. Comemos, bebemos y salimos a dar una vuelta por el pueblo. Una fogata ilumina la cima de la calle principal y nos dirigimos a ella.

Al principio nos cuesta caminar en línea recta, pero cuando llegamos ya estamos bastante sobrios. Es una buena noche.

Gente bailando.

Conversaciones animadas.

Algunas personas peleándose.

Siempre es así en Navidad. La tensión acumulada durante el año alcanza su punto álgido.

Junto a la fogata veo a Angie Carusso y a sus hijos, o mejor dicho ellos me ven a mí.

Noto una palmadita en la pierna y cuando bajo la vista veo a uno de los niños. El que siempre llora.

—Eh, señor —dice.

Cuando me vuelvo veo a Angie Carusso con un helado en la mano. Me lo ofrece y dice:

—Feliz Navidad, Ed.

Lo acepto.

—Gracias —digo—. Justo lo que necesitaba.

—A todos nos pasa alguna vez. —La alegría que le produce poder devolver un pequeño favor es patente.

Doy un mordisco y pregunto:

—¿Cómo estás, Angie?

—Ah… —Mira a los niños y de nuevo a mí—. Sobrevivo, Ed. A veces eso ya es mucho. —Recuerda algo—. Por cierto, gracias por la felicitación. —Y se aleja lentamente con sus hijos.

—De nada —digo—. Disfruta de la noche.

—Disfruta del helado —responde rodeando la fogata.

—¿Quién es? —pregunta Marv.

—Una conocida.

Es la primera vez que me regalan un helado por Navidad.

Dejo que su dulce frescor me empape los labios mientras miro el fuego.

A mi espalda oigo a un padre hablando con su hijo.

—Vuelve a hacerlo y te daré una patada en el trasero tan fuerte que aterrizarás en la hoguera. —Su voz se suaviza y adquiere un tono burlón—. Y no nos gustaría que eso ocurriera, ¿a que no? A Papá Noel no le haría mucha gracia que digamos, ¿no te parece?

Marv, Ritchie y yo disfrutamos de la monserga.

—Aaaah —suspira Ritchie con satisfacción—. En eso consiste la Navidad.

Todos hemos oído eso mismo de nuestros padres. Por lo menos una vez.

Pienso en mi padre, muerto y enterrado. Mi primera Navidad sin él.

El helado se me derrite en los dedos.

Cuando la noche avanza hacia la madrugada del día de Navidad, Marv, Ritchie y yo nos separamos sin querer. Hay mucha gente y una vez que nos perdemos ya no hay manera de reencontrarse.

Cruzo el pueblo y visito la tumba de mi padre. Desde el cementerio se vislumbra el resplandor de la fogata. Me quedo un buen rato ahí sentado, contemplando la lápida con el nombre de mi padre.

En su entierro lloré.

Dejé que las lágrimas me cubrieran la cara en el más completo de los silencios, sintiéndome culpable por no poder reunir el valor necesario para hablar de él. Sabía que todos los presentes estaban pensando únicamente que mi padre era un borracho mientras yo recordaba otras cosas.

—Era un caballero —susurro ahora.

«Ojalá hubiera sido capaz de decirlo aquel día», pienso, porque mi padre nunca tuvo una mala palabra para nadie, ni un gesto cruel. Cierto que no llegó muy lejos en la vida y que defraudaba a mi madre con promesas vanas, pero creo que aquel día no se merecía el silencio de su familia.

—Lo siento —le digo ahora, mientras me levanto para marcharme—. Lo siento mucho.

Me alejo, asustado.

Asustado porque no quiero que mi entierro sea igual de triste y vacío. Quiero palabras en mi entierro.

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