La anciana le hizo algo a mi corazón.
Cuando alargó los brazos y vertió el té fue como si también vertiera algo en mi interior mientras sudaba sentado en el taxi. Fue como si tuviera un cordel en la mano y tirara de él lo justo para abrirme. Entró, dejó una parte de sí misma dentro de mí y se marchó.
Todavía la siento ahí, en algún lugar.
Estoy jugando a las cartas y su imagen se despliega sobre la mesa. Sólo yo puedo verla. Veo el temblor de su mano cuando se llevaba la cuchara a la boca. Deseo verla reír o expresar algo que me indique que está bien. No obstante, no tardo en comprender que debo comprobarlo por mí mismo.
Es mi turno.
—Tu turno, Ed.
Es mi turno y no hago nada.
Me quedan dos cartas y tengo que golpear.
El tres de tréboles y el nueve de picas.
Pero resulta que esta noche quiero más cartas. No me interesa ganar. Creo que sé lo que tengo que hacer por la anciana y hago una apuesta conmigo mismo.
Si robo el As de diamantes tengo razón.
Si no lo robo estoy equivocado.
Me olvido de golpear y todos se pitorrean cuando me dispongo a robar.
Primera carta: reina de tréboles.
Segunda carta: cuatro de corazones.
Tercera carta: sí.
Todos se preguntan cómo es posible que esté sonriendo, salvo Audrey. Me guiña un ojo. Sabe, sin necesidad de preguntármelo, que lo he hecho a propósito. Tengo en la mano el As de diamantes.
Esto es mucho mejor que Edgar Street.
Me siento bien.
Es martes y me estoy poniendo los tejanos blancos y mis preciosas botas de color arena. Saco del armario una camisa decente. He estado en la Cheesecake Shop y me ha atendido una chica muy competente llamada Misha.
(—¿No nos conocemos? —me preguntó.
—Puede, pero no acabo de…
—Ahora caigo, eres el chico del banco. El héroe.
«El idiota, más bien», pensé, pero dije:
—Ah, sí, y tú eres la chica que estaba en el mostrador. ¿Ahora trabajas aquí?
Asintió.
—Sí. —Estaba un poco cortada—. No soportaba el estrés del banco.
—¿Por el atraco?
—No, por mi jefe, que era un capullo redomado.
—¿El del acné y las manchas de sudor?
—El mismo… El otro día intentó meterme la lengua en la boca.
—Caray —dije—. Es lo que tienen los hombres. Todos somos un poco así.
—Qué razón tienes. —Pero se mostró amable de principio a fin. Cuando ya estaba en la acera exclamó—: ¡Espero que te guste el bizcocho, Ed!
—Gracias Misha —respondí, aunque probablemente no lo bastante alto. No me gusta armar escándalo en público.
Y me marché).
Pienso en ello mientras abro la caja y contemplo medio bizcocho de chocolate. Siento lástima por la chica, porque debía de ser muy desagradable tener a ese tío todo el día detrás, y encima fue ella la que se marchó. El muy cabrón. Yo me muero de miedo antes de intentar meter la lengua en la boca de una chica. Y eso que no tengo acné ni manchas de sudor. Sólo falta de seguridad en mí mismo. Eso es todo.
En fin.
Echo una última ojeada al bizcocho. Huelo bien. Me he puesto mis mejores ropas. Estoy listo para partir.
Paso por encima de
Doorman
y cierro la puerta tras de mí. Hace un día fresco, gris plateado, cuando echo a andar hacia Harrison Avenue. Llego a las seis en punto y la anciana está nuevamente pendiente del hervidor.
La hierba de su jardín delantero está dorada.
Mis pies crujen sobre ella, como el sonido que hace una persona cuando muerde una tostada. Mis botas dejan huella y tengo la sensación de estar caminando realmente sobre una enorme tostada. Las rosas, resueltamente erguidas junto al camino de entrada, son lo único vivo.
El porche es de cemento. Viejo y agrietado como el mío.
La puerta mosquitera tiene las orillas desgarradas. Deshilachadas. La abro y doy unos golpecitos en la madera que riman con los latidos de mi corazón.
Los pasos de la anciana avanzan hacia la puerta. Sus pies suenan como el tictac de un reloj. Contando el tiempo hasta este instante.
Se detiene.
Me mira y durante un instante nos perdemos el uno en el otro. Se pregunta quién soy, pero sólo una fracción de segundo. Con una pasmosa expresión de reconocimiento en su rostro, me sonríe. Me sonríe con una dulzura indecible y dice:
—Sabía que vendrías, Jimmy. —Se acerca y sus brazos, flácidos y arrugados, me estrechan con fuerza—. Sabía que vendrías.
Cuando nos separamos vuelve a mirarme, hasta que una pequeña lágrima asoma en su ojo. Salta en busca de una arruga y desciende por ella.
—Oooh. —Y menea la cabeza—. Gracias, Jimmy. Lo sabía, lo sabía. —Me coge de la mano y me insta a pasar—. Entra —dice.
La sigo.
—¿Te quedas a cenar, Jimmy?
—Si no soy una molestia —contesto.
La anciana ríe por lo bajo.
—Si no soy una molestia… —Agita una mano—. Siempre tan payaso, Jimmy. Por supuesto que no eres una molestia —prosigue—. Será fantástico recordar viejos tiempos, ¿no crees?
—Desde luego. —Toma el bizcocho de mis manos y lo lleva a la cocina.
La oigo trajinar y, elevando la voz, le pregunto si necesita ayuda. Me dice que me relaje y me ponga cómodo.
El comedor y la cocina dan a la calle, y cuando me siento a la mesa del comedor veo gente pasar a pie, gente pasar corriendo, gente que espera a su perro y prosigue. Sobre la mesa descansa una tarjeta de pensionista. La anciana se llama Milla. Milla Johnson. Tiene ochenta y dos años.
Cuando regresa trae una cena idéntica a la del día anterior. Ensalada, sopa y té. Comemos y ella me cuenta lo que hace durante el día.
Habla durante cinco minutos con Sid, el de la carnicería, pero nunca le compra carne. Simplemente charla y se ríe de sus bromas, que no encuentra demasiado graciosas.
Come a las doce menos cinco.
Se sienta en el parque para ver a los niños jugar y a los patinadores hacer sus piruetas y virajes en la pista de monopatín. Por la tarde bebe café.
Ve
La rueda de la fortuna
a las cinco y media.
Cena a las seis.
A las nueve ya está en la cama.
Al cabo de un rato me hace una pregunta. Hemos recogido los platos y estoy nuevamente sentado a la mesa del comedor. Milla regresa y se sienta, nerviosa, en su silla.
Alarga sus manos temblorosas.
Hacia las mías.
Toma mis manos entre las suyas y sus ojos implorantes me emocionan.
—Cuéntame, Jimmy —dice. El temblor de las manos aumenta—. ¿Dónde has estado todo este tiempo? —Su voz es angustiada pero dulce—. ¿Dónde has estado?
Tengo algo atascado en la garganta. Son las palabras. Finalmente las reconozco y digo:
—He estado buscándote. —Pronuncio esa frase como si fuera una gran verdad que siempre he sabido. Responde a mi convencimiento asintiendo con la cabeza.
—Eso pensaba. —Se inclina sobre mis manos y me besa los dedos—. Siempre tenías la respuesta adecuada, ¿verdad, Jimmy?
—Sí —digo—. Supongo que sí.
No tarda en decirme que tiene que acostarse. Sospecho que se ha olvidado del bizcocho de chocolate y me muero por probarlo. Son casi las nueve e intuyo que no voy a llevarme ni una migaja a la boca. Me siento fatal por pensar así. Me pregunto qué clase de persona soy, preocupada por perderse un cochino pedazo de bizcocho.
En torno a las nueve menos cinco se acerca y me dice:
—Creo que debería acostarme, Jimmy. ¿Te parece bien?
Hablo quedamente.
—Me parece bien, Milla.
Caminamos hasta la puerta y me da un beso en la mejilla.
—Gracias por la cena —digo, y salgo.
—De nada. ¿Volveré a verte?
—Por supuesto. —Me doy la vuelta y añado—: Pronto.
El mensaje en esta ocasión es aliviar la soledad de esa anciana. Camino de casa, el sentimiento cala hondo y cuando veo a
Doorman
lo aúpo y sostengo sus cuarenta y cinco kilos en los brazos. Le beso con toda su mugre y hedor, y esta noche siento que podría sostener el mundo entero en mis brazos.
Doorman
me mira con expresión de desconcierto. Luego pregunta:
¿Qué tal un café, hijo?
Lo dejo en el suelo, me río y le hago al viejo haragán un café con un montón de azúcar y leche.
«¿Te apetece un café a ti también, Jimmy?», me pregunto.
«No te diría que no —respondo—. No te diría que no en absoluto».
Y vuelvo a reír, sintiéndome extrañamente feliz.
Ser Jimmy
Hace ya un tiempo que llevé la mesa de centro a casa de mamá. Llevo dos semanas sin pasar por su casa. Para dejar que se calme un poco. El día que finalmente aparecí con la mesa me echó una bronca de órdago.
Voy a verla el sábado por la mañana.
—Mira quién viene por ahí —dice irónicamente cuando cruzo la puerta—. ¿Cómo estás, Ed?
—Bien. ¿Y tú?
—Trabajando como una mula, como siempre.
Mi madre trabaja detrás de la caja registradora de una gasolinera. No da golpe, pero cuando le preguntas cómo está siempre declara que «trabajando como una mula». Está haciendo una tarta que no me deja probar porque espera la visita de alguien más importante que yo. Probablemente del Lion’s Club.
Me acerco para examinarla.
—No la toques —me advierte.
Ni siquiera estoy lo bastante cerca.
—¿Qué es?
—Tarta de queso.
—¿Quién viene?
—Los viejos Marshall.
Para variar —paletos de la manzana de al lado—, pero no digo nada. No vale la pena.
—¿Qué tal la mesa de centro? —pregunto.
Mamá ríe casi con malicia y dice:
—Bastante bien. Ve a echarle una ojeada.
Obedezco y cuando entro en la sala de estar no puedo dar crédito a mis ojos. ¡La ha cambiado!
—¡Oye! —grito hacia la cocina—. ¡Ésta no es la mesa que te traje!
Entra.
—Lo sé. Me di cuenta de que no me gustaba.
Ahora estoy cabreado. Muy cabreado. Salí una hora antes del trabajo para recoger la mesa y ahora resulta que no era lo bastante buena para ella.
—¿Qué demonios ha ocurrido?
—Estaba charlando con Tommy por teléfono y me dijo que esas porquerías de madera de pino son una vulgaridad y no duran nada. —Hace una pausa entre frase y frase—. Y tu hermano sabe de esas cosas, créeme. Se ha comprado una mesa de cedro antigua en la ciudad. Logró que el tipo se la dejara por trescientos y consiguió las sillas a mitad de precio.
—¿Y?
—Pues que sabe lo que hace, a diferencia de otro que yo me sé.
—¿Y no me pediste que te la recogiera?
—¿Por qué diantre iba a hacerlo?
—Me hiciste ir a buscar la anterior.
—Lo sé, Ed, pero reconócelo. Tu servicio de reparto deja mucho que desear.
La ironía de su comentario no me pasa inadvertida.
—¿Estás bien, mamá? —le pregunto más tarde—. Voy a comprar. ¿Necesitas algo?
Se lo piensa.
—Ahora que lo dices, Leigh vendrá a verme la semana que viene y quiero hacer un pastel de chocolate con avellanas para ella y la familia. ¿Puedes comprarme avellanas picadas?
—Claro.
«Y ahora lárgate», pienso cuando salgo. Es lo que mi madre está pensando, estoy seguro.
Me gusta ser Jimmy.
—¿Te acuerdas de cuando me leías, Jimmy?
—Me acuerdo —contesto.
Huelga decir que me hallo de nuevo en casa de Milla.
Está anocheciendo.
Me coge del brazo.
—¿Te importaría escoger un libro y leerme unas páginas? Me encanta el sonido de tu voz.
—¿Qué libro? —le pregunto cuando me acerco a la vitrina.
—Mi favorito —responde.
«Mierda… —Hurgo entre los libros dispuestos ante mis ojos—. ¿Cuál es su favorito?».
Pero en el fondo da igual.
Elija el libro que elija, será su favorito.
—
¿Cumbres borrascosas?
—sugiero.
—¿Cómo lo has sabido?
—Por intuición —digo, y empiezo a leer.
Transcurridas unas páginas se queda dormida. La despierto y la ayudo a acostarse.
—Buenas noches, Jimmy.
—Buenas noches, Milla.
Camino de casa, una imagen me viene a la mente. Un papel que encontré dentro del libro a modo de apunte. Una sencilla hoja de libreta vieja y amarillenta. Tenía anotada la fecha 1-5-41 y unas palabras escritas con letra masculina.
La nota decía:
Queridísima Milla:
Mi alma necesita tu alma.
Te amo,
J
IMMY
En mi siguiente visita, Milla saca sus viejos álbumes de fotos y los miramos juntos. Señala constantemente a un hombre que la abraza o la besa o simplemente posa solo.
—Siempre fuiste muy guapo —me dice. Incluso acaricia el rostro de Jimmy en las fotos, y veo qué significa amar a alguien como Milla amaba a ese hombre. Las yemas de sus dedos están hechas de amor. Cuando habla, su voz está hecha de amor—. Has cambiado mucho, pero no has perdido tu atractivo. Siempre fuiste el hombre más guapo de la ciudad. Todas las chicas lo decían. Hasta mi madre me decía lo maravilloso que eras, tan fuerte y cariñoso, y que yo tenía que estar a la altura y tratarte bien. —Me mira casi con pánico—. ¿Estuve a la altura, Jimmy? ¿Te traté bien?
Me derrito.
Me derrito y contemplo sus viejos pero adorables ojos.
—Estuviste a la altura, Milla. Me trataste bien. Fuiste la mejor esposa que un hombre pueda desear…
Y en ese momento se desmorona y llora sobre mi manga. Llora y llora, y también ríe. Tiembla con desesperación y dicha, y sus lágrimas, dulces y tibias, atraviesan la tela y me empapan el brazo.
Al cabo de un rato me ofrece bizcocho de chocolate. El que le compré hace unos días.
—No recuerdo quién me lo trajo —me dice—, pero está muy bueno. ¿Te apetece un pedazo, Jimmy?
—Desde luego —respondo.
El bizcocho está algo duro y pasado.
Pero el sabor es perfecto.
Unas noches después estamos los cuatro en el porche de la choza jugando a las cartas. Me va bien hasta que un silencio súbito se apodera de la partida. Le sigue un ruido procedente de la casa.
—Es el teléfono —dice Audrey.
Hay algo extraño en ese ruido. Me invade una sensación de inquietud.
—¿No piensas contestar? —pregunta Marv.
Me levanto y, atemorizado, avanzo y paso por encima de
Doorman
. El timbre me llama.