Era de mi padre, pero cuando el viejo murió hace seis meses, mi madre me lo pasó. Se hartó de que utilizara la parcela situada justo debajo de su tendedero.
(«¡Tiene todo el jardín a su disposición! —decía—. Pero ¿dónde lo hace? —Ella misma respondía a su pregunta—: Justo debajo del tendedero».)
Así que cuando me marché de casa, me lo llevé.
A mi choza.
A su puerta.
Y es feliz.
Y yo también.
Es feliz cuando el sol irradia calor a través de la puerta mosquitera. Es feliz durmiendo allí, y se arrima hacia delante cuando intento cerrar la puerta de madera por la noche. En momentos así adoro a ese perro. Lo adoro de todas formas. Pero por Dios, cómo apesta.
Imagino que no tardará en morir. Lo espero como cabría esperar de un perro de diecisiete años. Ignoro cuál será mi reacción. Él habrá aceptado su plácida muerte y se habrá replegado en sí mismo con total sigilo. Supongo que me sentaré junto a la puerta, me derrumbaré sobre él y lloraré desconsoladamente en la fetidez de su pelaje. Esperaré a que despierte pero no lo hará. Lo enterraré. Lo llevaré afuera sintiendo cómo su calor se torna en frío conforme el horizonte se deshilacha y cae en mi jardín trasero. Por el momento, de todas formas, está vivo. Y puedo verle respirar. Simplemente huele como si estuviera muerto.
Tengo un televisor que necesita tiempo para encenderse, un teléfono que casi nunca suena y un frigorífico que zumba como una radio. Sobre el televisor descansa una foto de mi familia de hace muchos años.
Como apenas miro la tele, de vez en cuando miro la foto. Un programa bastante bueno, la verdad, aunque cada día acumula más polvo. Va de una madre, un padre, dos hermanas, un hermano menor y yo. La mitad de ellos sonríe. La otra mitad no. Me gusta.
En cuanto a mi familia, mi madre es una de esas mujeres fuertes que no podrías matar ni con un hacha. También ha adquirido el hábito tonto de soltar tacos, del cual os hablaré más adelante.
Como decía, mi padre murió hace seis meses. Era un zángano solitario, bondadoso, taciturno y bebedor. Podría decir que vivir con mi madre no era fácil y que eso lo arrastró a la bebida, pero en realidad no hay excusas. Uno se las inventa pero no se las cree. Era repartidor de muebles. Cuando falleció lo encontraron sentado en una vieja butaca, todavía dentro del camión. Allí estaba él, muerto y relajado. Quedaba aún mucho por desembalar, dijeron. Pensaron que estaba escaqueándose. Su hígado había dicho basta.
Mi hermano Tommy lo ha hecho casi todo bien. Es un año menor que yo y estudia en la universidad de la ciudad. Mis hermanas se llaman Leigh y Katherine.
Cuando Katherine se quedó embarazada a los diecisiete años, lloré. Entonces yo tenía doce. Poco después se marchó de casa. No porque la echaran. Se marchó y se casó. En aquel entonces fue un drama.
Un año después, cuando Leigh se marchó de casa, no hubo ningún problema. Ella no estaba embarazada.
Hoy día soy el único que queda en el pueblo. Todos los demás se fueron a vivir a la ciudad. A Tommy le ha ido especialmente bien. Va camino de convertirse en abogado. Le deseo toda la suerte del mundo. De corazón.
Junto a esa foto que descansa sobre el televisor hay también una foto de Audrey, Marv, Ritchie y yo. Las navidades pasadas pusimos el automático en la cámara de Audrey y ahí estamos. Marv con un puro. Ritchie con una media sonrisa. Audrey riendo. Y yo sosteniendo mis cartas y contemplando la peor mano en la historia navideña.
Cocino.
Como.
Lavo pero raras veces plancho.
Vivo en el pasado y creo que Cindy Crawford es, de lejos, la mejor supermodelo.
Ésa es mi vida.
Tengo el pelo moreno, la piel semitostada, los ojos de color marrón café. Mis músculos son muy corrientes. De pie debería estar más derecho pero no lo estoy. De pie siempre tengo las manos en los bolsillos. Las botas se me caen a pedazos, pero las sigo usando porque me encantan y les tengo cariño.
A menudo me calzo las botas y salgo. Unas veces bajo hasta el río que cruza el pueblo, otras paseo hasta el cementerio para ver a mi padre.
Doorman
, por supuesto, me acompaña, si está despierto.
Lo que más me gusta es pasear con las manos en los bolsillos, tener a
Doorman
a un lado e imaginar que tengo a Audrey al otro. Siempre nos imagino vistos por detrás.
La luz se atenúa hasta dar paso a la oscuridad.
Está Audrey.
Está
Doorman
.
Estoy yo.
Y sostengo los dedos de Audrey en los míos.
Todavía no he compuesto una canción digna de Dylan ni empezado mi primer cuadro surrealista, y dudo mucho que pueda iniciar una revolución porque, aparte de todo lo demás, no estoy en forma pese a ser un tío flaco y larguirucho. Bien mirado soy endeble.
Básicamente, creo que mis mejores momentos tienen lugar cuando juego a las cartas o cuando he dejado a algún cliente y regreso al pueblo desde la ciudad o incluso desde más al norte. Tengo la ventanilla bajada, el viento desliza sus dedos por mi pelo y yo sonrío al horizonte.
Entonces entro en el pueblo y me dirijo al aparcamiento de
VACANT TAXIS
. A veces detesto el sonido de la puerta de un coche al cerrarse.
Como decía, amo a Audrey con locura.
Audrey, que se acuesta con un montón de tíos pero nunca conmigo. Dice que le gusto demasiado para hacerlo conmigo y yo, personalmente, nunca he intentado que se desnudara y temblara delante de mí. La idea me asusta demasiado. Ya os he contado que soy bastante patético en la cama. He tenido una o dos novias y no me ponían precisamente por las nubes en el apartado de relaciones sexuales. Una de ellas me decía que era el tipo más torpe con el que había estado nunca. La otra siempre se echaba a reír cuando intentaba hacerle algo. Eso no me ayudaba mucho que digamos, y al final me dejó.
Personalmente, pienso que el sexo debería ser como las matemáticas.
A nadie le importa ser un desastre en matemáticas. La gente incluso alardea de ello. Va por ahí diciendo: «Ciencias e inglés no se me dan mal, pero soy un auténtico negado para las matemáticas». Otros se ríen y dicen: «Yo también. No tengo ni idea de qué va toda esa mierda de los logaritmos».
Tendríamos que poder decir eso mismo con respecto al sexo.
Tendríamos que poder decir con orgullo: «No tengo ni idea de qué va toda esa mierda de los orgasmos. Lo demás no se me da mal, pero en el tema orgasmos soy un desastre».
Nadie lo dice, sin embargo.
No puedes.
Y los hombres todavía menos.
Nosotros, los hombres, pensamos que tenemos que ser buenos en la cama, así que estoy aquí para deciros que yo no lo soy. También debería explicaros que, sinceramente, creo que mi forma de besar deja mucho que desear. Una de aquellas novias intentó enseñarme a besar, pero me temo que al final tiró la toalla. Creo que mi destreza lingual es especialmente deficiente. Pero ¿qué puedo hacer?
Es sólo sexo.
Eso es lo que me digo, en cualquier caso.
Miento mucho.
Pero volviendo a Audrey, debería sentirme sumamente halagado por el hecho de que no quiera ni rozarme porque le gusto más que cualquier otro tío. Es muy comprensible, ¿no?
Cuando está triste o deprimida puedo adivinar la silueta de su sombra a través de la ventana de mi choza. Entra y bebemos cerveza o vino barato o vemos una película, o las tres cosas. Algo antiguo y extenso, como
Ben-Hur
, que se alarga hasta entrada la noche. Se sienta a mi lado en el sofá, con su camisa de algodón y sus tejanos convertidos en shorts, y cuando se queda dormida voy a buscar una manta y la tapo.
Le doy un beso en la mejilla.
Le acaricio el pelo.
Pienso que vive sola, como yo, que nunca ha tenido una familia de verdad y que con los hombres sólo tiene sexo. Nunca deja que el amor se interponga en su camino. Creo que en una ocasión tuvo una familia, pero de esas donde todo son gritos y guantazos. Hay mucho de eso por aquí. Creo que ella los quería y ellos sólo le hacían daño.
Por eso se resiste a amar.
Supongo que se siente más segura así, y no puedo reprochárselo.
Mientras ella duerme en mi sofá reflexiono sobre todo eso. En cada ocasión. La tapo con la manta y después me voy a la cama y sueño.
Con los ojos abiertos.
El As de diamantes
Han aparecido algunos artículos en los periódicos locales sobre el atraco al banco. Hablan de cómo forcejeé con el atracador para arrebatarle la pistola después de perseguirlo. Típico, la verdad. Sabía que acabarían adornando los hechos.
Hojeo algunos sobre la mesa de la cocina y
Doorman
se limita a mirarme como siempre. Le trae absolutamente sin cuidado que yo sea un héroe. Mientras él tenga la cena a su hora, lo demás le da igual.
Mi madre viene a verme y le sirvo una cerveza. Está orgullosa de mí, dice. Según ella, todos sus hijos han prosperado menos yo, pero por lo menos ahora siente una chispa de orgullo por mí que le ilumina la mirada, aunque sólo sea durante uno o dos días.
«Fue mi hijo —me la imagino contándole a la gente que se encuentra por la calle—. Te dije que algún día sería alguien».
Marv viene a verme, naturalmente, y también Ritchie.
Incluso Audrey pasa por mi casa con un periódico debajo del brazo.
En cada artículo se me conoce como Ed Kennedy, el taxista de veinte años, pues mentí a los periodistas sobre mi edad. Una vez que dices una mentira tienes que mantenerla. Todo el mundo sabe eso.
Mi cara de pasmo aparece en todas las portadas y hasta un tipo de un programa de radio se presenta en mi casa y graba una conversación conmigo en la sala de estar. Nos tomamos un café pero tenemos que beberlo sin leche. Me ha pillado justo cuando salía a comprarla.
Es martes por la noche cuando llego a casa del trabajo y saco la correspondencia del buzón. Aparte de las facturas de gas y electricidad y algo de correo basura, encuentro un sobre pequeño. Lo tiro sobre la mesa con el resto y me olvido de él. Mi nombre aparece escrito a mano y me pregunto qué puede ser. Mientras me preparo un sándwich de carne y ensalada me digo que debería ir a la sala a abrirlo, pero se me olvida continuamente.
Es bastante tarde cuando al fin le presto atención.
Lo palpo.
Noto algo.
Algo fluye entre mis dedos mientras sostengo el sobre y me dispongo a abrirlo. Hace una noche fresca, primaveral.
Siento un escalofrío.
Veo mi reflejo en la pantalla del televisor y en la foto de mi familia.
Doorman
duerme.
La brisa del exterior está más cerca.
El frigorífico zumba.
Por un momento tengo la sensación de que todo se detiene para observar cómo introduzco la mano en el sobre y saco un naipe viejo. El As de diamantes.
En los ecos de luz de mi sala dejo que mis dedos sostengan el naipe con delicadeza, como si pudiera romperse o arrugarse en mis manos. En él aparecen tres direcciones escritas con la misma letra que el sobre. Las leo despacio, con atención. Noto un estremecimiento en las manos que me penetra y viaja por mi mente, royendo mis pensamientos en silencio. Leo:
Edgar Street, 45, medianoche
Harrison Avenue, 13,18 h
Macedoni Street, 6, 5.30 h
Abro la cortina para mirar fuera.
Nada.
Paso junto a
Doorman
y me detengo en el porche.
—¿Hola? —llamo.
Otra vez nada.
La brisa desvía los ojos —casi avergonzada por haber mirado— y permanezco solo en el porche, con el naipe en la mano. No conozco las direcciones que aparecen en él, o por lo menos no del todo. Conozco las calles pero no esas casas en concreto.
Sin duda, es lo más extraño que me ha sucedido en la vida.
«¿Quién puede haberme enviado algo así? —me pregunto—. ¿Qué he hecho para recibir por correo un viejo naipe con unas direcciones que no conozco escritas en él?».
Entro en casa y me siento a la mesa de la cocina. Intento deducir qué está pasando y quién me ha enviado por correo lo que podría ser un pedazo de destino. Por mi mente desfilan muchas caras.
«¿Ha sido Audrey? —me pregunto—. ¿Marv? ¿Ritchie? ¿Mamá?».
No tengo ni idea.
Una parte de mí me aconseja que arroje el naipe a la basura y me olvide el asunto. Otra parte, sin embargo, se siente culpable por pensar siquiera en deshacerse del naipe así, sin más.
«Podría ser cosa del destino», pienso.
Doorman
se acerca y olisquea el naipe.
Maldita sea
, puedo ver qué está pensando el bicho.
Creía que era algo de comer
. Tras un último olfateo se detiene a reflexionar sobre lo que le gustaría hacer a continuación. Como siempre, regresa frente a la puerta, gira medio círculo y se tumba. Se acomoda con su traje de pelo negro y dorado. Sus enormes ojos rutilan pero también poseen una profunda oscuridad. Extiende las patas sobre la moqueta vieja y crujiente.
Me mira.
Lo miro.
¿Qué diantre quieres?
, le veo pensar.
Nada.
Vale.
Pues eso.
Y lo dejamos ahí.
Eso no cambia el hecho de que sigo desconcertado y con el As de diamantes en la mano.
«Llama a alguien», me digo.
El teléfono se me adelanta. Suena. Tal vez sea la respuesta que estoy esperando.
Descuelgo y me estampo el auricular contra la oreja. Me duele pero aguzo el oído. Desafortunadamente, es mi madre.
—¿Ed?
Reconocería esa voz entre un millón. Esta mujer grita cuando habla por teléfono, siempre, sin excepción.
—Hola, cielo —digo.
—Ni hola cielo ni leches. —Genial—. ¿Has olvidado algo hoy?
Lo medito, trato de hacer memoria. No me viene nada a la cabeza. Sólo puedo ver el naipe dando vueltas en mi mano.
—No caigo.
—¡Para variar! —Está empezando a alterarse. A exasperarse, cuando menos—. Tenías que ir a buscarme esa mesa de centro a KC Furniture, Ed —escupe al auricular. Las palabras suenan rotundas y húmedas en mi oído—. Eres un capullo. —Encantadora, ¿verdad?
Como ya os dije, mi madre ha adquirido el hábito de soltar tacos. Suelta tacos todo el día, esté contenta, triste o indiferente.
Naturalmente, nos culpa de ello a mi hermano Tommy y a mí. Dice que de niños decíamos un taco detrás de otro cuando jugábamos al fútbol en el jardín de atrás.