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Authors: Markus Zusak

Tags: #Infantil y Juvenil

Cartas cruzadas (9 page)

BOOK: Cartas cruzadas
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Todo tiembla mientras me dirijo a los escalones del porche y me detengo frente a la puerta. Unas nubes me observan desde arriba, pero están reculando. El mundo no quiere tener nada que ver con esto. No se lo reprocho.

Dentro, los oigo.

Él la está despertando. Molestando.

Tomándola y abandonándola al mismo tiempo.

La arroja sobre la cama, la posee, la atraviesa. Obligados a hundirse y elevarse en contra de su voluntad, los muelles emiten un aullido desesperado. De nada sirve resistirse. Es inútil protestar. Un llanto se arrastra hasta la puerta del porche, se cuela por la rendija y aterriza a mis pies.

«¿Cómo es posible que no entres?», me pregunto, y así y todo sigo esperando.

La puerta se abre un poco más y tropiezo con una presencia.

La niña.

La niña está delante de mí con el puño plantado en el ojo para ahuyentar el sueño alojado en él. Lleva un pijama de color amarillo con barquitos rojos y los dedos de sus pies se enroscan y restriegan entre sí.

Me mira, aunque sin miedo. Cualquier cosa es mejor que el lugar de donde viene. Susurrando, me pregunta:

—¿Quién eres?

—Ed —susurro a mi vez.

—Yo soy Angelina. ¿Has venido a salvarnos? —Advierto que una diminuta chispa de esperanza ilumina sus ojos.

Me acuclillo para verla mejor. Quiero decirle que sí, pero nada sale de mis labios. Puedo ver que el silencio de mi boca casi ha apagado su chispa de esperanza. Prácticamente ha desaparecido cuando hablo al fin. La miro a los ojos y digo:

—Sí, Angelina, he venido a salvaros.

Se acerca un poco más y la chispa se reaviva.

—¿Puedes? —pregunta, sorprendida—. ¿En serio que puedes? —Hasta esta pequeña niña de ocho años se da cuenta de que es casi imposible rescatarla de su vida. Tiene que verificar dos veces si puede creerme.

—Lo intentaré —digo, y la niña sonríe. Sonríe, me abraza y dice:

—Gracias, Ed. —Se da la vuelta y alarga un dedo. Su voz se reduce a un susurro aún más quedo—. Es la primera puerta de la derecha.

Ojalá fuera tan sencillo.

—Vamos, Ed —dice—. Están ahí dentro… Pero, una vez más, me quedo donde estoy.

El miedo se ha amarrado a mis pies y sé que no puedo hacer nada. Esta noche no. Puede que nunca. Si me muevo, tropezaré con él.

Espero que la niña me grite. Algo así como «¡Tú me lo prometiste, Ed!». Pero no dice nada. Pienso que es consciente de la fortaleza física de su padre y de lo escuálido que soy yo. Todo lo que hace es tropezar conmigo y abrazarme.

La niña trata de escurrirse bajo mi cazadora cuando nos llegan los ruidos del dormitorio. Me abraza con tanta fuerza que me pregunto cómo lo resisten sus huesos. Me suelta y antes de marcharse dice:

—Gracias al menos por intentarlo, Ed.

No respondo, porque lo único que siento ahora es vergüenza. Observo cómo sus pies giran y se alejan bajo el pijama amarillo. Se vuelve una última vez y dice:

—Adiós, Ed.

—Adiós —respondo a través de mi cortina de vergüenza.

Cierra la puerta y me derrumbo. Me dejo caer hacia delante y apoyo la cabeza en el marco. El aliento me sangra. Los latidos del corazón me anegan los oídos.

Estoy tumbado en la cama, engullido por la noche. ¿Cómo es posible conciliar el sueño cuando lo único que puedes sentir son los bracitos de una niña con pijama amarillo envolviéndote en la oscuridad? No se puede.

Presiento que la locura no tardará en adueñarse de mí. Si no regreso a Edgar Street en las próximas noches, podría enloquecer. Si la niña no hubiera salido al porche. Pero sabía que iba a salir, o por lo menos debí suponerlo. Las otras veces salió y lloró en el porche, seguida más tarde de su madre. Tendido boca arriba sobre la cama sé que, en realidad, quería encontrármela. Quería que me infundiera coraje. Que me obligara a entrar. Pero le fallé miserablemente. En realidad, no pude hacerlo peor. Ahora una sensación todavía más angustiosa se vacía en mi interior.

A las 2.27 h suena el teléfono.

Zarandea el aire. Me levanto de un salto, corro hasta él y me quedo mirándolo. Seguro que no es nada bueno.

—¿Diga?

La voz al otro lado aguarda.

—¿Diga? —repito.

Finalmente habla, y ahora puedo imaginarla moviendo los labios. Es una voz seca, siempre rota, y cordial. Pero no se anda con rodeos.

—Abre tu buzón, Ed —dice.

El silencio se interpone entre nosotros y la voz finalmente me abandona. Ya no hay aliento al otro lado.

Cuelgo, salgo despacio de la casa y camino hasta el buzón. Las estrellas han desaparecido por entero y cae una llovizna molesta. La mano me tiembla cuando me inclino y descorro el pestillo.

Toco algo frío y pesado.

Mi dedo toca el gatillo.

Me recorre un escalofrío.

Asesinato en la Catedral

Sólo hay una bala en la pistola. Una bala para un hombre, y de pronto me siento la persona más desafortunada de la tierra.

«¡Eres taxista, Ed! —me digo—. ¿Cómo demonios has conseguido meterte en este lío? Tendrías que haberte quedado tendido en el suelo de aquel banco».

Estoy sentado a la mesa de la cocina con una pistola calentándose en mi mano.
Doorman
está despierto y pide café y yo sólo puedo mirar la pistola. No me ayuda en absoluto que quienquiera que haya planeado todo esto sólo me haya proporcionado una bala. ¿Es que no comprenden que lo más probable es que me pegue un tiro en el pie antes de empezar a pillarle el tranquillo? No sé, creo que todo esto ha ido demasiado lejos. Por Dios, una pistola. Yo soy incapaz de matar a nadie. En primer lugar, soy un cobarde. En segundo lugar, soy débil. En tercer lugar, lo que hice el día del atraco al banco fue de chiripa, nadie me ha enseñado jamás a utilizar una pistola…

En estos momentos estoy cabreado.

«¿Por qué he sido elegido para esto? —imploro pese a saber, sin asomo de duda, lo que debo hacer—. Los otros dos casos te gustaron —me fustigo—. De modo que ahora tienes que ocuparte de éste».

¿Y si no lo hago? La persona del teléfono podría venir a por mí. Podría ser así de simple. Un caso de o hago el trabajo o las demás balas acabarán dentro de mi cuerpo.

Está a punto de salirme una hernia, por Dios.

Consulto la antigua colección de discos que me regaló mi padre. Liberación de estrés. Escudriño desesperadamente los álbumes y encuentro el que estoy buscando: The Proclaimers. Lo ensarto y lo observo girar. Suenan las ridículas primeras notas de «Five Hundred Miles» y noto que mi cabreo va en aumento. Esta noche hasta The Proclaimers consiguen exasperarme. Sus canciones son abominables.

Me paseo por la sala.

Doorman
me mira como si estuviera pirado.

Estoy pirado. Es oficial.

Son las tres de la mañana, estoy escuchando The Proclaimers a un volumen más alto del conveniente y prácticamente ya no me cabe duda de que tengo que matar a alguien. Mi vida vale la pena ahora, ¿a que sí?

Una pistola.

Una pistola.

Las palabras me atraviesan como un disparo y miro una y otra vez el arma para comprobar que es real. La luz blanca de la cocina se cuela en la sala y las patas de
Doorman
me arañan con suavidad, pidiendo una palmadita.

—¡No seas coñazo,
Doorman
! —escupo, pero sus enormes ojos marrones imploran que me calme.

Reacciono y le doy unas palmaditas en la panza, le pido perdón y preparo café para los dos. Es imposible que esta noche pegue ojo. Justo ahora The Proclaimers empiezan a animarse en esa canción que pasa del dolor a la felicidad, la continuación de «Five Hundred Miles».

«Seguro que el insomnio mata», pienso mientras regreso de la ciudad con el taxi. Es el día siguiente. Conduzco con la ventanilla bajada y los ojos me escuecen y arden. El calor del aire se nutre de ellos, pero se lo permito. La pistola está debajo del colchón y el naipe en el cajón. Me cuesta decidir cuál de las dos cosas ha sido mi mayor maldición.

Me obligo a dejar de quejarme.

De regreso al aparcamiento de
VACANT TAXIS
veo a Audrey besar a uno de los tíos que acaban de entrar a trabajar en la compañía. Tiene aproximadamente mi estatura, pero es evidente que frecuenta el gimnasio. Sus lenguas entran en contacto y se masajean mutuamente. Las manos de él descansan en las caderas de ella y las manos de ella están dentro de los bolsillos traseros de los tejanos de él.

«Ese tío tiene suerte de que no lleve la pistola encima», pienso, aunque sé que soy un bocas.

—Hola, Audrey —digo cuando paso por su lado, pero no me oye.

Pongo rumbo al despacho para ver a mi jefe, Jerry Boston. Jerry es un hombre particularmente obeso, con el pelo grasiento y peinado sobre la calva.

Llamo a la puerta con los nudillos.

—¡Entra! —dice—. Ya era hora de… —Se interrumpe a media frase—. Oh, pensaba que eras Marge. Hace media hora que tendría que haberme traído un café.

He visto a Marge fumando un cigarrillo en el aparcamiento, pero no lo menciono. Me cae bien Marge, y no me gusta meterme en esa clase de asuntos.

La puerta se cierra tras de mí y Jerry y yo nos miramos.

—¿Y bien? —pregunta.

—Señor, soy Ed Kennedy y conduzco uno de sus…

—Fascinante. ¿Qué quieres?

—Mi hermano se muda hoy de casa —miento— y me preguntaba si podría utilizar mi taxi para ayudarle a trasladar algunas cosas. Me observa largo y tendido y dice:

—¿Y por qué carajo debería dejarte hacer eso? —Está sonriendo—. ¿Acaso mis taxis llevan la palabra «Mudanzas» escrita en la puerta? ¿Tengo cara de hermanita de la caridad? —Ahora está irritado—. Cómprate tu propio coche, maldita sea.

Mantengo la calma, pero doy un paso al frente.

—Señor, a veces trabajo día y noche y todavía no me he cogido vacaciones. —De hecho, debido a mis nueve meses de experiencia, mis turnos cambian de la noche al día semana tras semana. No estoy seguro de que eso sea legal. A los nuevos les dan las noches. A los veteranos les dan los días. A mí me dan ambas cosas—. Sólo le estoy pidiendo una noche. Puedo pagárselo, si quiere.

Boston se inclina sobre la mesa.

Marge aparece con su café y dice:

—Hola, Ed. ¿Qué tal?

«Este tacaño no quiere prestarme el taxi para esta noche», pienso, pero me limito a responder:

—Bien, Marge, ¿y tú?

Deja la taza sobre la mesa y se marcha educadamente. Gran Jerry bebe un sorbo y dice:

—Ah, delicioso. —Y cambia de parecer. Gracias, Marge. No pudiste llegar en mejor momento—. Está bien, Ed, te presto el taxi porque trabajas duro. Pero sólo una noche, ¿de acuerdo?

—Gracias.

—¿Trabajas mañana? —Consulta la lista de turnos y se responde él mismo—. Turno de noche. —Cavila sobre su café y llega a una resolución—. Devuélvelo mañana al mediodía. Ni un minuto más. Le pondré una marca por la tarde. Necesita una revisión.

—De acuerdo, señor.

—Ahora déjame beber mi café en paz.

Me marcho.

Paso junto a Audrey, que sigue enganchada con el nuevo. Le digo adiós pero tampoco ahora me oye. Esta noche no acudirá a la timba, y yo tampoco. A Marv le dará un ataque, pero seguro que sobrevive. Le pedirá a su hermana que sustituya a Audrey y a su viejo que me sustituya a mí. Su hermana de quince años es buena chica, pero tiene que aguantar muchas cosas por tener un hermano como Marv. Él le hace la vida imposible de infinitas maneras. Por ejemplo, todos sus profesores la detestan porque Marv iba de sabihondo en el colegio. La tienen por un caso perdido cuando en realidad es bastante inteligente.

Pase lo que pase, esta noche tengo algo más importante entre manos que una timba de cartas. Intento comer pero no puedo. Coloco el As de diamantes y la pistola sobre la mesa de la cocina y me quedo mirándolos.

Las horas pasan despacio.

Cuando el teléfono suena el miedo me encoge el estómago, hasta que me digo que seguro que es Marv. Descuelgo.

—¿Diga?

—¿Dónde demonios estás, Ed?

—En casa.

—¿Por qué? Ritchie y yo estamos aquí, muertos de asco. ¿Y dónde se ha metido Audrey? ¿Está contigo?

—No.

—¿Dónde está?

—Con un tío del trabajo.

—¿Por qué? —Es como un niño, lo juro. Siempre preguntando «por qué». Si Audrey no está, no está y punto. Marv no entiende que no se puede hacer nada al respecto.

—Marv —digo—, esta noche la tengo ocupada. No puedo ir.

—¿Qué tienes que hacer?

«¿Se lo cuento?», me pregunto. Decido que sí y respondo:

—De acuerdo, Marv, te contaré por qué no puedo ir…

—Venga, habla.

—Bien —digo—. Porque tengo que matar a alguien. ¿Lo entiendes ahora?

—Déjate de hostias, Ed. —Está empezando a perder la paciencia—. No estoy de humor para escuchar tus estúpidas letanías. —¿Letanías? ¿Desde cuándo Marv posee vocabulario?—. Vente ahora mismo. Vente o no te dejaré participar en el Annual Sledge Game de este año. Hoy estuve hablando de ello con unos colegas.

El Annual Sledge Game es un ridículo partido de fútbol que se celebra en la explanada antes de Navidad. Se juega descalzo y compiten idiotas como Marv, que ha conseguido engatusarme durante los últimos años para que juegue. Y en cada ocasión están a punto de partirme la crisma.

—Pues este año déjame fuera —le digo—. No voy a ir a tu casa.

Cuelgo. Como era de esperar, el teléfono suena de nuevo, pero levanto el auricular y vuelvo a colgar. Casi me entra la risa cuando me imagino a Marv despotricando al otro lado. Justo en este momento se está volviendo para gritar: «¡Bien, Marissa! ¡Ya estás viniendo ahora mismo a jugar!».

No tardo mucho en dirigir mi atención a la misión que tengo entre manos. Hoy es la única noche en que puedo llevar a cabo mi plan.

Una noche con el taxi.

Una noche con mi blanco.

Una noche con la pistola.

Cuando me doy cuenta ya es casi medianoche.

Le doy un beso en la mejilla a
Doorman
y me marcho. No miro atrás porque estoy decidido a cruzar nuevamente esa puerta más tarde. La pistola se halla en el bolsillo derecho de mi cazadora. El naipe en el izquierdo, junto a una petaca de vodka narcotizado. Le he metido un montón de somníferos. Más vale que funcione.

Esta noche, sin embargo, no pongo rumbo a Edgar Street. En lugar de eso me detengo cerca de Main Street y espero. A la hora del cierre, hay un hombre que no irá a casa.

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