The Clowns of God.
Encuentro una Clown Street en la zona alta del pueblo.
Por último, la de Sylvia es Bell Street, por
The Bell Jar
. Según el callejero, Bell Street es una de las calles secundarias que parten de la calle principal del pueblo.
Me cercioro de que ninguno de los demás títulos coincida y ya no me cabe duda. Son los que he elegido.
Sólo una pregunta, para cada calle.
¿Qué número?
Me toca escarbar.
Se trata de picas, así que debo escarbar.
Las pistas probablemente estén en los libros, de modo que aparto los demás títulos y me concentro en los tres finalistas. Lo lamento un poco por los descartados, la verdad. Descansando ahí, en el suelo, parecen los perdedores de una dramática y apoteósica carrera. Si fueran personas tendrían la cabeza enterrada entre las manos.
En primer lugar cojo
The Power and the Glory
. Leo hasta bien entrada la noche y es la una cuando levanto la vista de las páginas. Sigo sin tener ninguna pista y noto que la frustración me invade. «¿Y si las pistas se me han pasado por alto?», pienso, pese a estar seguro de que las reconoceré en cuanto las vea. Que yo sepa, Glory Road podría tener no más de veinte o treinta números, pero sigo leyendo. Siento que debo hacerlo. En esto consiste. Abandonar ahora sería un pecado.
A las 3.46 de la mañana (se me ha grabado en la memoria), la encuentro.
Página 114.
En el ángulo inferior izquierdo de la hoja aparece el símbolo de picas dibujado en negro. Al lado pone:
«Buen trabajo, Ed».
Me hundo en el sofá con gesto triunfal. Esto es mucho mejor. Ni piedras. Ni violencia. Ya era hora de que la cosa se civilizara.
Me voy directo a
The Clowns of God
y paso las páginas. No puedo creer que no se me ocurriera hacer esto desde el principio. Es mucho más fácil que intentar encontrar pistas en cada palabra de cada hoja. «Más sencillo de lo que crees», recuerdo.
Esa vez está en la página 23. Únicamente el símbolo. Y en
The Bell Jar
, en la página 39. Tengo las direcciones y estoy agotado.
Duermo.
Las ventajas de mentir
Es martes por la noche y estamos jugando a las cartas en mi casa. Ritchie se queja de que le duele la clavícula por el Sledge Game, Audrey se está divirtiendo y Marv va ganando. Está insoportable, como siempre.
He estado en Glory Road y he visto el número 114. En él vive una familia polinesia con un marido más grande que el tipo de Edgar Street. Trabaja en la construcción y trata a su esposa como una reina y a sus hijos como dioses. Cuando llega a casa del trabajo los coge y los lanza al aire. Ellos ríen y siempre esperan con impaciencia su llegada.
Glory Road es una calle larga y apartada. Las casas son bastante viejas. Todas de cemento fibroso.
Todavía no sé qué tengo que hacer allí, pero a estas alturas me siento bastante confiado. Ya me vendrá.
—Parece que vuelvo a ganar —se refocila Marv. Está en buena forma, con un puro en la comisura de la boca.
—Te odio, Marv —dice Ritchie. Sólo está sintetizando lo que todos pensamos en momentos como éste.
Marv se lanza a organizar una timba navideña.
—¿A quién le toca este año? —pregunta, aunque todos sabemos que le toca a él y que intentará escaquearse. Marv es incapaz de preparar una cena de Navidad. No porque no sepa, sino porque es demasiado tacaño. No pagaría un pavo aunque la vida le fuera en ello. El desayuno del día del Sledge Game fue algo excepcional.
—A ti —señala Ritchie. Directamente a Marv—. Te toca a ti, Marv.
—¿Estás seguro?
—Lo estoy —insiste Ritchie.
—Pero ya sabéis que estarán mis viejos y mi hermana y…
—Corta el rollo, Marv, nos encantan tus padres. —Ritchie tiene el día fino. Todos sabemos que le trae absolutamente sin cuidado dónde se celebre la fiesta. Simplemente le gusta fastidiar a Marv—. Y nos encanta tu hermana. Está más buena que un cóctel de gambas. Es un escándalo.
—¿Cóctel de gambas? —Pregunta Audrey—. ¿Escándalo?
Ritchie clava un puño en la mesa.
—Lo que oyes, chavala.
Los tres rompemos a reír y Marv se remueve en su silla.
—No será por falta de dinero —digo—. Tienes treinta mil, si no me equivoco.
—Acabo de rozar los cuarenta —contesta.
Eso desencadena un debate sobre lo que Marv debería hacer con todo ese dinero. Nos dice que es asunto suyo y sólo suyo y no le damos muchas más vueltas. Supongo que no le damos muchas vueltas a muchas cosas.
Al cabo de unos minutos, transijo.
—La haremos aquí —digo. Miro a Marv—. Pero tendrás que aguantar a
Doorman
, colega.
No le hace gracia, pero acepta.
Aprieto las tuercas.
—Te diré lo que vamos a hacer, Marv —digo—. Ofrezco mi casa para la timba de Navidad con una condición.
—¿Cuál?
—Que le traigas un regalo a
Doorman
. —No puedo evitar otra vuelta de tuerca. Con Marv tienes que jugar fuerte, y debo decir que está dando mejores resultados de lo que esperaba. Estoy orgulloso de mí mismo—. Podrías traerle un jugoso filete y… —Ahora viene lo mejor—. Tienes que darle un gran beso de Navidad.
Ritchie chasquea los dedos.
—Qué idea tan genial, Ed. Es perfecta.
Marv me mira estupefacto.
Indignado.
—Esto es una vergüenza —me dice, pero sigue prefiriéndolo a pagar un pavo y tomarse la molestia de cocinarlo. Finalmente toma una decisión—. De acuerdo, lo haré. —Me señala con un dedo—. Pero que sepas que eres un cabrón retorcido, Ed.
—Gracias, Marv, es todo un cumplido. —Y por primera vez en mi vida me descubro deseando que llegue Navidad.
De acuerdo con mis turnos con el taxi, sigo visitando Glory Road, y aunque es evidente que esta familia trabaja duro para llegar a fin de mes, todavía no sé qué tengo que hacer. Una noche, mientras me encuentro detrás de los arbustos, el padre echa a andar hacia mí. Es un hombre corpulento y podría estrangularme con una sola mano. Parece algo cabreado.
—Oye —me llama—, no es la primera vez que te veo por aquí. —Camina deprisa—. Sal de detrás de esos arbustos, listillo. —Mantiene bajo el tono de voz. Parece un hombre que actúa con calma y suavidad en la mayoría de las situaciones. Es su tamaño lo que me preocupa.
«Tranquilo —me digo—. Tengo que estar aquí. Aceptaré lo que me llegue».
Salgo y me detengo frente a él en el instante en que el sol se oculta tras la casa. Tiene la piel suave y oscura, el pelo negro y rizado y unos ojos amenazadores.
—¿Has estado espiando a mis hijos, muchacho?
—No, señor. —Levanto la cabeza.
Necesito parecer honrado y digno.
«Un momento —me digo—. Soy honrado. Bueno, bastante honrado».
—Entonces, ¿qué haces aquí?
Miento y confío.
—Antes vivía en esta casa —digo. «Joder, Ed, qué agudo». He conseguido impresionarme a mí mismo—. Hace muchos años, antes de que nos mudáramos más cerca del pueblo. A veces me gusta venir y mirarla. —«Y por favor», suplico, «que esta gente no lleve mucho tiempo viviendo aquí»—. Mi padre murió no hace mucho y cuando vengo aquí pienso en él. Pienso en él cuando lo veo a usted con sus hijos, lanzándolos al aire y sobre los hombros…
El hombre se ablanda ligeramente.
«Gracias, Señor».
Se acerca un poco más justo cuando el sol cae de manos y pies detrás de él.
—Como casa deja mucho que desear —la señala con la mano—, pero es lo único que podemos permitirnos por el momento.
—A mí me gusta —digo.
Charlamos un rato más y al final el hombre me hace una pregunta sorprendente. Retrocede, reflexiona y dice:
—Oye, ¿te gustaría entrar y echarle un vistazo? Estamos a punto de cenar. Si quieres, estás invitado.
El instinto me pide que rechace la invitación, pero no lo hago.
Sigo al hombre hasta el porche. Antes de entrar en casa dice:
—Me llamo Lúa. Lúa Tatupu.
—Ed Kennedy —respondo, y nos damos un apretón de manos. Lúa me tritura prácticamente todos los huesos de la mano derecha.
—¿Marie? —llama cuando entramos—. ¿Niños? —Se vuelve hacia mí—. ¿Está como la recordabas?
—¿Cómo? —Hago memoria—. Ah, sí, sí lo está.
Los niños aparecen como por arte de magia y empiezan a trepar por nosotros. Lúa me los presenta, y también a su esposa. La cena consiste en puré de patatas y salchichas de Frankfurt.
Comemos y Lúa cuenta chistes y los niños se desternillan a pesar de haberlos oído miles de veces, según cuenta Marie. La mujer tiene arrugas debajo de los ojos y parece agotada a causa de la vida y de los hijos y eso de poner cada noche comida sobre la mesa. Tiene la piel más clara que Lúa y el cabello moreno y ondulado. Fue guapa en otros tiempos, más guapa aún que ahora. Trabaja en un supermercado, cada día.
Hay cinco niños. A todos les cuesta comer con la boca cerrada, pero cuando ríen puedes ver el mundo en sus ojos, y entonces comprendes por qué Lúa los trata como los trata y los quiere tanto.
—¿Puede Ed subirme a caballo, papá? —pregunta una de las niñas.
Asiento con la cabeza y Lúa dice:
—Claro, cariño, pero te falta añadir algo a la frase. —Me recuerda al hermano del padre O’Reilly, Tony. La niña se da una palmada en la frente mientras sonríe y dice:
—¿Puede Ed subirme a caballo, por favor?
—Sí, cielo —responde Lúa, y lo hago.
Llevo tres tandas haciendo de caballo cuando Marie me rescata del menor de los varones.
—Jessie, creo que Ed ya ha tenido suficiente.
—Vaaaaale —acepta el pequeño, y me dejo caer en el sofá.
Jessie tiene unos seis años y mientras estoy sentado me susurra algo al oído. Es la respuesta.
—Mi padre pondrá pronto las luces de Navidad —dice—. Tienes que venir a verlas algún día. Me encantan las luces de Navidad…
—Vendré —digo—. Te lo prometo.
Contemplo el interior de la casa una última vez y casi me convenzo de que he vivido aquí. Hasta evoco un montón de grandes recuerdos con mi padre dentro de estas paredes.
Lúa duerme cuando decido partir, de modo que es Marie la que me acompaña a la puerta.
—Gracias —digo—, por todo.
Me mira con sus ojos cálidos y sinceros y dice:
—De nada, Ed. Vuelve cuando quieras.
—Lo haré —digo, y esta vez no miento.
Cuando llega el fin de semana paso por la casa durante el día. Las luces navideñas ya están montadas pero son viejas y descoloridas. Faltan bombillas. Son de las antiguas, de las que no centellean. Son simples bombillas grandes de diferentes colores que cuelgan del alero del porche.
«Vendré más tarde —pienso—. Para verlas encendidas».
Efectivamente, por la noche, cuando las luces se encienden, advierto que sólo la mitad de las que aún quedan funcionan. Eso se traduce en cuatro bombillas operativas. Cuatro bombillas para iluminar la casa de los Tatupu este año. No es gran cosa, pero supongo que es cierto eso de que las grandes cosas no son más que pequeñas cosas en las que uno se fija.
En cuanto pueda volveré durante el día, cuando estén todos en el colegio y el trabajo.
Hay que hacer algo con esas luces.
Voy a Kmart y compro un juego nuevo de luces, idéntico al ya existente. Hermosas bombillas rojas y azules, amarillas y verdes. Es miércoles y, por sorprendente que parezca, los vecinos no me hacen preguntas cuando subo al porche de los Tatupu y me encaramo a una maceta puesta del revés. Descuelgo las luces originales desdoblando los clavos que sostienen el cable eléctrico. Cuando ya lo tengo todo abajo me percato de que el enchufe va por dentro de la casa (como tendría que haber imaginado), por lo que no puedo completar el trabajo. Vuelvo a colgar las luces viejas y dejo las nuevas delante de la puerta.
No dejo ninguna nota.
No hay más que hacer.
Al principio quise escribir «Feliz Navidad» en la caja, pero cambié de parecer.
Esto no tiene que ver con las palabras.
Tiene que ver con las luces y esas pequeñas cosas que son grandes.
El poder y la gloria
Estoy comiendo raviolis en la cocina esa misma noche cuando una furgoneta se detiene delante de la choza. El motor se apaga con un gruñido y oigo cerrarse la portezuela. Enseguida, el sonido de unos nudillos en mi puerta.
Por una vez,
Doorman
ladra, pero lo tranquilizo y abro.
Tropiezo con Lúa, Marie y todos sus hijos.
—Hola, Ed —dice Lúa, secundado por el resto—. Te buscamos en el listín telefónico pero no apareces, así que llamamos a todos los Kennedy de la zona. Tu madre nos dio tu dirección.
Se hace un silencio mientras me pregunto qué les habrá dicho mamá.
Marie lo rompe.
—Acompáñanos —dice.
Me siento en la furgoneta, apretándome entre todos los niños, y un silencio sepulcral reina por primera vez en esta familia. Como podéis imaginar, ese detalle me inquieta sobremanera. Cual páginas de luz, las farolas pasan raudas avanzando hacia mí para luego desviarse. Cerrarse. Cuando dirijo la vista al frente descubro a Lúa mirándome por el espejo retrovisor.
Llegamos a la casa en cinco o diez minutos.
Marie toma las riendas.
—Entrad en casa, niños.
Se marcha con ellos y nos deja a Lúa y a mí a solas en la furgoneta.
Lúa mira de nuevo por el retrovisor y deja que sus ojos se reflejen en los míos.
—¿Preparado? —pregunta.
—¿Para qué?
Niega con la cabeza.
—No me fastidies, Ed. —Se apea de la furgoneta y cierra la puerta—. Vamos —dice a través de la ventanilla—. Baja, muchacho.
Muchacho.
No me gusta la manera en que lo ha dicho. Tengo un mal presentimiento. Mi principal temor es que se haya tomado las luces nuevas como un insulto. Lúa podría interpretarlo como una muestra de que no puede mantener como es debido a su familia. A lo mejor piensa que le estoy diciendo: «Este pobre desgraciado ni siquiera puede comprar un juego de luces que funcione como es debido». No me atrevo a mirar hacia la casa cuando le sigo hasta el borde de la calzada, donde se ha detenido. Está oscuro aquí. Muy oscuro.
Nos quedamos muy quietos.
Lúa me observa.
Yo no levanto los ojos del suelo.
Pasan unos segundos y cuando miro la vieja casa de cemento fibroso está iluminada. Las luces son tan bellas que casi da la impresión de aguantar ellas solas la casa.