Viendo que no venían, rogué a aquel que habían dicho que era el señor que me mostrase el camino para ir a Ciaguatecpan, porque por allí había de pasar, según me figura, y está en este río arriba; dijéronme que ellos no sabían camino por tierra, sino por el río, porque allí se servían todos; pero que a tino me la darían por aquellos montes, que no sabían si acertarían. Díjeles que me mostrasen desde allí el paraje en que estaba y marquélo lo mejor que pude, y mandé a los españoles con las canoas con el principal de Iztapán que se fuesen el río arriba hasta el dicho pueblo de Ciaguatecpan, y que trabajasen de asegurar la gente dél y de otro que habían de topar antes, que se llamaba Ozumazintlán, y que si yo llegase primero los esperaría, y que si no, que ellos me esperasen; y despachados éstos, me partí yo con aquellas guías por la tierra, y en saliendo del pueblo di en una muy gran ciénaga, que dura más de media legua, y con mucha rama y hierba que los indios nuestros amigos en ella echaron pudimos pasar, y luego dimos en un estero hondo, donde fue necesario hacer un puente por donde pasase el fardaje y las sillas, y los caballos pasaron a nado; y pasado este estero dimos en otra medio ciénaga, que dura bien una legua, que nunca abaja a los caballos de la rodilla abajo, y muchas veces de las cinchas; pero con ser algo tierra debajo, pasamos sin peligro hasta llegar al monte, por el cual anduve dos días abriendo camino por donde señalaban aquellas guías, hasta tanto que dijeron que iban desatinados, que no sabían adónde iban; y era la montaña de tal calidad, que a donde se ponían los pies en el suelo, y hacia arriba, la claridad del cielo no se veía otra cosa; tanta era la espesura y alteza de los árboles, que aunque se subían en algunos no podían descubrir un tiro de cañón.
Como los que iban delante con las guías abriendo el camino me enviaron a decir que andaban desatinados, que no sabían dónde estaban, hice repararla, y pasé yo a pie adelante, hasta llegar a ellos; y como vi el desatino que tenían, hice volver la gente atrás a una cienaguilla que habíamos pasado, adonde por causa del agua había alguna poca de hierba que comiesen los caballos, que había dos días que no la comían ni otra cosa, y allí estuvimos aquella noche, con harto trabajo de hambre, y poníanoslo mayor la poca esperanza que teníamos de acertar a poblado; tanto, que la gente estaba casi fuera de toda esperanza y más muertos que vivos. Hice sacar una aguja de marear que traía conmigo, por donde muchas veces me guiaba aunque nunca nos habíamos visto en tan extrema necesidad como ésta; y por ella, acordándome del paraje en que habían señalado los indios que estaba el pueblo, hallé que corriendo al nordeste desde allí salíamos a dar al pueblo y muy cerca dél, y mandé a los que iban delante haciendo el camino que llevasen aquel aguja consigo y siguiesen aquel rumbo, sin se apartar dél, y así lo hicieron; y quiso Nuestro Señor que salieran tan ciertos, que a hora de vísperas fueron a dar medio a medio de unas casas de sus ídolos, que estaban en medio del pueblo, de que toda la gente hobo tanta alegría, que casi desatinados, corrieron todos al pueblo, y no mirando una gran ciénaga que estaba antes que en él entrasen, se sumieron en ella muchos caballos, que algunos dellos no salieron hasta otro día; aunque quiso Dios que ninguno peligró; y los que veníamos atrás, desechamos la ciénaga por otra parte, aunque no se pasó sin ser harto trabajo.
Aquel pueblo de Caguatispan hallamos quemado hasta las mezquitas y casas de sus ídolos, y no hallamos en él gente ninguna, ni nueva de las canoas que habían venido río arriba. Hallóse en él mucho maíz, mucho más granado que lo de atrás, y yuca y agies y buenos pastos para los caballos; porque en la ribera del río, que es muy hermosa, había muy buena hierba, y con este refrigerio se olvidó algo del trabajo pasado, aunque yo tuve siempre mucha pena por no saber de las canoas que había enviado el río arriba; y andando mirando el pueblo, hallé yo una saeta hincada en el suelo, donde conoscí que las canoas habían llegado allí, porque todos los que venían en ellas eran ballesteros, y diome más pena creyendo que allí habían peleado con ellos y habían muerto, pues no parecían; y en unas canoas pequeñas que por allí se hallaron hice pasar de la otra parte del río, donde hallaron mucha copia de labranzas, y andando por ellas fueron a dar a una gran laguna, donde hallaron toda la gente del pueblo en canoas y en isletas; y en viendo a los cristianos, se vinieron a ellos muy seguros y sin entender lo que decían; me trujeron hasta treinta o cuarenta dellos; los cuales, después de haberlos hablado, me dijeron que ellos habían quemado su pueblo por inducimiento de aquel señor de Zagoatán, y se habían ido dél a aquellas lagunas por el temor que él les puso, y que después habían venido por allí ciertos cristianos de los de mi compañía en unas canoas, y con ellos algunos de los naturales de Iztapán, y de los cuales habían sabido el buen tratamiento que yo a todos hacía y que por eso se habían asegurado, y que los cristianos habían estado allí dos días esperándome, y como no venía, se habían ido el río arriba a otro pueblo que se llama Petenecte, y que con ellos se había ido un hermano del señor de aquel pueblo, con cuatro canoas cargadas de gente, para que si en el otro pueblo les quisiesen hacer algún daño ayudarlos, y que les habían dado mucho bastimento y todo lo que hobieron menester; holgué mucho desta nueva y diles crédito, por ver que se habían asegurado tanto y habían venido a mí de tan buena voluntad y roguéles que luego hiciesen venir una canoa con gente que fuese en busca de aquellos españoles, y que les llevasen una carta mía para que se volviesen luego allí, los cuales lo hicieron con harta diligencia; y yo les di una carta mía para los españoles, y otro día a hora de vísperas vinieron, y con ellos aquella gente del pueblo que habían llevado, y más otras cuatro canoas cargadas de gente y bastimentos del pueblo de donde venían, y dijéronme lo que habían pasado el río arriba después de que de mí se habían apartado, que fue que llegaron a aquel pueblo que estaba antes déste, que se llama Imazintlán, que le habían hallado quemado y la gente dél ausentada, y que en llegando a ellos los de Iztapán que con ellos traían los habían buscado y llamado, y habían venido muchos dellos muy seguros, y les habían dado bastimentos y todo lo que les pidieron, y así los habían dejado en su pueblo, y después habían llegado a aquel de Caguatispan, y que asimismo le habían hallado despoblado y la gente de la otra parte del río; y que como los habían hablado los de Iztapán, se habían todos alegrado y les habían hecho muy buen acogimiento y dado muy cumplidamente lo que hobieron menester; y me habían esperando allí dos días, y como no vine creyeron que había salido más alto, pues tanto tardaba; habían seguido adelante, y se habían ido con ellos aquella gente del pueblo y aquel hermano del señor, hasta el otro pueblo de Petenecte, que está de allí seis leguas, y que asimismo le habían hallado despoblado, aunque no quemado, y la gente de la otra parte del río, y que los de Iztapán, y los de aquel pueblo los habían asegurado, y se vinieron con ellos aquella gente en cuatro canoas a verme, y me traían maíz y miel y cacao y un poco de oro, y que ellos habían enviado mensajeros a otros tres pueblos que les dijeron que están en el río arriba, y se llaman Zoazaevalco y Taltenango y Teutitán, y que creían que otro día vernían allí a hablarme: y así fue: que otro día vinieron por el río abajo hasta siete o ocho canoas, en que venía gente de todos aquellos pueblos, y me trajeron algunas cosas de bastimentos y un poquito de oro. A los unos y a los otros hablé muy largamente por hacerles entender que habían de creer en Dios y servir a vuestra majestad, y todos ellos se ofrecieron por súbditos y vasallos de vuestra alteza, y prometieron en todo tiempo hacer lo que les fuese mandado, y los de aquel pueblo de Cacoatrepan trujeron luego algunos de sus ídolos y en mi presencia los quebraron y quemaron, y vino allí el señor principal del pueblo, que hasta entonces no habían venido, y me trujo un poquito de oro, y les di de lo que tenía a todos; de lo que quedaron muy contentos y seguros.
Entre éstos hubo alguna diferencia preguntándoles yo por el camino que había de llevar para Acalan; porque los de aquel pueblo de Cacoatrepan decían que mi camino era por los pueblos que estaban el río arriba, y aun antes que estotros viniesen habían hecho abrir seis leguas de camino por tierra y hecho una puente en un río, por do pasásemos; y venidos estotros, dijeron que era muy gran rodeo y de muy mala tierra y despoblada, y que el derecho camino que yo había de llevar para Acalan era pasar el río por aquel pueblo, y por allí había una senda que solían traer los mercaderes por donde ellos me guiarían hasta Acalan. Finalmente, se averiguó entre ellos ser éste el mejor camino, y yo había enviado antes un español con gente de los naturales de aquel pueblo de Cacoatrepan, en una canoa por el agua, a la provincia de Acalan, a les hacer saber cómo yo iba y que se asegurasen y no tuviesen temor, y para que supiesen si los españoles que habían de ir con los bastimentos desde los bergantines eran llegados; y después envié otros cuatro españoles por tierra, con guías de aquellos que decían saber el camino, para que le viesen y me informasen si había algún impedimento o dificultad en él, y que dello esperaría su respuesta; idos, fueme forzado partirme antes que me escribiesen, porque no se me acabasen los bastimentos que estaban recogidos por el camino, porque me decían que había cinco o seis días de despoblado; y comencé a pasar el río con mucho aparejo de canoas que había y por ser tan ancho y corriente se pasó con harto trabajo, y se ahogó un caballo y se perdieron algunas cosas del fardaje de los españoles; pasado, envié delante una compañía de peones con las guías para que abriesen el camino, y yo con la otra gente me fui detrás dellos; y después de haber andado tres días por unas montañas harto espesas, por una vereda bien angosta fui a dar a un gran estero, que tenía de ancho más de quinientos pasos, y trabajé de buscar paso por él abajo y arriba, y nunca le hallé; y las guías me dijeron que era por demás buscarle si no subía veinte días de camino hasta las sierras.
Púsome en tanto estrecho este estero o ancón, que sería imposible poderlo significar, porque pasar por él parescía imposible, a causa de ser tan grande y no tener canoas en que pasarlo; y aunque las tuviéramos por el fardaje y gentes, los caballos no podían pasar, porque a la entrada y a la salida había muy grandes ciénagas y raíces de árboles que las rodean, y de otra manera era excusado el pensar de pasar los caballos; pues pensar de volver atrás era muy notorio perescer todos, por los malos caminos que habíamos pasado y las muchas aguas que hacía que ya teníamos por cierto que las crecientes de los ríos se habían robado las puentes que dejamos hechas; pues tornarlas a hacer era muy dificultoso, porque ya toda la gente venía muy fatigada; también pensábamos que habíamos comido todos los bastimentos que había por el camino y que no hallaríamos qué comer, porque llevaba mucha gente y caballos: que demás de los españoles venían conmigo más de tres mil ánimas de los naturales; pues pasar adelante ya he dicho a vuestra majestad la dificultad que había así que ningún seso de hombre bastaba para el remedio, si Dios, que es verdadero remedio y acorro de los afligidos y necesitados, no le pusiera; y hallé una canoíta pequeña en que habían pasado los españoles que yo envié delante a ver el camino, y con ella hice sondar todo el ancón, y hallóme en todo él cuatro brazas de hondura, y hice atar unas lanzas para ver el suelo qué tal era y hallóse que demás de la hondura del agua había otras dos brazas de lama y cieno; así, que eran seis brazas; y tomé por postrer remedio determinarme a hacer una puente en él; y mandé luego repartir la madera por sus medidas, que eran de a nueve y diez brazas, por lo que había de salir fuera del agua; la cual encargué que cortasen y trajesen aquellos señores de los indios que conmigo iban, a cada uno según la gente que traía; y los españoles, y yo con ellos, comenzamos a hincar la madera con balsas y con aquella canoílla y otras dos que después se hallaron, y a todos paresció cosa imposible de acabar, y aun lo decían detrás de mí, diciendo que sería mejor dar la vuelta antes que la gente se fatigase y después, de hambre, no pudiesen volver; porque al fin aquella obra no se había de acabar y forzados nos habíamos de volver; y andaba desto tanto murmullo entre la gente que casi ya me lo osaban decir a mí; y como los veía tan desmayados, y en la verdad tenían razón, por ser la obra que emprendíamos de tal calidad y porque ya no comían otra cosa sino raíces de hierbas, mandéles que ellos no entendiesen en la puente y que yo la haría con los indios; y luego llamé a todos los señores dellos y les dije que mirasen en cuánta necesidad estábamos, y que forzado habíamos de pasar o perecer; que les rogaba mucho que ellos esforzasen a sus gentes para que aquella puente se acabase, y que pasada teníamos luego una muy gran provincia, que se decía Acalan, donde había mucha abundancia de bastimentos, y que allí pasaríamos, y que además de los bastimentos de la tierra ya sabían ellos que había enviado a mandar que me trujesen de los navíos de los bastimentos que llevaban, y que los habían de traer allí en canoas, y que allí ternían mucha abundancia de todo; y que demás desto yo les prometí que vueltos a esta ciudad serían de mí, en nombre de vuestra majestad, muy galardonados; y ellos me prometieron que la trabajarían, y así, comenzaron luego a repartirlo entre sí, y diéronse tan buena priesa y maña en ello que en cuatro días la acabaron, de tal manera que pasaron por ella todos los caballos y gente, y tardará más de diez años que no se deshaga si a mano no la deshacen; y esto ha de ser con quemarla, y de otra manera sería dificultoso de deshacer, porque lleva más de mil vigas, que la menor es casi tan gorda como un cuerpo de un hombre y de nueve y de diez brazas de largura, sin otra madera menuda que no tiene cuenta; y certifico a vuestra majestad que no creo habrá nadie que sepa decir en manera que se pueda entender la orden que éstos dieron de hacer esta puente, que es la cosa más extraña que nunca se ha visto.
Pasada toda la gente y caballos de la otra parte del ancón, dimos luego en una gran ciénaga, que dura bien dos tiros de ballesta, la cosa más espantosa que jamás las gentes vieron; donde todos los caballos, desensillados, se sumían hasta las cinchas, sin parescer otra cosa, y querer forcejar y salir sumíanse más, de manera que allí perdimos del todo la esperanza de poder pasar y escapar caballo ninguno; pero todavía comenzamos a trabajar y a ponelles haces de hierba y ramas grandes debajo, sobre que se sostuviesen y no se sumiesen; remediábanse algo; y andando trabajando yendo y viniendo de la una parte a la otra abrióse por medio un callejón de agua y cieno, que los caballos comenzaban algo a nadar, y con esto plugo a Nuestro Señor que salieron todos sin peligrar ninguno; aunque salieron tan trabajados y fatigados que casi no se podían tener en los pies. Dimos todos muchas gracias a Nuestro Señor por tan gran merced como nos había hecho; y estando en esto llegaron los españoles que yo había enviado a Acalan, con hasta ochenta indios de los naturales de aquella provincia, cargados de mantenimiento de maíz y aves, conque Dios sabe el alegría que todos hubimos, en especial que nos dijeron que toda la gente quedaba muy segura y pacífica y con voluntad de no se ausentar; y venían con aquellos indios de Acalan dos personas honradas, que dijeron venir de parte del señor de la provincia, que se llama Apaspolon, a me decir que él había holgado mucho con mi venida; que había muchos días que tenía noticia de mí por parte de mercaderes de Tabasco y Xicalango, y que holgaba de conocerme, y envióme con ellos un poco de oro; yo lo recibí con toda el alegría que pude, agradeciendo a su señor la buena voluntad que mostraba al servicio de vuestra majestad, y les di algunas cosillas, y los torné a enviar con los españoles que con ellos habían venido, muy contentos. Fueron muy admirados de ver el edificio de la puente, y fue harta parte la seguridad que después en ellas hobo, porque según su tierra está entre lagunas y esteros, pudiera ser que se ausentaran por ellos; mas con ver aquella obra pensaron que ninguna cosa nos era imposible. También llegó en este tiempo un mensajero de la villa de Santisteban del Puerto, que es el río de Panuco, en que me traía cartas de las justicias della, y con él otros cuatro o cinco mensajeros, que me traían cartas desta ciudad y de la villa de Medellín y de la villa del Espíritu Santo, y hube mucho placer al saber que estaban buenos, aunque no supe del factor y veedor porque aún no eran llegados a esta ciudad. Este día, después de partidos los indios y españoles que iban delante a Acalan, me partí yo con toda la gente tras ellos, y dormí una noche en el monte, y otro día, poco más de mediodía, allegué a las estancias y labranzas de la provincia de Acalan, y antes de llegar al primer pueblo della, que se llama Tizatepel, donde hallamos todos los naturales en sus casas muy reposados y seguros, y mucho bastimento, así para la gente como para los caballos; tanto, que satisfizo bien a la necesidad pasada. Aquí reposamos seis días, y me vino a ver un mancebo de buena disposición y bien acompañado, que dijo ser hijo del señor, y me traía cierto oro, y aves, y ofreció su persona y tierra al servicio de vuestra majestad y dijo que su padre era ya muerto; yo mostré que me pesaba mucho de la muerte de su padre, aunque vi que no decía verdad, y le di un collar que yo tenía al cuello, de cuentas de Flandes, que estimo en mucho; y le dije que se fuese con Dios, y él estuvo dos días allí conmigo de su voluntad.