Finjo.
Tranquilidad.
Asiento y digo:
—Pues vale. —Y sigo mi camino.
«Dios —imploro—, que le caiga la perpetua».
Las puertas de la sala se cierran tras de mí y me dirijo al vestíbulo. Está bañado por el sol. Una agente me llama y dice:
—Yo no me inquietaría por él, Ed. —Para ella es fácil decirlo.
—Me dan ganas de largarme del pueblo.
—Escúchame bien —dice. Me gusta. Es bajita y corpulenta y parece agradable—. Cuando ese pirado haya cumplido su condena, lo último que querrá es volver al trullo. —Lo medita y parece segura de su valoración—. Hay personas que en la cárcel se endurecen. —Señala la sala con la cabeza—. Él no es una de ellas. Se ha pasado la mañana llorando. Dudo mucho que vaya a por ti.
—Gracias —contesto. Permito que me embargue cierto alivio, pero no creo que dure mucho.
«Eres hombre muerto».
Vuelvo a oír su voz y veo las palabras escritas en mi cara cuando regreso al taxi y me miro en el espejo retrovisor.
Ello me lleva a pensar en mi vida, en mis logros inexistentes y en mi gran capacidad para la incompetencia.
«Hombre muerto —pienso mientras entro en el aparcamiento—. No anda tan desencaminado».
Mirando, esperando, violando
Seis meses.
Le han caído seis meses. La justicia es cada día más blanda.
No le he contado a nadie lo de la amenaza. He preferido seguir el consejo de la agente y olvidarme de él. En cierto modo preferiría no haber leído lo de su condena en el periódico. (Lo único positivo es que le han negado la libertad condicional).
Me siento como siempre en mi cocina con
Doorman
y el As de diamantes. El periódico descansa doblado sobre la mesa. Hay una foto adorable del atracador de cuando era niño. Sólo puedo verle los ojos.
Los días pasan y finalmente lo logro. Me olvido de él.
«En realidad —me digo—, ¿qué puede hacerme un tipo como ese?».
Es mucho más sensato mirar hacia delante, y poco a poco devuelvo mi atención a las direcciones del naipe.
La primera es Edgar Street, 45.
Intento ir un lunes pero me falta coraje.
Vuelvo a intentarlo el martes, pero no llego a cruzar la puerta de casa, leyendo un libro atroz como excusa.
El miércoles consigo salir a la calle e incluso cruzar el pueblo.
Es casi medianoche cuando doblo por Edgar Street. Está a oscuras y las farolas han sido apedreadas. Sólo sobrevive una e incluso ésta me hace guiños. La luz renquea dentro del globo.
Conozco bien este barrio porque en otros tiempos Marv venía mucho por aquí.
Tenía una novia aquí, en una de sus sórdidas calles. Se llamaba Suzanne Boyd y Marv salió con ella cuando estábamos en el instituto. Cuando su familia hizo las maletas y se marchó sin apenas dar explicaciones, se quedó hecho polvo. En realidad se compró su destartalado coche para seguirla, pero no llegó a salir del pueblo. El mundo era demasiado grande, creo, y Marv se amilanó. Fue en aquella época cuando se volvió tan tacaño y quisquilloso. Creo que decidió que desde ese momento se ocuparía de él y sólo de él. Creo. No puedo asegurarlo. Nunca pienso demasiado en Marv. Es mi norma.
Rememoro esa época durante un rato, pero se desvanece a medida que me aproximo.
Llego al final de la calle, que es donde se halla el número cuarenta y cinco. Paso por delante, desde la acera de enfrente, y me dirijo a unos árboles que despuntan y se apoyan unos sobre otros. Me agacho y espero. Las luces de la casa están apagadas, la calle en silencio. La pintura del cemento fibroso se está levantando y hay un canalón oxidado. La puerta mosquitera tiene agujeros. Los mosquitos se están cebando conmigo.
«Confío en que no tenga que esperar mucho», pienso.
Transcurre media hora y casi me duermo, pero cuando llega el momento los latidos de mi corazón se adueñan de la calle. Un hombre se acerca por la calzada tambaleándose.
Un hombre corpulento.
Borracho.
No me ve cuando sube a trompicones los escalones del porche y se pelea con la llave antes de entrar.
La luz inunda el recibidor.
Cierra con un portazo.
—¿Estás levantada? —dice arrastrando las palabras—. ¡Ven aquí ahora mismo, zorra!
Mi corazón empieza a ahogarme. Sigue subiendo hasta que puedo notar su sabor. Casi puedo sentirlo latiendo en mi lengua. Tiemblo, me calmo, vuelvo a temblar.
La luna se desgaja de las nubes y de pronto me siento desnudo, como si el mundo pudiera verme. La calle duerme, salvo por el hombretón que ha llegado a su casa haciendo eses y gritándole a su mujer.
El dormitorio se ilumina.
A través de los árboles puedo ver las sombras.
La mujer está de pie, en camisón, pero las manos del hombre la apresan y tiran de la prenda con brusquedad.
—Creía que me esperarías levantada —dice. La tiene agarrada por los brazos. El miedo me ha apresado la garganta. Él la arroja sobre la cama y se desabrocha el cinturón y el pantalón.
Está encima de ella.
La penetra.
Tiene sexo con ella y la cama grita de dolor. Chirría y aúlla y sólo yo puedo oírla. Señor, es un ruido ensordecedor.
«¿Por qué no puede oírlo el resto del mundo? —me pregunto. En pocos segundos me lo pregunto muchas veces—. Porque no le importa —me respondo al fin, y sé que estoy en lo cierto. Tengo la sensación de haber sido elegido—. Pero ¿elegido para qué? —me pregunto».
La respuesta es simple:
«Para que me importe».
En el porche aparece una niña.
Está llorando.
La miro.
Ahora sólo hay luz. El ruido ha cesado.
Tras unos minutos de silencio el ruido empieza de nuevo e ignoro cuántas veces es capaz de hacerlo ese hombre en una noche, pero es decididamente algo fuera de serie. Sigue y sigue mientras, sentada en el porche, la niña llora.
Tiene unos ocho años.
Cuando finalmente termina, la niña se levanta y entra. Esto no puede ocurrir cada noche. Me digo que no es posible, y la mujer reemplaza a la niña en el porche.
También ella se sienta, como la niña. Lleva puesto el camisón, ahora desgarrado, y tiene la cabeza hundida entre las manos. Uno de sus pechos destaca bajo la luz de la luna. Puedo ver el pezón, abatido y herido, mirando hacia el suelo. En un momento dado forma un cuenco con las manos. Parece que esté sosteniendo su corazón.
Hago ademán de acercarme pero el instinto me detiene.
«Tú sabes lo que tienes que hacer».
Ha susurrado una voz dentro de mí, y la escucho. Impide que vaya al encuentro de la mujer. No es eso lo que tengo que hacer. No estoy aquí para consolarla. Aunque la consuele hasta el día del Juicio Final, eso no impedirá que mañana por la noche y la siguiente vuelva a suceder.
Es de él de quien debo ocuparme.
Es a él a quien debo enfrentarme.
Así y todo, ella llora en el porche y yo desearía acercarme y abrazarla.
Desearía rescatarla y mecerla entre mis brazos.
«¿Cómo puede la gente vivir así?».
«¿Cómo consiguen sobrevivir?».
Tal vez por eso estoy aquí.
Porque ya no pueden.
Piezas
Voy en el taxi pensando: «Esto tiene que mejorar. Mi primer mensaje y es un maldito caso de violación». Para colmo, el tipo del que debo ocuparme es fuerte como un toro. Una mole como he visto pocas.
No se lo cuento a nadie. Ni a los amigos ni a las autoridades. Debe hacerse algo más allá de eso. Por desgracia, me han elegido a mí para hacerlo.
A la hora de la comida, Audrey me pregunta sobre el asunto en la ciudad, pero le digo que es mejor que no lo sepa.
Me clava esa mirada de preocupación que adoro y dice:
—Ten cuidado, Ed.
Le digo que lo tendré y regresamos a los taxis.
No puedo pensar en otra cosa en todo el día. Me dan miedo también las otras dos direcciones, aunque una parte de mí me dice que no pueden ser peores que la primera.
Acudo a Edgar Street cada noche al tiempo que la luna pasa gradualmente por sus fases. No siempre sucede. A veces el hombre llega a casa y no hay violencia. Esas noches reina el silencio en la calle. Se muestra atemorizado y escurridizo mientras espero que algo ocurra.
Una tarde que estoy comprando, paso por un momento inquietante. Me dirijo a la sección de comida canina cuando una mujer pasa por mi lado con una niña pequeña sentada sobre el carro.
—Angelina —dice—, no toques eso.
La voz es suave pero inconfundible. Es la voz que pide ayuda a la noche cuando la arrojan sobre la cama, cuando es violada por un borracho con una libido como el Kilimanjaro. Es la voz de la mujer que solloza quedamente en el porche, a la sombra de la noche silenciosa e indiferente.
Durante una milésima de segundo mis ojos y los de la niña se encuentran.
Es rubia, de ojos verdes y bonita.
La madre es igual que ella, sólo que el cansancio le ha ajado el rostro.
Las sigo durante un rato y en un momento dado, cuando la madre se inclina para examinar las sopas de sobre, veo cómo se viene abajo en silencio. Se queda inclinada, ansiando caer de rodillas, pero refrenando el impulso.
Cuando se endereza de nuevo estoy frente a ella.
Nos miramos y le digo:
—¿Está bien?
Asiente con la cabeza y miente.
—Sí.
Tengo que hacer algo cuanto antes.
Harrison Avenue
A estas alturas probablemente sepáis qué he decidido hacer con el asunto de Edgar Street. O por lo menos lo sabríais si fuerais como yo.
Cobarde.
Manso.
Decididamente débil.
Cómo no, en mi infinita sabiduría he decidido aparcar el tema durante un tiempo.
«Nunca se sabe, Ed. Puede que se arregle solo».
Sé que resulta tremendamente patético, pero ahora mismo no puedo enfrentarme a eso. Necesito experiencia. Necesito algunos triunfos en mi haber antes de poder medirme con ese violador con cuerpo de Tyson.
Vuelvo a sacar el naipe una noche que estoy bebiendo café con
Doorman
. La noche previa le di Blend 43 y le encantó. Al principio no quería ni tocarlo.
Me miraba.
Miraba su cuenco.
Tardé cerca de cinco minutos en comprender que
Doorman
me había visto echar azúcar en la taza que reza «Los taxistas no son los únicos capullos de la carretera». En cuanto vertí un poco de azúcar en su café mostró mucho más entusiasmo. Sorbió, lamió y se zampó el cuenco entero y levantó la vista pidiendo más.
Ahora
Doorman
y yo estamos solos en la sala de estar. Él concentrado en su café y yo contemplando las demás direcciones del naipe. Harrison, 13 es la siguiente en la lista, y decido ir mañana por la tarde, a las seis en punto.
—¿Qué te parece,
Doorman
? —le pregunto—. ¿Crees que esta dirección será mejor?
Esboza una sonrisa porque el Blend 43 le ha dado colocón.
—Te digo que he golpeado. —Marv señala a Ritchie con el dedo—. Me da igual lo que digas.
—¿Ha golpeado? —me pregunta Ritchie.
—No lo recuerdo.
—¿Audrey?
Lo medita unos instantes y niega con la cabeza. Marv lanza las manos al aire. Ahora tiene que robar cuatro cartas. En irritación funciona así. Cuando sólo te quedan dos cartas has de dar un golpe. Si te olvidas de dar el golpe antes de tirar la penúltima carta, has de robar cuatro. Marv se olvida de golpear bastante a menudo.
Roba las cartas con cara enfurruñada, pero en el fondo se está aguantando la risa. Sabe que no ha golpeado, pero siempre intenta zafarse. Es parte del juego.
Estamos en casa de Audrey, en la terraza. Ha oscurecido pero los focos están encendidos y la gente levanta la vista al pasar frente al complejo de casas unifamiliares. Está a una manzana de mi casa. Se encuentra algo destartalado, pero es agradable.
Durante la primera hora de timba miro a Audrey y sé que estoy enamorado de ella hasta las trancas. Digo eso porque a veces no sé qué hacer. No sé qué decir. ¿Qué puedo decirle cuando siento el ansia crecer dentro de mí? ¿Cómo reaccionaría? Creo que está descontenta conmigo porque podría haber ido a la universidad y ahora me limito a conducir un taxi. He leído
Ulises
, por Dios, y la mitad de las obras de Shakespeare. Me doy cuenta de que Audrey jamás podría imaginarse realmente conmigo. Sin embargo, lo ha hecho con otros tipos que son más o menos como yo. A veces no puedo pensar en eso, en lo que ellos le han hecho y lo que ella debió de sentir y en que le gusto demasiado para considerarme una posibilidad.
Aunque yo sé.
Que no es sólo sexo lo que querría de Audrey.
Querría sentir que me fundo con ella, aunque sólo sea un instante si es cuanto tengo permitido. Me sonríe cuando gana una mano y le devuelvo la sonrisa.
Deséame, suplico, pero no ocurre nada.
—¿Qué hiciste al final con aquel extraño naipe? —me pregunta más tarde Marv.
—¿Qué?
—Ya sabes qué. —Me señala con el puro. No le vendría mal un afeitado.
Todo el mundo escucha cómo miento.
—Lo tiré.
Marv da su aprobación.
—Buena idea. Era una gilipollez.
—Y que lo digas —convengo. Fin de la historia. Por el momento.
Audrey me mira con expresión divertida.
Durante las partidas siguientes pienso en lo sucedido cuando fui al número 13 de Harrison Avenue.
Para ser franco, fue un alivio, porque en realidad no ocurrió nada. La única persona que vi fue una anciana que no tenía cortinas en las ventanas. Estaba sola, preparándose la cena. Después se sentó para comérsela y beber té. Creo que comió ensalada y sopa.
Y soledad.
También comió soledad.
Me gustó.
La estuve observando todo el rato desde el taxi. Hacía calor y bebí agua de una botella vieja. Esperaba que la mujer estuviera bien. Parecía dulce y amable, y recuerdo la forma en que su antiguo hervidor rompió a silbar hasta que se acercó y lo retiró. Estoy seguro de que le habló como le hablaría a un niño, a un bebé que llora.
Me deprimía pensar que una persona pudiera estar tan sola para encontrar consuelo en la compañía de aparatos que silban, y que no tuviera a nadie con quien comer.
Aunque mi situación no es mucho mejor.
Reconozcámoslo.
Como con un perro de diecisiete años. Bebemos café juntos. Por nuestra manera de funcionar se diría que somos marido y mujer. Así y todo…