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Authors: Markus Zusak

Tags: #Infantil y Juvenil

Cartas cruzadas (21 page)

BOOK: Cartas cruzadas
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Mujer estéril.

Mujer estéril.

Me levanto de golpe cuando lo entiendo. Casi tropiezo con
Doorman
, que no parece demasiado contento.

Me clava una mirada de:
Me has despertado, chaval.

«Mujer estéril», le digo.

¿Y qué?

Repito el título y lo agarro alegremente por el hocico, porque conozco la respuesta del As de picas. O, por lo menos, voy bien encaminado.

El poema «Mujer estéril» lo escribió una mujer que se suicidó y estoy casi seguro de que se llamaba Sylvia Plath.

Busco el naipe en el sofá y vuelvo a ver su nombre, tercero en la lista. «Son escritores —pienso—. Son todos escritores». Graham Greene, Morris West y Sylvia Plath. Me sorprende que nunca haya oído hablar de los dos primeros, pero, por otro lado, es imposible conocer a todas las personas que han escrito un libro. No obstante, ahora estoy seguro con respecto a Sylvia. Incluso ya me dirijo a ella por el nombre de pila. Así de orgulloso estoy de mí.

Disfruto del momento un buen rato, sintiéndome como si hubiera desentrañado un gran misterio de chiripa. Estoy muy rígido ahora y las costillas me están matando, pero todavía puedo comer cereales con leche de aspecto sospechoso y un montón de azúcar.

Son aproximadamente las siete y media cuando descubro que sólo he desentrañado parte del problema. Sigo sin tener ni idea de adónde tengo que ir y la gente a la que tengo que visitar.

«Empezaré por la biblioteca», me digo. Es una pena que sea domingo. Los domingos abre un poco más tarde.

Audrey pasa por casa.

Vemos una película que me recomienda encarecidamente.

Es buena.

Contengo las ganas de preguntarle dónde estaba anoche.

Le hablo del As de picas, de los nombres, y de que iré a la biblioteca más tarde. Estoy bastante seguro de que los domingos abren entre las doce y las cuatro.

Mientras bebe el café que le he preparado, contemplo sus labios rojos y pienso que me gustaría levantarme, acercarme y besarlos. Quiero sentir su carnosidad, su suavidad contra los míos. Quiero respirar en ella y con ella. Quiero posar mis dientes en su cuello y acariciarle la espalda con los dedos y pasarlos luego por sus encantadores cabellos rubios.

Así, tal cual.

No sé qué me pasa esta mañana.

Pero no tardo en comprender por qué me siento así. Me merezco algo. Voy por ahí arreglándole la vida a la gente, aunque sólo sea durante un rato. Hago daño a personas que necesitan ser dañadas cuando infligir dolor va en contra de mi naturaleza.

«Por lo menos me merezco algo —razono—. Seguro que Audrey podría amarme durante un segundo». Pero no. Sé que nada ocurrirá. No me besará. Ni siquiera me tocará. Me paseo por el pueblo siendo pisoteado, golpeado e insultado, ¿y para qué? ¿Qué saco de todo eso? ¿Qué hay para Ed Kennedy?

Te diré qué hay.

Nada.

Pero miento.

Miento, y me insto en este preciso instante a detenerme. He pasado por todo esto y realmente pensaba que la cosa daría un giro después del As de tréboles.

Me detengo.

Lo detengo todo.

Y cometo una estupidez…

Llevado por un impulso, me levanto, me acerco a Audrey y la beso en la boca. Noto los labios rojos y la carne y el aire dentro de ella, y con los ojos cerrados la siento durante un segundo. Su presencia me envuelve y estoy caliente y frío y temblando y abatido.

Estoy abatido por el sonido de mi boca al despegarse de su boca, hasta que el silencio se tambalea entre nosotros.

Noto un gusto a sangre.

Entonces veo la sangre en los labios de Audrey y su rostro estupefacto.

Dios, ni siquiera he sabido besarla como es debido. No he podido hacerlo sin abrirla y sangrar en ella.

Cierro los ojos.

Aprieto fuertemente los párpados. Me detengo y digo:

—Lo siento, Audrey. —Me vuelvo—. No sabía lo que hacía. Estoy… —Y las palabras se detienen también. Se interrumpen antes de que sea demasiado tarde. Estamos de pie en la cocina, inmóviles.

Ambos con sangre en los labios.

No quiere sentir eso conmigo y lo acepto, pero me pregunto si algún día comprenderá que nadie la amará tanto como yo. Se limpia la sangre de los labios y le repito lo mucho que lo siento. Audrey se muestra tan amable como siempre, acepta mis disculpas y me dice que no puede hacer eso conmigo. Creo que prefiere hacerlo sin que sea algo importante o auténtico. Sin correr riesgos. Si no quiere que le den amor, tengo que respetarlo.

—No te preocupes, Ed —dice, y es sincera.

Lo mejor de todo es que Audrey y yo siempre estamos bien. Por la razón que sea, lo conseguimos. No importa lo que ocurra. Reflexiono unos instantes sobre ese detalle y, para ser franco, me pregunto cuánto tiempo puede durar esto. Eternamente, desde luego, no.

—Venga, Ed, una sonrisa —me dice más tarde, cuando se marcha.

No puedo evitarlo.

Sonrío.

—Buena suerte con las picas —añade.

—Gracias.

La puerta se cierra.

Es casi mediodía. Me calzo y pongo rumbo a la biblioteca. Todavía me siento como un idiota.

Es cierto que he leído muchos libros, pero la mayoría los he comprado en librerías de segunda mano. La última vez que fui a una biblioteca todavía tenían ficheros anchos y alargados. Incluso cuando los ordenadores llegaron oficialmente al colegio yo todavía utilizaba los ficheros. Me gustaba sacar la tarjeta de un autor y ver la lista de libros.

Cuando entro en la biblioteca espero encontrar detrás del mostrador a una señora mayor, pero en lugar de eso hay un chico joven, más o menos de mi edad, con el pelo largo y rizado. Es un poco insolente, pero me cae bien.

—¿Tienes tarjetas? —le pregunto.

—¿Qué clase de tarjetas? ¿Tarjetas de biblioteca? ¿Tarjetas de crédito? ¿Tarjetas de autobús? —Se está pitorreando—. ¿A qué te refieres exactamente?

Soy consciente de que pretende que quede como un paleto y un inútil a pesar de que, en realidad, no necesito su ayuda.

—Ya sabes —le digo—, las tarjetas donde aparecen los escritores y las obras.

—Aaaah. —Y suelta una carcajada—. Hace mucho que no vienes a una biblioteca, ¿verdad?

—Mucho —digo. Ahora sí me siento un paleto y un inútil. Como si llevara en la frente un letrero que contara mi vida entera. Me defiendo—. Pero he leído a Joyce, a Dickens y a Conrad.

—¿Quiénes son?

Ahora es mi turno.

—¿Qué? ¿No has leído a esos tíos? ¿Y tú te haces llamar bibliotecario?

Admite la derrota con una sonrisa taimada.


Touché.

Touché.

No soporto esa expresión.

Sin embargo, el tipo se muestra mucho más amable ahora.

—Ya no utilizamos esas tarjetas —dice—. Todo funciona por ordenador. Ven.

Nos acercamos a un ordenador y dice:

—Bien, dime un autor.

Tartamudeo, porque no quiero mencionarle los nombres del As de picas. Son míos. Le digo Shakespeare.

Teclea el nombre y en la pantalla aparecen todos los títulos. A renglón seguido, teclea el número que aparece junto a Macbeth y dice:

—Ya está, ya lo tienes.

Leo la pantalla y comprendo.

—Gracias.

—Llámame si me necesitas.

—Descuida.

Se marcha y me quedo solo con las teclas, los escritores y la pantalla.

Empiezo por Graham Greene. Seguiré el orden en que aparecen en la tarjeta. Busco en mi bolsillo una hoja de papel, pero sólo encuentro una servilleta manoseada. Hay un bolígrafo atado a la mesa, y cuando tecleo el nombre y pulso
return
, todos los títulos de Graham Greene aparecen en la pantalla.

Algunos títulos son geniales.

  • The Human Factor.
  • Brighton Rock.
  • The Heart of the Matter.
  • The Power and the Glory.
  • Our Man in Havana
    .

Los anoto todos en la servilleta, así como el número de catálogo del primero. Todos los números son iguales.

Después tecleo West, Morris. Algunos de sus títulos son igual de buenos o mejores.

  • Gallows on the Sand.
  • The Shoes of the Fisherman.
  • Children of the Sun.
  • The Ringmaster.
  • The Clowns of God.

Ahora, Sylvia.

Debo reconocer que siento debilidad por ella porque la leí en una ocasión y fue su obra la que apareció en mi sueño. Si no fuera por ella, no estaría aquí sentado, más cerca de saber adónde tengo que ir. Deseo que sus títulos sean los mejores e, influenciado o no, para mí lo son.

  • The Winter Ship.
  • The Colossus.
  • Ariel.
  • Crossing the Water.
  • The Bell Jar.

Me llevo la servilleta a las estanterías y consulto los libros por orden. Son todos muy bonitos. Viejos y con tapas duras rojas, azules o negras. Los saco todos. No me dejo ni uno, y me siento con ellos. ¿Y ahora?

Es imposible que pueda leérmelos en una o dos semanas. Los poemas de Sylvia todavía, pero los otros dos han escrito libros bastante gruesos.

Espero que sean buenos.

—Oye —me dice el bibliotecario. Estoy en el mostrador con todos los libros—. No puedes llevarte tantos. Existe un límite, ¿sabes? ¿Tienes siquiera tarjeta?

—¿Qué clase de tarjeta? —No puedo evitarlo—. ¿Tarjeta de crédito? ¿Tarjeta de autobús? ¿A qué clase de tarjeta te refieres?

—Vale, listillo.

Los dos estamos disfrutando del momento y el chico introduce una mano por debajo del mostrador y me pasa un folio.

—Rellena esto, por favor.

Cuando me entrega la tarjeta le hago la pelota para que me deje llevarme todos los libros.

—Gracias, amigo. Me has ayudado un montón.

Levanta la vista.

—Todavía quieres todos esos libros, ¿verdad?

—Sí. —Los cojo del suelo y los apilo sobre el mostrador—. Los necesito encarecidamente, y pienso llevármelos sí o sí. Sólo en la sociedad enferma de hoy día es posible perseguir a un hombre por leer demasiados libros. —Observo por encima de mi hombro lo vacía que está la biblioteca—. No puede decirse que estén saltando de los estantes, ¿no te parece? Dudo mucho que alguien quiera leerlos ahora.

Me deja hablar, por pura fórmula.

—Para serte franco —dice—, me trae sin cuidado cuántos libros te quieras llevar. Son las normas. Si mi jefe me descubre me caerá una buena bronca.

—¿Cuánto de buena?

—Lo ignoro, pero buena.

Sigo mirándole fijamente, sin ceder un milímetro.

Se rinde.

—Está bien, pásamelos. Veré lo que puedo hacer. —Empieza a escanear los códigos—. De todos modos, mi jefe es un imbécil rematado.

Cuando ha terminado hay exactamente dieciocho libros al otro lado del mostrador.

—Gracias —le digo—. Te lo agradezco de veras.

«¿Cómo voy a llevármelos a casa?», me pregunto.

Barajo la posibilidad de llamar a Marv para que me acompañe en coche pero consigo apañármelas solo. Los voy dejando por el camino, paro a descansar varias veces y al final todos los libros llegan a casa.

Tengo los brazos molidos.

Ignoraba que las palabras pudieran pesar tanto.

Me paso la tarde leyendo.

Sin ánimo de ofender a los autores, me duermo una vez. Todavía arrastro la paliza de los Rose y del Sledge Game.

Disfruto de la obra de Graham Greene. No encuentro ninguna pista sobre adónde debo ir, pero me digo que tiene que ser más sencillo que esto. Contemplo los montículos de libros que he construido. Es desalentador, por decir algo. ¿Cómo voy a encontrar lo que necesito entre esas miles de páginas?

Cuando me despierto sopla un viento del sur y, de hecho, hace bastante fresco. Cruzo la puerta y encuentro un papel en el suelo. No, es una servilleta.

Cierro un segundo los ojos, nervioso, y me inclino para recogerla. Eso me hace caer en la cuenta de que me han seguido todo este tiempo. Me vigilaban mientras iba a la biblioteca. Me vigilaban mientras estaba en la biblioteca y regresaba a casa. Saben que anoté los títulos en una servilleta.

Leo.

Sólo unas pocas palabras, en rojo.

Querido Ed:

Buen trabajo, pero no te preocupes, es más sencillo de lo que crees.

Regreso y me siento con los libros. Leo «Mujer estéril» hasta sabérmelo de memoria.

Más tarde
Doorman
quiere un paseo, así que salimos. Deambulamos por las calles del pueblo y trato de adivinar cuáles serán las siguientes direcciones.

—¿Alguna pista,
Doorman
? —pregunto.

No responde. Está demasiado ocupado adoptando su desenfadado y detectivesco estilo de olfateo.

Lo que no he reconocido hasta ahora es que las respuestas están señalizadas. Están por todas partes, en lo alto de cada calle y en cada cruce. «¿Y si los mensajes se hallan ocultos en los títulos? —me pregunto—. Los títulos de los libros». Sólo tendría que relacionar la calle con un libro de cada escritor.

«Más sencillo de lo que crees», me digo.

La servilleta sigue en mi bolsillo, junto al As de picas. Saco los dos y los contemplo. Los nombres me observan y juro que perciben el instante en que finalmente lo entiendo. Me inclino un segundo y le hablo ansioso a
Doorman
:

—Vamos, hora de ponerse las pilas.

Regresamos corriendo a casa, o por lo menos todo lo deprisa que nos permite
Doorman
. Necesito los libros, el callejero y, con suerte, unos pocos minutos.

Sí, corremos.

Los libros me están esperando. Me siento con mi viejo callejero y busco pareja a los títulos. Empiezo por Graham. No hay ninguna Human Street, Factor Street o Heart Street.

Después de aproximadamente un minuto, doy con ella.

Agarro el libro.

Tiene las tapas negras y el título está escrito en el lomo con letras doradas.
The Power and the Glory
. En el callejero no aparece ninguna Power Street, pero mis ojos se abren como platos cuando retrocedo unas páginas.

Sonrío y le alboroto el pelaje a
Doorman
. Glory Road. Qué nombre tan genial. Me encantaría vivir en Glory Road.

En el mapa aparece muy arriba, cerca de la linde del pueblo.

Repaso los títulos de Morris West. Esta vez voy más deprisa.

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