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Authors: Markus Zusak

Tags: #Infantil y Juvenil

Cartas cruzadas (13 page)

BOOK: Cartas cruzadas
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Durante uno o dos segundos me pierdo.

Dentro de esos pensamientos.

Dentro de esa gente.

Cuando vuelvo a emerger y me descubro todavía sentado junto a Audrey, le respondo.

—No, Audrey, no lo maté, pero…

—Pero ¿qué?

Niego con la cabeza y noto que en mis ojos asoman lágrimas. Las retengo ahí.

—¿Qué, Ed? ¿Qué hiciste?

Despacio. Pronuncio las palabras. Despacio.

Despacio…

—Llevé a ese hombre a la Catedral y le puse una pistola en, la cabeza. Apreté el gatillo, pero no le disparé a él. Apunté al sol. —No me está ayudando volver sobre ello—. Se ha marchado del pueblo. Ignoro si volverá.

—¿Se lo merece?

—¿Qué tiene que ver que se lo merezca o no? ¿Quién demonios soy yo para decidir algo así, Audrey?

—Vale. —Me acaricia suavemente—. Tranquilízate.

—¿Que me tranquilice? —espeto—. ¡¿Que me tranquilice?! Mientras tú te tiras a ese tío, mientras Marv organiza su estúpido partido de fútbol, mientras Ritchie hace lo que sea que hace cuando no está jugando a las cartas y mientras el resto de este pueblo duerme, yo me dedico a lavar los trapos sucios.

—Has sido elegido.

—¡Menudo consuelo!

—¿Y la anciana y la chica? ¿Acaso no fueron cosas buenas?

Reculo.

—Lo fueron, pero…

—¿Mereció la pena por ellas hacer lo otro?

Mierda.

La odio.

Asiento.

—Lo que pasa es que me gustaría que fuera más fácil para mí, ¿sabes? —No la miro a propósito—. Ojalá hubieran elegido a otra persona para esto. Alguien competente. Si no hubiera abortado aquel atraco… Preferiría no tener que hacer esas cosas. —Las palabras me salen a borbotones, como leche derramada—. Y ojalá fuera yo el que estuviera contigo y no ese otro tío. Ojalá fuera mi piel la que acariciara tu piel…

Ahí está.

La estupidez en su forma más pura.

—Oh, Ed. —Audrey desvía la mirada—. Oh, Ed. Nuestros pies cuelgan.

Los contemplo, y contemplo el tejano que cubre las piernas de Audrey.

Seguimos sentados.

Audrey y yo.

Y un malestar.

Escurriéndose entre los dos.

Al rato dice:

—Eres mi mejor amigo, Ed.

—Lo sé.

Se puede matar a un hombre con esas palabras.

Sin necesidad de pistola.

Sin necesidad de balas.

Sólo palabras y una chica.

Nos quedamos en el porche un rato más mientras le miro las piernas y el regazo. Ojalá pudiera acurrucarme ahí y dormir. Todo esto no ha hecho más que empezar y ya estoy agotado.

Ha llegado el momento de tomar una decisión.

Tengo que calmarme.

Taxis, la fulana y Alice

Ha anochecido y me dirijo con el taxi a la ciudad. A lo lejos, los edificios eclipsan la puesta de sol. Hace una noche tranquila, ideal para pensar.

La persona más interesante que se sube a mi taxi es una mujer con aspecto de prostituta que se instala en el asiento del copiloto. Tiene el cuerpo duro. Físicamente duro. Sus cabellos ondean en mi dirección y tiene una boca bonita pero unos dientes feos. Sus palabras son rubias y dulces. Termina todas las frases con un apelativo cariñoso.

—¿A qué viene esa cara tan larga, cielo?

—Nunca había estado en esta zona, encanto.

En contra del estereotipo, su maquillaje es ligero y de muy buen gusto. No masca chicle. Calza unas botas negras hasta la rodilla, un jersey de cuello cisne blanco que marca sus curvas y un chaleco oscuro.

«Los ojos en la carretera, Ed».

—¿Cielo?

Me vuelvo hacia ella.

—¿Recuerdas adónde vamos, encanto?

Me aclaro la garganta.

—¿Quay Grand?

—Exacto. Tengo que llegar antes de las diez, ¿de acuerdo, corazón?

—Claro. —Y la miro con simpatía. Me gustan los clientes de esa guisa.

Cuando llegamos, el taxímetro marca once con sesenta y cinco pero me da quince y me dice que me quede con el cambio. Se inclina sobre la ventanilla.

—Eres una monada.

Sonrío.

—Gracias.

—¿Por el dinero o por el cumplido?

—Por las dos cosas.

Me tiende una mano y dice:

—Me llamo Alice. —La acepto y se la estrecho—. Ellos me llaman
Sheeba
pero tú puedes llamarme Alice, ¿de acuerdo, cielo?

—De acuerdo.

—¿Y tú eres?

—Oh. —Le suelto la mano a regañadientes y contesto. Por lo visto no ha reparado en mi permiso de conducir, que descansa sobre el salpicadero—. Ed. Ed Kennedy.

Me obsequia con un último apelativo cariñoso.

—Gracias por la carrera, Ed. Y no te preocupes tanto. Diviértete, corazón.

—Lo haré.

Mientras se aleja me imagino que se vuelve y dice:

«¿Podrías recogerme por la mañana, Ed?».

Pero no lo hace.

Sigue su camino.

Alice ya no vive aquí.

La observo caminar hasta la entrada del hotel.

Detrás de mí, un coche toca la bocina con insistencia y un hombre brama por la ventanilla:

—¡Muévete, taxista!

Tiene razón. Somos unos ineptos.

Mientras conduzco en medio de la noche me imagino que Alice se convierte en
Sheeba
. Oigo su voz, la huelo en la habitación de hotel tenuemente iluminada, con vistas al puerto de Sidney.

«¿Te gusta, encanto?».

«Oh, cielo…».

«Sí, cariño, así, justo ahí, corazón, no pares».

Me veo debajo de ella.

Veo cómo me toma y me hace el amor.

La siento.

La conozco.

Saboreo su boca de champán.

Ignoro su fea dentadura.

Cierro los ojos y la saboreo.

Acaricio su piel desnuda.

El jersey en el suelo.

El chaleco cerca de nosotros.

Las botas olvidadas, formando una escuadra junto a la puerta. Me siento dentro ella.

«Oh —jadea—. Oh, Ed, Ed. —Me pierdo en ella—. Oh, Ed…».

—¡Rojo! —me grita el tipo que llevo en el asiento de atrás.

Aprieto el freno hasta el fondo.

—¡Joder, tío!

—Lo siento.

Respiro hondo.

Me ha ido bien olvidarme del As de tréboles y de Audrey durante un rato, pero ahora estoy de vuelta en la realidad. La voz del hombre ha traído consigo el recuerdo de uno y otra.

—Verde, amigo.

—Gracias.

Arranco.

Las piedras

En casa.

Llego al pueblo cuando el sol comienza a elevarse en el cielo. Las calles están desiertas y entro en el aparcamiento de
VACANT TAXIS
. Como de costumbre, regreso a la choza caminando.

Doorman
se alegra de verme.

Bebemos juntos el consabido café y saco el naipe del cajón. Lo miro tratando de leer entre líneas, tratando de cogerlo desprevenido y hacer que me desvele sus secretos.

Independientemente de cómo me haya ido la noche en el taxi, ahora me siento preparado. Quiero arrancarme de la cara mi boca penosa y quejica, mi boca buscaexcusas, y afrontar la situación. Me arrincono en la luz naciente de la sala de estar. Pienso: «No te quejes más, Ed. Acéptalo». Incluso salgo al porche y observo mi limitada visión del mundo. Quiero agarrar ese mundo y por primera vez en la vida siento que puedo hacerlo. Hasta el momento he superado todos los retos. Y aquí sigo, erguido. Vale, erguido sobre un porche destartalado y lleno de grietas, y quién soy yo para decir que el mundo no es también así. Pero Dios sabe que el mundo nos exige mucho.
Doorman
está sentado a mi lado en posición firme, o por lo menos todo lo firme que puede. Hasta parece obediente y fiable. Lo miro y digo: «Ha llegado la hora».

¿Cuántas personas reciben una oportunidad como ésta?

Y de las pocas que la reciben, ¿cuántas la aprovechan de verdad?

Me agacho y poso una mano en el hombro de
Doorman
(o lo más parecido a un hombro en un perro) y salimos a buscar las piedras de casa.

A media calle nos detenemos.

Nos detenemos porque tenemos el problema número uno.

No tenemos ni idea de dónde buscar.

El resto de la semana transcurre sin incidentes: una combinación de timbas, trabajo y paseos con
Doorman
. El jueves por la noche doy unas patadas a un balón de fútbol con Marv en la explanada del pueblo y luego lo veo emborracharse en su casa.

—Apenas falta un mes para el gran partido —dice. Bebe un sorbo de la cerveza de su padre. Él nunca compra cerveza. Nunca.

Marv todavía vive con sus viejos. Tengo que reconocer que el interior de la casa está bastante bien. Suelos de madera. Cristales limpios. Su madre y Marissa lo hacen todo, naturalmente. Marv, el gandul de su hermano y el padre no mueven un dedo. Marv paga una pequeña suma por su mantenimiento y mete el resto del dinero en el banco. A veces me pregunto para qué ahorra. En el último recuento dijo tener treinta mil.

—¿Qué posición quieres en el partido, Ed?

—Ni idea.

—Yo quiero de central —me confiesa—, pero es probable que vuelva a ser lateral. Tú estarás en segunda línea, aunque seas larguirucho y endeble.

—Muchas gracias.

—¿No es cierto?

Lo es.

—Pero sabes jugar cuando te pones las pilas —prosigue.

Ahora me tocaría decirle a Marv que él también juega bien, pero no lo hago. Mantengo la boca cerrada.

—¿Ed?

Nada.

—¿Ed? —Da una palmada—. ¿Estás ahí?

Por un momento considero la posibilidad de preguntarle a Marv si ha oído hablar de las piedras de casa, pero algo me detiene. No lo entenderá y ahora ya sé a ciencia cierta que si debo ser ese mensajero, tengo que hacerlo solo.

—Lo estoy, Marv —le digo—. Estaba pensando en mis cosas, eso es todo.

—Eso acabará matándote —me previene—. Te iría mucho mejor si no pensaras tanto.

En parte me gustaría poder ser así. Nunca me preocuparía de las cosas que realmente importaran. Sería feliz de la misma forma penosa que lo es nuestro amigo Richie. Nada te afecta y tú no afectas a nada.

—No te preocupes, Marv —digo—. Estoy bien.

Marv está hablador esta noche.

—¿Te acuerdas de aquella chica con la que salía? —me pregunta.

—¿Suzanne?

Pronuncia su nombre completo estirando las palabras.

—Suzanne Boyd. —Se encoge de hombros—. Recuerdo que se marchó con su familia y jamás me dijo una sola palabra al respecto. Han pasado tres años… Le di vueltas al asunto hasta volverme loco. —Pone voz a mis pensamientos—. Alguien como Ritchie habría pasado de todo. La habría llamado escoria, se habría bebido una cerveza y habría apostado a los caballos. —Marv sonríe, contrito, y baja la vista—. Típico de él.

Quiero hablar con Marv.

Quiero preguntarle sobre esa chica, si la quería y si todavía la echa de menos.

Pero nada sale de mi boca. Se hace un largo silencio, hasta que decido romperlo. Me recuerda a alguien rompiendo pan y repartiéndolo. En mi caso reparto una pregunta a mi amigo.

—¿Marv?

—¿Qué? —Inopinadamente, sus ojos me desgarran.

—¿Cómo te sentirías si en este momento tuvieras que estar en un lugar y no supieras cómo llegar a él?

Analiza la pregunta.

Se diría que por el momento ha aparcado a la chica.

—¿Como perderse el Annual Sledge Game?

Se lo acepto.

—Eso.

—Pues… —Lo medita con todo su ser mientras se pasa la tosca mano por la rubia barba de tres días. Así de importante es para él el partido—. Estaría todo el rato imaginando qué está ocurriendo en ese lugar, pensando que no puedo intervenir por lo lejos que estoy.

—¿Te sentirías frustrado? —pregunto.

—Seguro.

He consultado mapas. He encontrado viejos libros que pertenecían a mi padre y leído historias del lugar. Nada, sin embargo, me aporta una sola pista sobre dónde se hallan las piedras de casa. Los días y las noches se deshacen. Noto cómo se desmontan por las costuras. Cada minuto me hace saber que algo podría estar ocurriendo, algo a lo que debo contribuir. O detener.

Jugamos a las cartas.

He pasado por Edgar Street varias veces y todo sigue igual. El hombre no ha vuelto aún. Creo que nunca volverá.

La madre y la hija parecían felices los ratos que he estado observándolas. Con eso me basta.

Una noche voy a casa de Milla y leo para ella.

Se alegra mucho de verme y debo confesaros que me gusta volver a ser Jimmy. Bebo té y beso la mejilla arrugada de Milla cuando me marcho.

El sábado voy a ver correr a Sophie. Sigue quedando segunda pero, fiel a su palabra, corre descalza. Me ve y asiente con la cabeza. No nos decimos nada porque está corriendo. Me coloco detrás de la valla, en la recta de fondo. Nos reconocemos durante ese instante fugaz y eso es suficiente.

«Te echo de menos, Ed», la oigo decir aquella tarde en el parque. También hoy, en la expresión de su cara cuando pasa corriendo por mi lado, sé que está diciendo «Me alegro de que hayas venido».

Yo también me alegro, pero me marcho en cuanto la carrera termina.

Esa noche en el trabajo, ocurre.

Encuentro las piedras de casa.

O para ser sincero…

Ellas me encuentran a mí.

Cuando trabajo en la ciudad mantengo los ojos muy abiertos por si veo a Alice, sobre todo si estoy cerca de Quay o de Cross. No hay rastro de ella, lo cual me produce cierta pena. Los únicos clientes reincidentes son viejos que siempre conocen un itinerario mejor o ejecutivos que siempre están mirando el reloj o hablando por teléfono.

Sobre las cuatro de la mañana recojo a un hombre joven camino de mi casa. Cuando me hace señas lo examino. Parece un tipo estable y no tiene pinta de ir a vomitar. Lo último que necesito es alguien vomitando en mi taxi al final de un turno. Eso puede arruinarte la noche en pocos segundos.

Me acerco al bordillo y sube.

—¿Adónde? —pregunto.

—Limítate a conducir. —Su voz suena amenazadora desde la primera palabra—. Llévame a casa.

Estoy nervioso pero hablo.

—¿Qué casa?

Vuelve la cara y me clava una mirada inquietante.

—La tuya. —Sus ojos tienen un extraño color amarillo, como los de un gato. Pelo negro y corto. Ropa negra y dos palabras más—: Conduce, Ed.

Obedezco, como es lógico.

Conoce mi nombre y sé que me está llevando al lugar donde el As de tréboles quiere que vaya.

Viajamos en silencio, contemplando el paso sesgado de las luces. Está sentado en el asiento del copiloto y cada vez que voy a mirarle, me lo pienso dos veces. Puedo sentir esos ojos en todo momento. Parecen dispuestos a arañarme.

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