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Authors: Markus Zusak

Tags: #Infantil y Juvenil

Cartas cruzadas (20 page)

BOOK: Cartas cruzadas
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Nos apretamos bien y es aquí donde se nos mentaliza para el partido. Es una mezcla de repugnante sudor de axila, aliento a cerveza, huecos en las encías y barba de tres días.

—Bien —dice Merv—, cuando salgamos al campo, ¿qué haremos?

Nadie responde.

—¿Qué haremos?

—Ni idea —dice alguien al fin.

—Machacaremos a esos mamones —grita Merv, lo que genera un murmullo de aprobación, con excepción de Ritchie, que bosteza.

Algunos gritan también pero apenas es un muro de sonido. Maldicen, gruñen y hablan de todo salvo de destripar a los Falcons.

«He aquí unos hombres maduros —pienso—. Nosotros nunca vamos a madurar».

El árbitro hace sonar su silbato. Es Reggie La Motta, como de costumbre, muy popular en el pueblo por ser un borracho empedernido. Si arbitra este partido es únicamente porque recibe dos botellas de licor que pagamos entre todos. Una por equipo.

—Bien, matemos a esos tipos —es el consenso general, y el equipo sale disparado.

Regreso como una flecha al árbol donde he dejado a
Doorman
. Está dormido y un niño pequeño le está dando palmaditas.

—¿Quieres cuidar de mi perro? —le pregunto.

—Vale —contesta—. Me llamo Jay.

—Él es
Doorman
. —Y regreso corriendo al campo para unirme a la alineación.

—Ahora, chicos, escuchadme bien —comienza Reggie. Arrastra las palabras. El partido no ha comenzado aún y el árbitro ya está beodo. En realidad, es bastante gracioso—. Si se repite la mierda del año pasado me largo y os arbitráis solos.

—Pues te quedarás sin las dos botellas, Reg —dice alguien.

—Y un cojón —espeta Reggie—. Y ahora, nada de tonterías, ¿entendido?

Todos asienten.

—Gracias, Reggie.

—De acuerdo, Reg.

Todos avanzan un paso y se dan la mano. Se la estrecho a mi número rival, que descolla sobre mí y me hace sombra.

—Buena suerte —digo.

—Dame unos minutos —responde el hombretón con voz ronca— y te haré trizas.

Que comience el partido.

Los Falcons abren y enseguida consigo mi primera carrera.

Me matan.

Tengo otra carrera.

Vuelven a matarme, y también recibo lindezas en mi oído cuando mi rival me aplasta la cabeza contra el suelo. Así funciona el Sledge Game. El público no cesa de vitorear, de gritar obscenidades y de desternillarse, todo entre tragos de cerveza y vino, bocados a empanadas y perritos calientes del mismo individuo que aparece cada año para venderlos. Monta su puesto en la línea de banda e incluso abastece de refrescos y polos a los niños.

Los Falcons marcan en varias ocasiones y se ponen muy por delante.

—¿Qué demonios os pasa? —pregunta alguien cuando estamos junto a los postes. Es el enorme Merv. Como capitán siente que debe decir algo—. Jesús, sólo hay uno de nosotros que está teniendo agallas y ese es…, oye, ¿cómo has dicho que te llamas?

Me sobresalto, porque me está señalando a mí. Desconcertado, respondo:

—Ed Kennedy.

—Pues Ed es el único que corre y hace placajes. ¡Vamos, adelante!

Sigo corriendo.

Mi rival sigue insultándome y maltratándome y me pregunto si llegará un momento en que se quede sin aliento. Es imposible que alguien tan grande como él pueda aguantar mucho más tiempo.

Estoy en el suelo cuando Reggie anuncia la primera parte y todo el mundo se larga a por cerveza. Luego cada jugador tendrá que convencerse, no sin dificultad, de que tiene que volver al campo.

Durante el intermedio me tumbo a la sombra, al lado de
Doorman
y el chico. Es entonces cuando aparece Audrey. No me pregunta sobre mi estado porque sabe que tiene que ver con mi labor de mensajero. Se está convirtiendo en algo normal, por lo que no es necesario comentarlo.

—¿Estás bien? —pregunta.

Suspiro feliz y digo:

—Sí. Adoro la vida.

En la segunda parte el partido da un giro y contraatacamos. Ritchie marca en la esquina y otro tío cruza los postes. Estamos igualados.

También Marv está jugando bien ahora y durante un rato la cosa está reñida.

Mi rival finalmente se está cansando y en una pausa por lesión Marv se acerca para pincharme.

—Oye —hunde bien el dedo—, todavía no le has hecho daño a esa mujerona. —Es todo pelo rubio pegajoso y ojos resueltos.

Protesto.

—Pero ¿tú has visto el tamaño que tiene? ¡Por Dios, si es más grande que mamá Grape!

—¿Quién es mamá Grape?

—Ya sabes, la del libro. —Me rindo—. También hicieron la película. ¿No la recuerdas? ¿Johnny Depp?

—Sea como sea, Ed, ve y dale su merecido.

Lo hago.

Están sacando a un tío del campo y me acerco al hombretón.

Nos miramos.

—Abalánzate sobre mí la próxima vez que tengas el balón —le digo.

Y me marcho cagado literalmente de miedo.

Se reanuda el partido y él obedece.

Coge carrerilla y se abalanza sobre mí, y por la razón que sea sé que voy a hacerlo. El hombre arremete con el balón, me coloco en su trayectoria, avanzo y lo único que oigo es el golpe. Se produce una gran colisión y todo tiembla. Cuando la multitud enloquece caigo en la cuenta de que sigo en pie y mi rival está en el suelo, hecho un ovillo.

La gente se apresura a rodearme, me felicita, pero unas náuseas repentinas se adueñan de mi estómago. Me siento fatal por lo que he hecho y el enorme número doce de la espalda del hombretón me mira apesadumbrado, inmóvil.

—¿Está vivo? —pregunta alguien.

—¿A quién le importa? —es la respuesta.

Vomito.

Lentamente, salgo del campo de fútbol mientras la gente discute sobre cómo deshacerse del número doce para poder continuar el partido.

—Id a buscar la camilla —oigo.

—No tenemos. Además, mira el tamaño de este tío. Es demasiado grande. Necesitaremos una maldita grúa.

—O una carretilla elevadora.

Las propuestas son interminables. La gente como esta no tiene reparos en sacarte las taras. La que sea. El tamaño, el peso, el olor. Si la tienes, te lo dicen aunque estés tirado en el suelo.

La última voz que oigo es la del enorme Merv.

—Ha sido el mejor no me discutas que he visto en mucho tiempo —dice. Disfruta utilizando esa expresión, y los demás jugadores están con él.

Sigo caminando. Me siento fatal. Culpable.

Para mí, el partido ha terminado.

El partido ha terminado pero otra cosa comienza.

Regreso al árbol y
Doorman
no está.

Un miedo conocido me invade.

Veinte dólares por el perro y el naipe

Miro nerviosamente a mi alrededor buscando a mi perro y a ese niño.

Pasado el campo de fútbol hay un pequeño riachuelo y decido empezar por ahí. Olvidándome del partido, corro todo lo deprisa que me permite mi estado y con el rabillo del ojo vislumbro a una chica rubia que se me acerca.


Doorman
—le grito a Audrey—. Ha desaparecido. —Y me doy cuenta de lo mucho que quiero a ese perro.

Me acompaña un rato y luego se marcha en la otra dirección.

En el riachuelo no hay nada.

Regreso al extenso campo de hierba. El partido continúa y todavía puedo oír a la multitud en algún lugar de mi mente.

—¿Alguna novedad? —pregunta Audrey. Ella ha recorrido un mayor trecho de riachuelo.

—No.

Nos detenemos.

Calma.

Ésa es la mejor manera, y cuando regreso al árbol donde dejé a
Doorman
, los veo a él y al niño volviendo. El niño lleva una lata de refresco en la mano y un largo palo de regaliz, y ahora veo que hay alguien más con ellos.

Me ve.

Es una mujer más bien joven. Cuando repara en mi mirada, se arrodilla a toda prisa y agarra al niño. Le da algo, le habla y se marcha raudamente en la otra dirección.

—Es el siguiente naipe —le digo a Audrey antes de salir disparado. Corro más deprisa de lo que he corrido en mi vida.

Cuando llego junto al niño y el perro me detengo y compruebo que estaba en lo cierto. El niño sostiene un naipe, pero no alcanzo a ver de qué palo es. Sigo corriendo en pos de la mujer. Ha desaparecido entre el gentío, pero corro de todos modos porque estoy seguro de que estoy persiguiendo a una persona que, cuando menos, sabe quién está detrás de este asunto.

Pero no la encuentro.

Ha desaparecido y me detengo en la línea de banda sin aliento.

Podría seguir buscándola, pero sería en vano. Tengo que regresar junto al naipe. Ese niño podría estar haciéndolo pedacitos.

Por suerte, cuando regreso junto a él todavía lo tiene en la mano. Lo coge con fuerza. No parece dispuesto a renunciar a él fácilmente.

Acabo teniendo razón.

—No —dice.

—Oye. —Lo último que deseo es tener mal rollo con este niño—. Dame el naipe.

—¡No! —El niño está forzándose el llanto.

—¿Qué te dijo la señora?

—Dijo… —se seca las lágrimas— que el naipe pertenece al propietario de este perro.

—O sea, yo —digo.

—No, es mío. ¡El perro es mío!

«Prefiero a Daryl y Keith y otra paliza —pienso—. Cualquier cosa antes que este niño».

—Está bien. —Cambio de táctica—. Te doy diez dólares por el perro y el naipe.

El niño no tiene un pelo de tonto.

—Veinte.

No me hace ninguna gracia, pero le pido a Audrey un billete de veinte y me lo da.

—Luego te lo devuelvo.

—Tranquilo.

Le entrego el billete y a cambio recibo a
Doorman
y el naipe.

—Es un placer hacer negocios contigo. —El niño se deleita en su victoria.

Me dan ganas de estrangularlo.

No es lo que esperaba.

—Picas —le digo a Audrey.

Está lo bastante cerca para que su pelo me roce el hombro.

Doorman
me está pisando un pie.

—Y tú —le acuso—, la próxima vez ahí quietecito.

Vale, vale
, responde, y a renglón seguido le da un ataque de tos.

Cómo no, un trozo de regaliz sale disparado de su boca y la culpa asoma en sus ojos.

—Así aprenderás —le señalo con crueldad. Intenta ignorarme.

—¿Está bien? —pregunta Audrey mientras volvemos.

—Ya lo creo —respondo—. Este puñetero vivirá más que yo. —Pero por dentro sonrío.

Escarbar

Por lo visto, ganamos el partido y en la gran casa de Merv hay una fiesta para celebrar la victoria. Marv me llama por la noche y me ordena que asista porque todo el mundo me ha votado como mejor jugador.

—Tienes que ir, Ed.

De modo que voy.

Una vez más, camino de la fiesta paso por casa de Audrey, pero no está. Doy por hecho que está con su novio. Casi se me quitan las ganas de ir a casa de Merv, pero me repongo y voy.

Nadie me reconoce.

Nadie me habla.

Al principio ni siquiera encuentro a Marv, pero él me localiza más tarde en el porche.

—Has venido. ¿Cómo te encuentras?

Miro a mi amigo y digo:

—Mejor que nunca. —Podemos oír a los borrachos gritando y vitoreando a nuestra espalda, y hay gente en el dormitorio principal haciendo lo que la gente hace en un dormitorio.

Nos sentamos un rato y Marv me describe los últimos detalles del partido. Se pregunta dónde me metí, pero sólo le cuento que estaba mareado y no podía seguir jugando.

Transcurridos unos diez minutos noto que Marv desea volver dentro.

En mi bolsillo llevo el nuevo naipe.

As de picas.

Eso hace que contemple la calle más atentamente mientras trato de imaginar lo que me espera.

Estoy contento.

—¿Qué? —Me pregunta Marv—. ¿Por qué sonríes, mochuelo? —«Mochuelo», pienso, y los dos nos reímos y conectamos durante un breve instante—. Vamos, Ed —insiste Marv—. ¿Qué pasa?

—Es hora de escarbar —digo, y dejo el porche—. Debo irme, Marv, lo siento. Hasta luego.

Me siento incómodo porque últimamente parece que no haga otra cosa que huir de Marv. Esta noche me deja hacer. Creo que finalmente comprende que lo que es importante para él no tiene que serlo para mí.

—Adiós, Ed —dice, y por el tono de su voz sé que no está molesto.

Hace una noche cerrada pero agradable y voy paseando hasta casa. Por el camino me detengo bajo una farola parpadeante y vuelvo a examinar el As de picas. Ya lo he examinado otras veces, en casa y en el porche de Merv. Me desconcierta sobremanera la elección del palo, porque esperaba que fuera corazones. Corazones habría seguido un patrón rojo-negro, y pensaba que picas, tratándose del palo de aspecto más peligroso, sería el último.

El naipe contiene tres nombres:

Graham Greene

Morris West

Sylvia Plath

Me resultan familiares, aunque no estoy seguro de por qué. No conozco a esas personas, pero he oído hablar de ellas. Seguro. Cuando llego a casa las busco en la guía telefónica y encuentro un Greene y varios West, pero ninguno con una G o una M delante. No obstante, podría haber otras personas viviendo en tales direcciones con esos nombres. Decido que mañana me daré una vuelta por el pueblo.

Me relajo en la sala con
Doorman
. He hecho patatas al horno y las compartimos. Noto que mi cuerpo está desarrollando nuevos dolores fruto del Sledge Game, y cuando llega la medianoche apenas puedo moverme.
Doorman
se halla a mis pies y yo estoy sentado, esperando que me venza el sueño.

Mi mente se calma.

El As de picas me resbala de las manos y se pierde en un pliegue del sofá.

Es una larga noche y no puedo distinguir si estoy despierto o dormido. Cuando me despierto, casi al amanecer, sigo en el Sledge Game y estoy persiguiendo a la mujer que trajo el naipe, y discutiendo con el niño.

Negociando.

Más tarde, sueño que vuelvo a estar en el colegio, pero no hay nadie más. Estoy solo y el aire en el aula es amarillo polvo. Estoy sentado con el pupitre lleno de libros y unas palabras en la pizarra. «Mujer estéril», dicen.

Tengo a
Doorman
a los pies y ahora el aire amarillo polvo reina en la sala a causa del sol naciente.

El sueño me asalta unos segundos después de abrir los ojos y veo de nuevo las palabras.

—Mujer estéril —susurro.

Sé que las he oído antes. De hecho, sé que he leído un poema titulado «Mujer estéril». Lo leí en el colegio porque tenía una profesora de inglés depresiva. Ella adoraba ese poema, y todavía hoy recuerdo algunos versos. Palabras como «el más ligero paso», «un museo sin estatuas» y comparando su vida con una fuente que brota y vuelve a penetrar en sí misma.

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