Descuelgo.
No oigo nada.
Nada en absoluto.
—¿Diga?
Otra vez.
—¿Diga?
La voz trata de llegar a lo más hondo de mí. Llega y pronuncia tres palabras:
—¿Cómo estás, Jimmy?
Algo dentro de mí se rompe.
—¿Qué? —pregunto—. ¿Qué ha dicho?
—Ya me has oído.
La comunicación se corta y me quedo solo.
Regreso al porche tambaleándome.
—Has perdido —me informa Marv, pero apenas le oigo.
La partida no podría importarme menos.
—Pareces mareado —me dice Ritchie—. Siéntate, chaval.
Sigo su consejo y vuelvo a ocupar mi lugar en la mesa.
Audrey me mira y me pregunta si estoy bien simplemente con la expresión de su cara. Le respondo que sí, y cuando más tarde nos quedamos a solas, casi le hablo de Milla y Jimmy. Casi le pregunto qué piensa sobre el asunto, pero ya conozco la respuesta. Su opinión no puede cambiarlo, de modo que más me vale afrontar el hecho de que debo pasar a otra cosa. Le he dado a Milla la compañía que necesitaba, pero ha llegado el momento de pasar a la siguiente dirección, o de regresar a Edgar Street.
Puedo seguir visitándola, pero ha llegado el momento.
Esa noche salgo a dar un paseo con
Doorman
. Bajamos hasta el cementerio, vemos a mi padre y nos damos una vuelta por las demás tumbas.
La luz de una linterna nos deslumbra.
Seguridad.
—¿Sabes qué hora es? —pregunta el hombre. Es grande y lleva bigote.
—Ni idea —respondo.
—Las once y media. El cementerio está cerrado, amigo.
Estoy a punto de marcharme, pero esta noche no puedo. Abro la boca y digo:
—El caso, señor…, es que estoy buscando una tumba.
Me mira dudoso. ¿Debería ayudarme o no? Finalmente decide que sí.
—¿Cómo se llama?
—Johnson.
Niega con la cabeza y ríe con cierta sorna.
—¿Tienes idea de cuántos Johnson hay en este cementerio?
—No.
—La tira. —Se olfatea el bigote como si quisiera deshacerse de un picor. Lo tiene bermejo. El tipo es pelirrojo.
—¿No podría intentarlo de todos modos?
—¿Qué perro es ése?
—Un cruce de rottweiler y pastor alemán.
—Pues huele que apesta, amigo. ¿Nunca lo lavas?
—Desde luego que sí.
—Puaj. —Gira la cara arrugando la nariz—. Es insoportable.
—¿La tumba? —pregunto.
Su memoria se despereza.
—Ah, sí. Bueno, podemos intentarlo. ¿Tienes idea de cuándo murió el desgraciado ese?
—No hay necesidad de ser irrespetuoso.
Me mira atónito.
—Oye. —Se pone malcarado—. ¿Quieres mi ayuda o no?
—Vale, lo siento.
—Por aquí.
Recorremos medio cementerio y encontramos algunos Johnson, pero no el que estoy buscando.
—Eres un poco tiquismiquis, ¿no te parece? —dice el vigilante en un momento dado—. ¿No te sirve éste?
—Éste es Gertrude Johnson.
—Dime otra vez el nombre.
—Jimmy. —Esta vez, sin embargo, añado un dato—. Su esposa se llama Milla. El vigilante frena en seco, me mira y dice:
—¿Milla? Joder, creo que sé quién es. Recuerdo ese nombre porque aparece en la lápida. —Echa a andar deprisa en dirección a la otra punta del cementerio al tiempo que farfulla—: Milla, Milla…
Su linterna arroja la luz sobre una lápida y ahí está.
JAMES JOHNSON
1917-1942
MURIÓ SIRVIENDO A SU PAÍS
AMADO POR MILLA JOHNSON
Nos quedamos diez minutos ahí, con la luz de la linterna abrasando la tumba. Entretanto intento adivinar dónde y cómo murió exactamente Jimmy y caigo en la cuenta de que la pobre Milla lleva sesenta años sin él.
En su vida no ha habido otro hombre. No como Jimmy.
Lleva sesenta años esperando que Jimmy regrese.
Jimmy ha vuelto.
La chica descalza
Así y todo, debo pasar a otra cosa.
La historia de Milla es hermosa y trágica, pero hay otros mensajes que entregar. Ahora toca Macedoni Street, 6, 5.30 de la mañana. Por un momento barajo la posibilidad de regresar a Edgar Street, pero lo que vi y oí en esa casa todavía me aterra. Voy un día y compruebo que todo sigue igual. Exactamente igual.
Llego a Macedoni Street cuando aún hay sol, a mediados de octubre. Esta temporada ha sido excepcionalmente calurosa y ya hace una temperatura agradable cuando alcanzo la empinada calle. Vislumbro la casa en lo alto de la cuesta.
Pasadas las cinco y media, una figura solitaria aparece por un lado de la casa. Creo que es una chica, pero no puedo asegurarlo porque lleva la cabeza cubierta. Viste un pantalón corto de deporte de color rojo y una sudadera gris con capucha, pero va descalza. Mide aproximadamente un metro setenta y cinco.
Me siento entre dos coches estacionados junto al bordillo y espero a que la figura regrese.
Justo cuando, harto de esperar, decido marcharme a trabajar la veo (sin duda es una chica) doblar por la esquina corriendo. Ahora lleva la sudadera atada a la cintura, así que puedo verle la cara y el pelo.
Me sobresalto porque ambos llegamos a la esquina al mismo tiempo desde direcciones opuestas. Ambos nos detenemos un instante.
Sus ojos se posan en mí, sólo un segundo.
Me mira. Tiene el cabello del color del sol, recogido en una coleta, y unos ojos claros como el agua. El azul más delicado que he visto en mi vida. Labios tiernos que adoptan una leve mueca de reconocimiento.
Y sigue corriendo.
Observo cómo ladea la cabeza y se aleja.
Lleva las piernas depiladas, lo que me hace pensar que tendría que haberme dado cuenta antes de que era una chica. Son largas y bonitas. Es una de esas muchachas de cuerpo firme. Delgada, pecho pequeño pero bien formado, espalda ancha, caderas rectas y piernas kilométricas. Sus pies descalzos golpean el suelo con suavidad.
Es preciosa.
Ella es preciosa y yo estoy avergonzado.
No puede tener más de quince años y me está arrollando. Me está aplastando por dentro. Sentimientos de amor y deseo forcejean en mi interior, y me doy cuenta de que me siento inmediatamente atraído por esta chica que sale a correr descalza a las cinco y media de la mañana. No tengo escapatoria.
Llego a casa y medito sobre lo que ella necesita, lo que debo entregarle. En cierto modo, es un proceso de eliminación. Si vive en las colinas significa que no necesita dinero. Tampoco creo que necesite un amigo, aunque no puedo asegurarlo.
Corre.
Tiene algo que ver con eso. Seguro.
Cada mañana vuelvo, aunque me escondo y creo que ella no me ve.
Un día decido avanzar en la relación y la sigo. Llevo puestos unos tejanos, botas y una vieja camiseta blanca, y ella me lleva una buena ventaja.
Corre a grandes zancadas.
Me esfuerzo por no rezagarme.
Cuando empecé a correr tenía la sensación de estar en la final de los cuatrocientos metros de los Juegos Olímpicos. Ahora me siento exactamente como lo que soy: un taxista de tres al cuarto que no hace suficiente ejercicio.
Me siento patético.
Descoordinado.
Mis piernas se esfuerzan por levantarme del suelo e impulsarme hacia delante. Tengo la sensación de que mis pies surcan la tierra. Respiro todo lo hondo que puedo pero hay un muro en mi garganta. Mis pulmones están hambrientos. Siento cómo el aire trepa por el muro para descender hasta ellos, pero no es suficiente. Así y todo, sigo corriendo. Tengo que hacerlo.
Llega a la linde del pueblo, a la explanada donde se halla la pista de atletismo. Está en la base de un pequeño valle y celebro la cuesta abajo. No obstante, me inquieta la vuelta.
Cuando alcanzamos la pista la chica salta la valla y se quita la sudadera para colgarla en ella. Yo reduzco la marcha y me derrumbo bajo la sombra de un melaleuca.
La chica da vueltas por la pista.
El mundo da vueltas a mi alrededor.
Me mareo y siento náuseas. Necesito beber, pero no me veo capaz de caminar hasta el grifo, por lo que me quedo donde estoy, despatarrado y sudando profusamente.
«Caray, Ed —jadeo—, estás en muy mala forma. Peor de lo que pensaba».
«Lo sé», respondo.
«Es vergonzoso».
«Lo sé».
También sé que no debería quedarme tirado bajo este árbol, pero ya no quiero esconderme de la chica. Si me ve, que me vea. Si apenas tengo fuerzas para moverme, no digamos para esconderme, y sé que mañana tendré unas agujetas terribles.
Ella deja de correr y se pone a hacer estiramientos mientras noto que el aire finalmente se abre paso hasta mis pulmones. Su pierna derecha descansa sobre la valla. Es larga y adorable.
«No pienses en eso, no pienses en eso», me digo.
En un momento dado repara en mí, pero desvía rápidamente la mirada. Ladea la cabeza y dirige los ojos al suelo. Exactamente como la otra mañana. Sólo durante un segundo. En ese instante me doy cuenta de que ella nunca vendrá a mí. Lo entiendo mientras baja la pierna de la valla y sube la otra. Soy yo quien debe ir a ella.
Cuando termina los estiramientos y coge la sudadera, me levanto y echo a andar hacia ella.
Empieza a correr pero se detiene.
Lo sabe.
Creo que intuye que estoy aquí por ella.
Ahora estamos separados por seis o siete metros. La miro y ella mira el suelo, un punto situado aproximadamente a un metro de mi tobillo derecho.
—Hola —digo. Siento que la estupidez de mi voz no tiene solución.
Una pausa.
Una inspiración.
—Hola —contesta. Todavía tiene los ojos fijos en el suelo.
Doy un paso al frente. No más.
—Soy Ed.
—Lo sé. Ed Kennedy. —Posee una voz aguda pero suave, tan suave que podrías sumergirte en ella. Me recuerda a la de Melanie Griffith.
¿Sabéis esa voz suave y aguda que tiene? Pues esta chica la tiene igual.
—¿Cómo sabes quién soy? —pregunto.
—Mi padre lee el periódico y vi tu fotografía después del atraco al banco.
Avanzo.
—Ya.
Transcurren unos segundos más y por fin me mira como es debido.
—¿Por qué me sigues?
En medio de mi cansancio, hablo.
—Todavía no estoy seguro.
—¿No serás un pervertido?
—¡No! —Y pienso: «No le mires las piernas, no le mires las piernas».
Levanta de nuevo la vista y me clava la misma mirada de reconocimiento que el otro día.
—Es un alivio, porque te he visto casi todos los días. —Su voz es tan dulce que casi resulta ridícula. Tiene sabor a fresa o a algo similar.
—Siento haberte asustado.
Se anima a esbozar una sonrisa cauta.
—No te preocupes. Es sólo que… que no se me da muy bien lo de hablar con la gente. —Dominada por la timidez, vuelve a desviar la mirada—. ¿Te importa que no hablemos? —Acelera las palabras para no hacerme daño—. Lo que quiero decir es que no me importa que estés aquí por las mañanas, pero que no puedo hablar, ¿vale? Hablar me violenta.
Asiento con la cabeza y confío en que lo capte.
—Vale.
—Gracias. —Clava de nuevo la mirada en el suelo, coge su sudadera y me hace una última pregunta—. Correr no es lo tuyo, ¿verdad?
Saboreo su voz unos instantes.
Sabe a fresa en mis labios.
Quizá sea la última vez que la oiga.
—No, no lo es —digo, e intercambiamos la mirada unos segundos más antes de que ella se aleje corriendo. La observo y oigo el suave sonido de sus pies descalzos contra la tierra.
Me gusta.
Me recuerda a su voz.
Todas las mañanas, antes de dirigirme al trabajo, voy a la pista de atletismo y allí está ella. Cada día, sin excepción. No falta nunca, aunque diluvie.
Un miércoles me tomo el día libre (diciéndome que es la clase de sacrificio que hay que hacer cuando se tiene una misión más importante que cumplir). Tirando de
Doorman
, me presento en el colegio en torno a las tres de la tarde. La chica sale acompañada de varias amigas y eso me alegra, pues deseaba que no estuviera sola. Su timidez hacía que me inquietara esa posibilidad. Es curioso lo silencioso que parece todo cuando miras a la gente desde lejos. Es como ver una película muda. Imaginas lo que dicen. Observas cómo se mueven sus labios e imaginas el sonido de sus pies al chocar con el suelo. Te preguntas de qué están hablando y hasta qué están pensando.
Reparo en un detalle curioso. Cada vez que un chico se acerca para hablar y caminar con las chicas, la muchacha corredora baja la mirada. Cuando el chico se marcha vuelve a levantarla.
La observo durante un rato y llego a la conclusión de que probablemente le falte confianza en sí misma, como a mí.
Es posible que se sienta demasiado alta y desgarbada y no sea consciente de su hermosura. Pienso que si el problema es sólo ese, se le pasará pronto.
Meneo la cabeza.
Para mí.
«Escúchate —me digo—. Dices que se le pasará. ¿Y tú cómo diantre lo sabes? No lo dirás por lo bien que te va a ti, ¿verdad, Ed? Permíteme que lo dude».
Tengo toda la razón. No me corresponde a mí hacer pronósticos con respecto a esa chica. Yo sólo tengo que hacer lo que se supone que debo hacer y confiar en que con eso baste.
Algunas veces observo su casa de noche.
No ocurre nada.
Nunca.
Mientras observo y pienso en la chica y la anciana Milla y el espanto de Edgar Street, caigo en la cuenta de que ni siquiera sé cómo se llama la muchacha. Por la razón que sea imagino que se llama Alison o algo parecido, pero la mayoría de las veces sólo pienso en ella como la chica que corre.
Voy al encuentro de atletismo que se celebra cada fin de semana durante el verano. La veo sentada con el resto de su familia. Hay una chica más joven y un niño pequeño. Todos llevan pantalón corto negro y camiseta celeste con un parche cosido a la espalda. El parche de la chica muestra el número 176 justo debajo de un eslogan que reza: «Milo forma parte de ti».
Anuncian la carrera de 1.500 para menores de quince años y la chica se levanta sacudiéndose briznas de hierba seca del pantalón.
—Buena suerte —le dice su madre.
—Buena suerte, Sophie —le dice el padre.
Sophie.
Me gusta.
Escucho el nombre en mi cabeza y lo coloco cuidadosamente en su cara.
Encaja perfectamente.