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Authors: Markus Zusak

Tags: #Infantil y Juvenil

Cartas cruzadas (19 page)

BOOK: Cartas cruzadas
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El partido

U
n mosquito zumba en mi oído y casi agradezco la compañía. Incluso estoy tentado de zumbar con él.

Estoy a oscuras, tengo sangre en la cara y el mosquito perfectamente podría sentarse a beber sin necesidad de picarme. Podría posarse y sorberme la sangre de la mejilla derecha y los labios.

Cuando me levanto de la cama el suelo está frío y mis pies experimentan un gran alivio. Notaba las sábanas empapadas de sudor y ahora me apoyo en la pared del pasillo.

No me encuentro mal.

Se me escapa la risa cuando compruebo la hora, voy al lavabo y me doy una ducha fría. El agua helada me quema los cortes y heridas pero es una sensación agradable. Son cerca de las cuatro de la madrugada y ya no tengo miedo. Tras ponerme unos tejanos viejos como toda indumentaria, regreso a la cama en busca de los dos ases. Abro el cajón y sostengo los naipes entre los dedos. La luz amarilla del dormitorio se mantiene erguida a mi lado mientras observo con satisfacción las historias que contienen esos naipes. La emoción me embarga cuando pienso en Milla y Edgar Street, y ruego para que Sophie tenga una vida feliz. Me río del padre O’Reilly, Henry Street y el día de Conozca a un Sacerdote. Luego pienso en Angie Carusso, por quien me gustaría haber hecho más. Y en los cabrones de los Rose.

«¿De qué irá el próximo naipe?», me pregunto.

Espero que sea de corazones.

Espero.

Esta vez quiero que sea algo rápido.

Quiero el naipe ya. Sin misterios. Sin acertijos. Simplemente dadme las direcciones y punto. Dadme los nombres y enviadme allí. Eso es lo que quiero.

Mi única preocupación es que cada vez que he deseado que algo suceda de una manera, ocurre del modo contrario, como si todo estuviera perfectamente diseñado para enfrentarme a lo desconocido. Quiero que Keith y Daryl vuelvan a cruzar mi puerta. Quiero que me entreguen el siguiente naipe y critiquen a
Doorman
por su hedor y por tener pulgas. No he echado la llave para que puedan entrar en mi casa de forma civilizada.

Pero sé que no vendrán.

Encuentro el libro y me traslado a la sala. Me llevo los ases conmigo y los sostengo mientras leo.

Cuando me despierto de nuevo, estoy en el suelo con los dos naipes cerca de la mano izquierda. Son casi las diez y hace calor, y alguien está llamando a la puerta.

«Son ellos», pienso.

—¿Keith? —Digo, poniéndome de rodillas—. ¿Daryl? ¿Sois vosotros?

—¿Quién carajo es Keith?

Levanto la vista y veo a Marv frente a mí.

Me froto los ojos.

—¿Qué haces aquí? —le pregunto.

—¿Crees que esa es manera de hablarle a un amigo? —Ahora puede verme bien la cara y las varillas azules y amarillas que conforman mis costillas. «Ostras», le veo pensar, pero no lo dice. Responde a mi pregunta con una respuesta a una pregunta diferente. Uno de los rasgos que más me enervan de Marv. En lugar de decir qué hace aquí, me cuenta cómo ha entrado—. La puerta no estaba cerrada y
Doorman
me dejó pasar, por una vez en la vida.

—¿Lo ves? Te dije que es un buen perro.

Me dirijo a la cocina seguido de Marv.

—¿Qué has hecho para acabar así, Ed?

Pongo agua a hervir.

—¿Café?

Sí, por favor.

Doorman
, cómo no, acaba de entrar.

—Gracias —responde Marv.

Mientras lo tomamos le cuento lo ocurrido.

—Unos adolescentes. Me echaron el ojo y me agarraron por detrás.

—¿Conseguiste darles?

—No.

—¿Por qué no?

—Porque eran seis, Marv.

Niega con la cabeza.

—El mundo está cada día más loco. —Decide volver a algo sensato—. ¿Crees que podrás jugar esta tarde?

Claro.

El Sledge Game.

Hoy es el gran día.

—Sí, Marv —respondo con contundencia—. Voy a jugar. —De repente me apetece mucho el partido de este año. Pese a estar físicamente hecho polvo, me siento más fuerte que nunca y, de hecho, me gusta la idea de que me machaquen un poco más. No me preguntéis por qué. Ni yo mismo lo entiendo.

—Vamos. —Marv se levanta y echa a andar hacia la puerta—. Te invito a desayunar.

—¿En serio? —No es propio de Marv.

Al salir le pido que me diga la verdad.

—¿Estarías haciendo esto si hubiera decidido no jugar?

Marv abre su coche y entra.

—Ni de coña.

Por lo menos es sincero.

El coche no arranca.

—Ni una palabra —me advierte, mirándome.

Se nos escapa la risa.

Hoy será un buen día.

Lo presiento.

Caminamos hasta una cafetería cutre que hay al final de Main Street. Sirven huevos y salami y un pan plano. La camarera es una mujer grande con una boca ancha y un pañuelo en la mano. Por alguna razón, tiene pinta de llamarse Margaret.

—¿Qué queréis, mochuelos?

La miramos sin comprender.

—¿Mochuelos? —pregunta Marv.

Nos lanza una mirada de «No tengo tiempo para tonterías».

Está muerta de aburrimiento.

—Claro. ¿Acaso no sois unos mochuelos?

Es entonces cuando me doy cuenta de que está diciendo «mozuelos».

—Oye —le digo a Marv—. Mozuelos.

—¿Qué?

—Mozuelos.

Marv lee detenidamente el menú. Margaret se aclara la garganta.

Como no quiero irritarla más, me apresuro a pedir.

—Quiero un batido de plátano, si es posible.

Arruga el entrecejo.

—No nos queda leche.

—¿No hay leche? ¿Cómo es posible que una cafetería se quede sin leche?

—Oye, yo no compro la leche. No tengo nada que ver con la leche. Sólo sé que no nos queda leche. ¿Por qué no pides algo de comer? —A esta mujer le encanta su trabajo, lo noto.

—¿Tiene pan? —pregunto.

—No me vaciles, mochuelo.

Miro alrededor para ver qué están comiendo los demás.

—Tomaré lo que está tomando aquel de allí. —Los tres nos volvemos.

—¿Estás seguro? —Me advierte Marv—. Tiene una pinta algo sospechosa.

—Pero por lo menos lo tienen.

Y ahora Margaret se cabrea de verdad.

—Escuchadme bien. —Se rasca el cuero cabelludo con el bolígrafo. Casi estoy esperando que se limpie las orejas con él—. Si este lugar no es lo bastante bueno para vosotros, mochuelos, nada os impide largaros y buscar otro lugar donde comer. —Caray, qué mal genio.

—Vale. —Levanto las manos, casi retrocediendo—. Póngame lo que está comiendo ese hombre y un plátano, ¿de acuerdo?

—Buena idea —aprueba Marv—. Potasio para el partido.

¿Potasio?

Dudo que eso vaya a ayudarme.

—¿Y tú? —Margaret ha centrado su atención en Marv.

Se remueve en su asiento.

—¿Qué tal ese pan plano que tienen con la mejor selección de sus quesos? —Tenía que hacerlo. Marv no puede resistir la tentación de comportarse como un capullo ante personas así. Forma parte de su naturaleza.

Pero Margaret es lista. Tiene que lidiar con descerebrados como nosotros todos los días.

—Aquí el único queso eres tú —replica, y debo decir que los dos nos reímos y le damos ánimos. Finge no advertirlo—. ¿Algo más, mochuelos?

—No, gracias.

—Bien. Son veintidós con cincuenta.

—¿Veintidós con cincuenta? —No podemos ocultar nuestra sorpresa.

—Éste es un local con clase.

—Se ve a la legua. El servicio es impecable.

Nos sentamos en la terraza de la cafetería, ahí nos quedamos, esperando nuestro desayuno. Margaret disfruta pasando por nuestro lado para servir comida a otros clientes. En varias ocasiones estamos en un tris de preguntarle dónde está la nuestra, pero sabemos que con eso sólo conseguiremos que nos haga esperar más tiempo. La gente, de hecho, está comiendo su almuerzo antes que nosotros el desayuno, y cuando Margaret llega al fin, nos lo planta en la mesa como si fuera estiércol.

—Gracias, cielo —dice Marv—. Te has superado a ti misma.

Margaret se suena la nariz y se marcha. Con feroz indiferencia.

—¿Cómo está lo tuyo? —me pregunta Marv poco después—. O, mejor dicho, ¿qué es?

—Huevos, queso y algo más.

—¿Te gustan los huevos?

—No.

—Entonces, ¿por qué los has pedido?

—No parecían huevos cuando estaban en el plato de aquel tío.

—Ya. ¿Quieres un poco del mío?

Acepto el ofrecimiento y como un pedazo de su pan plano. No está mal, la verdad, y finalmente le pregunto por qué ha elegido justamente hoy invitarme a desayunar fuera. Es la primera vez que lo hace. En mi vida he desayunado fuera. Y si lo hubiera hecho, Marv jamás me habría invitado. Simplemente, no sería una posibilidad. En circunstancias normales, preferiría la muerte.

—Marv —digo, mirándole directamente a los ojos—, ¿qué hacemos aquí?

Menea la cabeza.

—Yo…

—Quieres asegurarte de que me presentaré esta tarde en el partido, ¿no es eso? Me estás camelando.

Marv no puede mentirme en eso y lo sabe.

—Digamos que has dado en el clavo.

—Estaré allí —le digo—. A las cuatro en punto.

—Bien.

El resto del día transcurre apaciblemente. Por fortuna. Marv me da algunas horas libres, así que me voy a casa y duermo un poco más. Cuando llega la hora, camino hasta la explanada con
Doorman
, que ha captado mi buen humor pese a mi terrible aspecto.

Pasamos por casa de Audrey.

No hay nadie.

Puede que ya esté en la explanada.

Detesta el fútbol, pero acude cada año sin falta.

Son casi las cuatro menos cuarto cuando entramos en la explanada y me acuerdo de Sophie y de mí aquí, frente a la pista de atletismo. Eso hace que este partido parezca patético, que lo es. La gente se está congregando en el campo de fútbol, mientras que la pista de atletismo permanece vacía salvo por las imágenes de la chica descalza.

Observo esa belleza mientras puedo, luego me vuelvo y me enfrento al resto.

Conforme me acerco el olor a cerveza se intensifica.

Los dos equipos están en esquinas opuestas del campo y el número de espectadores, unos doscientos, sigue aumentando. El Sledge Game siempre constituye un gran acontecimiento. Se celebra cada año y creo que va por su quinta edición. En lo que a mí se refiere, es mi tercer año.

Dejo a
Doorman
bajo la sombra de un árbol y cuando me acerco al equipo, los que reparan en mi presencia me miran la cara dos veces. No obstante, el interés les dura poco. Es gente acostumbrada a ver sangre y heridas.

En menos de cinco minutos me arrojan una camiseta azul con rayas rojas y amarillas. Número doce. Me cambio el tejano por un pantalón corto de color negro. No hay calcetines ni botas, son las reglas del Sledge Game. Ni calzado ni protecciones. Sólo una camiseta, un pantalón corto y una boca sucia. No necesitas nada más.

A nuestro equipo se le conoce como los Colts. El equipo rival son los Falcons. Llevan camiseta verde y blanca y pantalón corto a juego, aunque a nadie le importa. Podemos considerarnos afortunados por el simple hecho de tener camisetas, pues cada equipo se las compró un año a uno de los clubes locales o agarró las que tiraban.

Hay hombres de cuarenta años en el Sledge Game. Bomberos y mineros feos y grandotes. También hay jugadores de mediana edad; algunos jóvenes como Marv, Ritchie y yo; y algunos que, de hecho, saben jugar.

Ritchie llega el último.

—Mirad quién se ha dejado tirar por aquí —dice uno de los tipos orondos. Un colega puntualiza que en realidad es «quién se ha dejado caer por aquí», pero, francamente, el gordinflón es demasiado corto para entenderlo. Luce lo que yo llamaría un bigote a lo Merv Hughes. Si no entendéis eso, sólo necesitáis saber que es grande, poblado y decididamente censurable. Lo más triste de todo es que su dueño, casualmente, también es nuestro capitán. Creo que en realidad se llama Henry Dickens. Ningún parentesco con Charles.

Ritchie suelta su bolsa y contesta:

—Eh, muchachos, ¿cómo va todo? —Pero está mirando el suelo y, en realidad, a nadie le importa un comino cómo le van las cosas a los demás. Son las cuatro menos cinco y la mayor parte del equipo está bebiendo cerveza. Me lanzan una pero me la guardo para luego.

Deambulo un rato mientras la gente sigue congregándose en torno al campo de fútbol y Ritchie se acerca.

Me mira de arriba abajo y habla.

—Caray, Ed, tienes una pinta horrible. Estás cubierto de sangre y de mierda.

—Gracias.

Me mira más detenidamente.

—¿Qué te ha ocurrido?

—Nada, unos niñatos inofensivos con ganas de divertirse.

Me da unas palmadas en la espalda lo bastante fuertes para que me duelan.

—Así aprenderás.

—¿Así aprenderé qué?

Ritchie me guiña un ojo y apura su cerveza.

—Ni idea.

Es imposible no querer a Ritchie cuando se pone así. Le trae sin cuidado cómo ocurren las cosas y no se molesta en preguntarlo. Capta que no me apetece hablar del incidente, por lo que hace un comentario socarrón y dejamos el tema.

Ritchie es un buen amigo.

Me parece curioso que nadie haya sugerido que tendría que haberle contado lo ocurrido a la policía. Por aquí no hay costumbre de hacer tal cosa. Los atracos y las palizas están a la orden del día y en la mayoría de los casos o te desquitas enseguida o lo aceptas.

En mi caso, lo he aceptado.

Mientras hago perezosos estiramientos observo a nuestros rivales. Son más grandes que nosotros y mis ojos se detienen en el tipo enorme del que Marv me habló tiempo atrás. Es descomunal.

Entonces.

Lo peor de todo. Reparo en su número.

Tiene el doce, como yo.

—A ti te toca marcar a ése —dice una voz a mi espalda.

Sé que es Marv.

Ritchie se acerca también.

—Buena suerte, Ed —dice reprimiendo una sonrisita, lo que hace que una carcajada salga disparada de mi boca.

—Joder, seguro que ese tipo me aplasta.

Literalmente.

—¿Estás seguro de que es un hombre? —pregunta Marv.

Me inclino y me agarro los dedos de los pies para estirar las pantorrillas.

—Se lo preguntaré cuando lo tenga encima.

El público empieza a impacientarse.

—Bien, venid aquí —dice Merv.

Exacto. He dicho Merv, no Marv. He bautizado al gordo del bigote con el nombre de Merv porque no estoy en absoluto seguro de que su nombre sea Henry. En cualquier caso, creo que sus colegas le llaman Merv, por el bigote.

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