—Vamos, Bernie —insisto—. Nos encantaría que bajara.
—No, no, no —insiste, categórico—. No puedo.
Después de discutirlo otro rato me rindo y regreso a la sala. Cuando me siento, Audrey me pregunta dónde está Bernie.
—No quería interrumpirnos —le digo, pero mientras me acomodo en el asiento la puerta de atrás se abre y la silueta de Bernie aparece a contraluz. Avanza despacio y se sienta al otro lado de Audrey.
—Me alegro de que haya venido —susurra ella.
Bernie nos mira a los dos.
—Gracias. —Sus agotados ojos se iluminan de gratitud y, llenos de vida, se vuelven hacia la pantalla.
Al cabo de unos quince minutos, Audrey encuentra mi mano en el apoyabrazos. Desliza sus dedos sobre los míos. Cuando me los estrecha delicadamente, me vuelvo y advierto que también sostiene la mano de Bernie. A veces la amistad de Audrey es más que suficiente. A veces esta mujer sabe exactamente qué hacer.
Su elección del momento es perfecta.
Todo va bien hasta que es preciso cambiar el rollo.
Bernie se ha vuelto a dormir. Le despertamos.
—Bernie —dice, bajito, Audrey. Le zarandea un poco.
Cuando se despierta, salta de la butaca y grita:
—¡El rollo!
Se escurre presuroso hacia el pasillo y cuando me vuelvo hacia la cabina de proyección, lo veo.
Hay alguien dentro.
—Eh, Audrey —digo—, mira. —Nos levantamos y dirigimos la mirada hacia la ventanilla—. Hay alguien en la cabina. —Tengo la sensación de que hasta el aire que nos rodea contiene el aliento, hasta que finalmente reacciono. Paso por delante de Audrey en dirección al pasillo.
Al principio Audrey no sabe qué hacer, pero no tardo en oír sus pasos a mi espalda. Corro pasillo arriba con los ojos clavados en la sombra de la cabina de proyección. Nos ve y sus movimientos se aceleran. Nos hallamos a medio camino de la puerta de la sala cuando sale disparado de la cabina.
En el vestíbulo puedo oler la tensión. El olor de alguien que ha venido y se ha ido. Me dirijo a la puerta de
SOLO PERSONAL
. Audrey me pisa los talones.
Cuando entramos en la cabina, lo primero que veo son las manos temblorosas de Bernie.
La conmoción resbala por su rostro.
—¿Bernie? —pregunto—. ¿Bernie?
—Me ha dado un susto de muerte —dice—. Casi me tiró al suelo cuando huyó corriendo. —Se sienta—. Estoy bien, Ed. —Señala una pila de rollos de película.
—¿Qué pasa? —inquiere Audrey.
—El rollo de arriba del todo —responde Bernie—. No es mío.
Se acerca para levantarlo. Lo examina. Tiene una etiqueta pequeña con letras que arañan. Únicamente una palabra: «
ED
».
—¿Lo ponemos?
Callo un instante pero al final asiento.
—Bajad a la sala —propone Bernie—. Lo veréis mucho mejor desde allí.
Antes de bajar formulo una pregunta que intuyo que Bernie puede responderme.
—¿Por qué, Bernie? ¿Por qué siguen haciéndome esto?
Pero Bernie sólo ríe.
—Todavía no lo entiendes, ¿verdad, Ed?
—¿Entender qué?
Me mira y se toma su tiempo.
—Lo hacen porque pueden. —Su voz suena cansada pero franca. Resuelta—. Llevan tiempo planeándolo.
—¿Te lo dijeron ellos?
—Sí.
—¿Con esas mismas palabras?
—Sí.
Nos quedamos pensativos unos minutos, hasta que Bernie nos echa.
—Vamos, chicos, volved abajo —dice—. Os pondré el rollo y lo tendréis en marcha en menos de un minuto.
De nuevo en el vestíbulo, me reclino contra la puerta y Audrey dice:
—¿Siempre es así?
—Más o menos —respondo. Sólo acierta a menear la cabeza y guardar silencio—. Vamos —le digo, y tras varios intentos la convenzo para que entremos de nuevo en la sala—. Falta poco para que termine —digo, y por la razón que sea doy por sentado que Audrey piensa que me refiero a la película.
Pero ¿y yo?
Yo ya no estoy pensando en películas.
No pienso en nada.
Salvo en naipes.
Salvo en ases.
El último rollo
La pantalla sigue en blanco mientras avanzamos por el pasillo.
Cuando finalmente adquiere vida, la escena es oscura y veo los pies de unos hombres jóvenes caminando. Por la calle, en sentido contrario, se acerca una figura solitaria.
Es una calle de este pueblo.
La figura también es de este pueblo.
Me detengo.
En seco.
Audrey sigue andando hasta que se vuelve y ve mis ojos clavados en la pantalla.
Al principio sólo señalo.
Luego digo:
—Ese de ahí soy yo, Audrey.
En la pantalla aparece la escena en que los chicos Rose y sus amigos se me echan encima y me dan una paliza en plena calle.
Palpo las cicatrices de mi cara.
Mis dedos giran y arden sobre la piel dolorida.
—Soy yo —repito, esta vez en un susurro, y los ojos de Audrey ceden y lloran en la sala oscura.
En la siguiente escena aparezco saliendo de la biblioteca con todos aquellos libros a cuestas. Luego las luces navideñas de Glory Road. Una secuencia sólo de las luces, de noche: el poder y la gloria. Al principio está todo a oscuras, hasta que se encienden e iluminan la sala. A continuación la escena del ciclón en el porche, en silencio. Veo a mi madre pronunciar sus hirientes palabras, prácticamente abrirme la cara con ellas, hasta que empiezo a alejarme lentamente y casi me empotro contra la cámara. Observamos cómo camino hacia el Bell Street Cinema.
Lo último que vemos son unas palabras escritas directamente sobre el rollo. Dicen:
«Tiempos difíciles para Ed Kennedy. Buen trabajo, Ed. Hora de pasar a otra cosa».
Y regresa la oscuridad.
Todo es negro.
Sigo sin poder mover los pies. Audrey intenta tirar de mí, pero es casi imposible. Estoy paralizado contemplando la pantalla.
—Vamos a nuestros asientos —dice, y puedo oír la inquietud en su voz—. Será mejor que te sientes, Ed.
Despacio, levanto un pie.
Luego el otro.
—¿Puedo continuar con la película de antes? —pregunta Bernie desde arriba.
Audrey me mira inquisitivamente.
Levanto un poco la cabeza y la bajo en señal de aprobación.
—Sí, Bernie —contesta Audrey, y dirigiéndose a mí dice—: Buena idea. Así te distraerás.
Durante unos segundos considero la posibilidad de salir a registrar todo el edificio en busca de la persona que ha estado aquí. Quiero preguntarle a Bernie si fueron de nuevo Daryl y Keith, saber por qué le han dicho todo eso a Bernie y por qué a mí me mantienen en la inopia.
Pero sé que sería inútil.
«Lo hacen porque pueden».
Las palabras me abofetean varias veces y sé que estoy exactamente donde debo estar. En lo que a picas se refiere, esta es la última prueba que debo superar. Tenemos que quedarnos.
Cuando la pantalla se ilumina, me quedo esperando la famosa escena de
La leyenda del indomable
en la que Luke finalmente se desmorona y todos le abandonan. «¿Dónde estáis ahora?», espero oírle gritar muy pronto desde su cama.
Mientras regresamos a nuestros asientos, Luke empieza a arrastrarse por la pantalla, desesperado. Se vuelve y cae cerca de su cama. «¿Dónde estáis ahora?», dice con voz queda.
«¿Dónde estáis ahora?», pregunto, y me vuelvo esperando ver una figura en algún lugar de la sala. Espero que unos pasos se acerquen por detrás. Me vuelvo raudamente. Hay gente en todas partes y en ninguna. En cada espacio negro que encuentro creo vislumbrar a alguien, pero luego la oscuridad se hace más espesa y sólo veo eso, oscuridad.
—¿Qué pasa, Ed? —pregunta Audrey.
—Están aquí —respondo, aunque no puedo estar seguro de nada—. Tienen que estar aquí. —Pero cuando mis ojos barren la sala no veo nada. Si están aquí no puedo verlos.
Entonces lo comprendo.
Comprendo, cuando regresamos a nuestros asientos, que no están aquí en estos momentos pero que han estado.
Desde luego que han estado, porque en mi butaca, en mi plaza, descansa el As de corazones.
«¿Dónde estáis ahora?», grita Luke en la pantalla, y es mi corazón el que responde. Me zarandea por dentro como el repique de una campana gigante. Crece y se inflama cuando trago.
Cojo el naipe y lo levanto.
—Corazones —susurro.
Me tienta leer lo que pone en el naipe, pero me aguanto.
Veo la película.
Veo a Audrey y disfruto del momento o, por lo menos, de lo que queda de él.
Casi puedo sentir el pulso del naipe de corazones en mi mano, esperando.
LA MÚSICA DE LOS CORAZONES
La música de corazones
H
ay música en mi cabeza, y es de color rojo y negro. Es la mañana siguiente al As de corazones.
Lo siento como una resaca.
Anoche, tras asegurarme de que Bernie estaba bien (lo dejamos durmiendo en la cabina de proyección), tomamos de nuevo Bell Street y nos adentramos en la noche. Corría un aire húmedo, y la única persona en los alrededores era un hombre joven, sentado en un banco viejo y roñoso, que miraba en la otra dirección.
Al principio estaba ensimismado en lo que acababa de suceder en el cine, y cuando me volví para echar otro vistazo al hombre, ya no estaba.
Había desaparecido.
La voz de Audrey formuló una pregunta pero no la oí. Se detuvo al margen de la estridencia que resonaba en mis oídos. Me pregunté qué era, y entonces, sin asomo de duda, lo supe. Eran corazones rojos y palabras negras, latiendo.
Supe con certeza que el hombre del banco era el mismo que había estado en el cine.
Tal vez podría haberme conducido hasta la persona que envía los naipes. Tal vez.
La estridencia en mis oídos fue amainando conforme caminábamos. Los pasos y la voz de Audrey se hicieron nuevamente patentes.
Ahora es por la mañana y vuelvo a escuchar ese ruido.
El naipe está en el suelo.
Doorman
yace junto a él.
Cierro los ojos pero sólo veo rojo y negro.
«Es el último naipe», me digo, pero me doy la vuelta y sigo durmiendo pese a la música de corazones que late contra mi cama.
Sueño que estoy huyendo. En un coche.
Con
Doorman
en el asiento del copiloto.
Probablemente se deba a que lo tengo al lado y lo huelo.
Es un sueño muy hermoso, como el final de una película norteamericana donde el protagonista y su chica se alejan con el coche, rumbo al ancho mundo.
Con la diferencia de que yo viajo solo.
Sin chica.
Únicamente estamos
Doorman
y yo.
Lo trágico de todo esto es que mientras duermo me creo el sueño.
Despertar es una bofetada, porque de pronto ya no estoy en la carretera.
Doorman
ronca a mi lado y tiene la pata trasera sobre el naipe. Ahora mismo no podría cogerlo aunque quisiera. No me gusta molestar a
Doorman
cuando duerme.
Dentro del cajón, los demás naipes esperan la llegada del último.
«Sólo uno más», pienso, y me arrodillo sobre la cama enterrando la cabeza en la almohada.
No rezo, pero casi.
Cuando me levanto, desplazo a
Doorman
y vuelvo a examinar el naipe. Está escrito con la misma letra de siempre. Esta vez los títulos son los siguientes:
La maleta
La ingenua explosiva
Vacaciones en Roma
Estoy convencido de que son títulos de películas aun cuando no he visto ninguna de ellas. Recuerdo que
La maleta
es bastante reciente. No la habían proyectado en el Bell Street Cinema, pero estoy seguro de que estuvo en cartel en uno de esos cines recónditos pero populares de la ciudad. Recuerdo haber visto algunos carteles. Se trataba de una nueva versión española, creo; una comedia de gánsteres llena de matones, tiros y una maleta repleta de francos suizos robados. Las otras dos películas no me suenan de nada, pero conozco al hombre que puede ayudarme.
Estoy listo para actuar, si bien permito que el trabajo se interponga durante los pocos días que faltan para Navidad. En esta época siempre hay mucho movimiento, por lo que acepto algunos turnos extra y trabajo muchas noches. Llevo el As de corazones en el bolsillo de la camisa. Viaja conmigo allí donde voy y no pienso soltarlo hasta que todo esto haya terminado.
«Pero ¿terminará con este naipe? —me pregunto—. ¿Me liberaré al fin?».
He comprendido ya que esta experiencia me acompañará el resto de mi vida. No me va a abandonar nunca, aunque también me temo que hará que me sienta agradecido. Digo «me temo» porque hay veces que no quiero que esto sea un recuerdo entrañable hasta que toque a su fin. También me temo que nada finaliza realmente cuando llega el fin. Los recuerdos permanecen mientras son capaces de blandir su espada y encontrar un punto blando en la mente para hacer un tajo y penetrar en ella.
Por primera vez en años reparto felicitaciones de Navidad.
La única diferencia es que no reparto felicitaciones de Papá Noel o abetos navideños. Encuentro unas barajas viejas y extraigo todos los ases. Escribo una nota breve en el naipe para cada lugar que he visitado, lo guardo en un sobre pequeño y pongo «Feliz Navidad de Ed». También se la envío a los chicos Rose.