Casa capitular Dune (3 page)

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Authors: Frank Herbert

Tags: #Ciencia ficción

BOOK: Casa capitular Dune
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—Eres un niño especial —le dijo Odrade—. Te hicimos a partir de unas células tomadas de un hombre muy viejo.

Aunque era un niño precoz y las palabras de ella tenían un vago sonido inquietante, por el momento estaba más interesado en correr por entre la alta hierba del verano y los árboles.

Más tarde, añadió otros días en los huertos a aquél primero, acumulando al mismo tiempo impresiones acerca de Odrade y las otras que le enseñaban. Muy pronto se dio cuenta de que Odrade disfrutaba de aquellas excursiones tanto como él.

Una tarde, cuando tenía ya cuatro años, él le dijo:

—La primavera es mi estación favorita.

—La mía también —respondió ella.

Cuando tenía siete años y mostraba ya la perspicacia mental unida a una memoria holográfica que había hecho que la Hermandad le confiara unas responsabilidades tan grandes en su anterior encarnación, vio repentinamente los huertos como un lugar que tocaba algo muy profundo en su interior.

Aquella fue su primera concientización auténtica de que arrastraba consigo unas memorias que no podía recordar. Profundamente inquieto, se volvió a Odrade, que permanecía de pie recortada contra la luz del sol vespertino, y le dijo:

—¡Hay cosas que no puedo recordar!

—Un día las recordarás —dijo ella.

No podía ver su rostro contra la brillante luz, y sus palabras brotaron de un gran lugar oscuro, tanto de su propio interior como del de Odrade.

Aquel año empezó a estudiar la vida del Bashar Miles Teg, cuyas células habían iniciado su nueva vida. Odrade le había explicado algo de aquello, mostrándole las uñas de sus dedos.

—Tomé algunas raspaduras de su cuello… células de su piel, y conservaron todas las que necesitábamos para traerte a la vida.

Hubo algo intenso en los huertos aquel año, los frutos fueron más grandes y pulposos, las abejas se mostraron casi frenéticas.

—Es debido a que el desierto se está haciendo más grande aquí en el sur —dijo Odrade. Cogió su mano mientras caminaban en el frescor matutino bajo los manzanos en flor.

Teg miró hacia el sur por entre los árboles, momentáneamente hipnotizado por la luz del sol tamizada por las hojas. Había estudiado el desierto, y creyó poder captar su peso en aquel lugar.

—Los árboles pueden sentir que se acerca su fin —dijo Odrade—. La vida se desarrolla más intensamente cuando se ve amenazada.

—El aire es muy seco —dijo él—. Debe ser cosa del desierto.

—¿Observas cómo algunas hojas se han vuelto amarronadas y están curvadas en sus bordes? Este año hemos tenido que regar mucho.

Le gustaba que ella raras veces le hablara como a un niño. Lo hacía más bien como de un adulto a otro. Contempló las hojas marrones de bordes curvados. El desierto había hecho aquello.

Antes de abandonar Central en compañía de Odrade aquella mañana, había escuchado en silencio mientras un capataz de una granja formulaba preguntas llenas de tensiones.
¿No podía el Control del Clima ser más generoso? ¿Cuál era el uso de todos aquellos satélites y reflectores en órbita ahí arriba si ellos no podían echar un poco más de agua allá donde era tan desesperadamente necesaria?

Muy adentro en los huertos, escucharon inmóviles a los pájaros y los insectos durante un cierto tiempo. Las abejas que zumbaban entre los tréboles en unos pastos cercanos acudieron a investigar, pero las feromonas lo señalaban de la misma manera que a todos los que caminaban libremente por la Casa Capitular. Pasaron zumbando por su lado, captaron los identificadores, y volvieron a sus asuntos con las plantas en flor.

—Es uno de los nuestros.

Odrade, cautivada por la persistencia lineal de la asociación humana con los árboles frutales, habló de ellos mientras permanecían allí.

Manzanos.
Señaló hacia el oeste.
Melocotoneros.
Su atención se dirigió hacia donde señalaba la mujer. Y sí, allí estaban los cerezos, al este, más allá de los pastos. Vio la resina goteando de sus troncos.

Las semillas y los jóvenes retoños habían sido traídos hasta allí en las no-naves originales hacía unos mil quinientos años, dijo ella, y habían sido plantados con un amoroso cuidado.

Teg visualizó unas manos hundiéndose en el suelo, apretando suavemente la tierra en torno a los jóvenes retoños, regando cuidadosamente, las vallas confinando a los rebaños en los terrenos de pastos en torno a las primeras plantaciones y edificios de la Casa Capitular.

Por aquel entonces había empezado a aprender ya cosas acerca del gigantesco gusano de arena que la Hermandad había traído de Rakis. La muerte de aquel gusano había producido una multitud de criaturas llamadas truchas de arena. Las truchas de arena eran la causa de que el desierto estuviera creciendo. Algo de aquella historia tocaba muy profundamente una serie de fibras de su anterior encarnación… un hombre al que llamaban «el Bashar». Un gran soldado que había muerto cuando unas terribles mujeres llamadas las Honoradas Matres habían destruido Rakis.

Teg encontró que tales estudios eran a la vez fascinantes y turbadores. Captaba vacíos en su interior, lugares donde hubiera debido haber recuerdos. Esos vacíos parecían querer llenarse en sus sueños. Y a veces, aparecían rostros ante él. Casi podía oír palabras. Había veces en las que sabía los nombres de algunas cosas antes de que nadie se las hubiera dicho. Especialmente nombres de armas.

Cosas trascendentales iban creciendo en su consciencia. Todo aquel planeta iba a convertirse en un desierto, un cambio que se había iniciado porque las Honoradas Matres deseaban matar a las Bene Gesserit que lo estaban educando.

Las Reverendas Madres que controlaban su vida lo maravillaban a menudo… vestidas de negro, austeras, con aquellos ojos completamente azules, sin nada de blanco. La especia hacía aquello, le dijeron.

Tan sólo Odrade mostraba hacia él algo que podía identificar como auténtico afecto, y Odrade era alguien
muy
importante. Todo el mundo la llamaba Madre Superiora, y así era como le había dicho que la llamara él también excepto cuando estaban a solas en los huertos. Entonces podía llamarla simplemente Madre.

Durante un paseo matutino cerca de la estación de la cosecha, cuando había cumplido ya los nueve años, justo encima de la tercera elevación en el huerto de manzanos al norte de Central, llegaron a una poco profunda depresión desprovista de árboles y llena de plantas de muy distintas clases. Odrade apoyó una mano en su hombro y lo condujo hasta un lugar desde donde pudieron admirar una sucesión de piedras que formaban como un serpenteante sendero por entre el verdor de las plantas y las flores. La mujer se sentía de un extraño humor. Lo captó en su voz.

—El sentido de la propiedad es una interesante cuestión —dijo—. ¿Este planeta es nuestro, o somos nosotros quienes pertenecemos a él?

—Me gusta cómo huele aquí —dijo él.

Odrade lo soltó y lo animó a seguir avanzando delante de ella.

—Aquí hemos plantado para nuestro olfato, Miles. Hierbas aromáticas. Estúdialas cuidadosamente y aprende sobre ellas cuando vuelvas a la biblioteca. ¡Oh, písalas! —cuando él fue a evitar una planta que se había metido en el sendero.

Colocó su pie derecho firmemente sobre el verde tallo e inhaló los intensos olores.

—Fueron hechas para ser pisoteadas y desprender todo su aroma —dijo Odrade—. Las Censoras han estado enseñándote cómo enfrentarte a la nostalgia. ¿Te han dicho que a menudo la nostalgia es despertada por el sentido del olfato?

—Sí, Madre. —Volviéndose para mirar allá donde ella había pisado, dijo—: Eso es romero.

—¿Cómo lo sabes? —Muy intensamente.

El se alzó de hombros.

—Simplemente lo sé.

—Puede que se trate de una memoria original. —Sonó complacida.

Mientras proseguían su paseo a través de la aromática hondonada, la voz de Odrade se volvió una vez más pensativa.

—Cada planeta posee sus características propias, de las que extraemos los esquemas de la Vieja Tierra. A veces tan sólo conseguimos un leve bosquejo, pero aquí hemos tenido éxito.

Se arrodilló y tiró de un tallo de una planta intensamente verde. Aplastándolo entre sus dedos, llevó éstos a su nariz.

—Salvia.

El sabía que era efectivamente esa planta, pero no podía decir cómo lo sabía.

—He notado su aroma en la comida. ¿Es como la melange?

—Aumenta el sabor de la cosas, pero no cambia la consciencia. —Odrade se levantó y lo miró desde toda su altura—. Ten muy en cuenta este lugar, Miles. Nuestros mundos ancestrales han desaparecido, pero aquí hemos vuelto a capturar parte de nuestros orígenes.

El se dio cuenta de que Odrade le estaba enseñando algo importante. Hoy le había hablado varias veces de propiedades, una palabra que había investigado porque una Censora se lo había ordenado. Sabía el porqué. Era a causa de Yorgi, un chico de las plantaciones que durante dos años había acudido casi cada día para jugar con él. Yorgi, un año o así más joven que él, sentía una obvia adoración hacia su compañero de juegos, intentando hacerlo todo de la misma forma que lo hacía Teg. Pero Yorgi no apareció a la hora de jugar durante casi tres semanas seguidas, y Teg se enfureció cuando nadie le explicó el porqué.

—¡Quiero a mi amigo!

—¿
Tu
amigo? —preguntó la Censora con aquella engañosa suavidad tan propia de ellas—. ¿Acaso crees que Yorgi te
pertenece
?

Durante casi una hora exploraron los significados de la palabra propiedad.

Recordando ahora aquello, preguntó a Odrade:

—¿Por qué has expresado tus dudas de si nosotros pertenecíamos a este planeta?

—Mi Hermandad cree que no somos más que administradores de estas tierras. ¿Sabes lo que es un administrador?

—Como Roitiro, el padre de Yorgi. Yorgi dice que su hermana mayor será algún día la administradora de su plantación.

—Correcto. Hemos residido en algunos planetas mucho más tiempo que ninguna otra gente, pero tan sólo somos administradores.

—Si no sois las propietarias de vuestra propia Casa Capitular, ¿quién lo es entonces?

—Quizá nadie. Mi pregunta es: ¿Cómo nos hemos marcado mutuamente, mi Hermandad y este planeta?

El alzó la vista hacia el rostro de ella y luego volvió a bajarla hasta sus propias manos. ¿Acaso la Casa Capitular lo estaba marcando también a él en aquellos precisos instantes?

—La mayor parte de las marcas se hallan muy profundamente enterradas en nosotros. —Tomó su mano—. Sigamos. —Abandonaron la aromática hondonada y ascendieron hacia la propiedad de Roitiro. Odrade siguió hablando mientras caminaban.

En tales ocasiones él siempre escuchaba, haciendo tan sólo algunas preguntas ocasionales, gozando de aquellos momentos, aprendiendo cosas acerca de la Bene Gesserit, especialmente de aquella mujer de variable carácter a la que llamaba Madre.

—La Hermandad crea muy pocas veces jardines botánicos —dijo—. Los jardines tienen que servir para mucho más que para dar placer a los ojos y a la nariz.

—¿Comida?

—Sí, la necesidad primordial de nuestras vidas. Los jardines producen comida. Esa hondonada de ahí atrás será recolectada para nuestras cocinas.

Notó que sus palabras fluían en él, alojándose en su interior entre los vacíos. Tuvo la sensación de un plan con una previsión de siglos: árboles para reemplazar las vigas de los edificios, para señalar las cuencas, plantas para evitar que las orillas de los lagos y ríos se desmoronaran, para proteger el suelo de la erosión de la lluvia y el viento, para mantener las orillas del mar, e incluso dentro del agua para señalar lugares donde los peces pudieran reproducirse. La Bene Gesserit pensaba también en los árboles para proporcionar refugio, o para arrojar sombras en los prados.

—Árboles y plantas de todas clases para todas nuestras relaciones
simbióticas
—dijo.

—¿Simbióticas? —era una palabra nueva.

Ella la explicó a través de algo que sabía que él había conocido ya… yendo con los demás a buscar setas.

—Las setas crecen solamente en compañía de raíces amistosas. Cada una de ellas tiene una relación simbiótica con una planta en particular. Cada cosa que crece y se desarrolla toma algo de lo que necesita, de la otra.

Ella siguió explicando y él, aburrido por la lección, dio un puntapié a un matojo de hierba, luego vio que ella lo miraba de nuevo de aquella turbadora manera. Acababa de hacer algo ofensivo. ¿Por qué era correcto pisar una cosa que crecía y se desarrollaba y no darle un puntapié a otra?

—¡Miles! La hierba impide que el viento erosione el suelo en lugares especiales como los lechos de los ríos.

Conocía aquel tono. Una reprimenda. Bajó la vista hacia el matojo de hierba al que había ofendido.

—Esas hierbas alimentan a nuestro ganado. Algunas poseen semillas que comemos en forma de pan y otros alimentos. Algunas hierbas más fuertes sirven como guardabrisas.

¡Él ya sabía todo
aquello
! Intentando conseguir que cambiara de tema, dijo:

—¿Guardabrisas?

Ella no sonrió, y así supo que se había equivocado pensando que podía engañarla. Resignado, escuchó mientras ella proseguía con la lección.

Había raíces que penetraban muy profundamente en la tierra, dijo Odrade, para proporcionar firmeza al suelo desde muy por debajo de la superficie.

—Hubo un tiempo en que los granjeros decían que las parras y algunos arbustos tienen raíces que «llegan hasta el infierno» en busca de su agua, robándosela a las almas condenadas allí.

—¿Y creen realmente eso? —Las Censoras de la Missionaria decían que las almas eran una ilusión.

—Quizá, pero nos enseñan a no regar nunca si la planta puede sobrevivir por sí misma sin ello. Cuando no riegas los frutos crecen más dulces, más ricos en cosas que nuestros cuerpos necesitan.

De nuevo la irrigación. Trazando otra vez el camino al desierto. Ella le hizo detenerse al lado de un manzano lleno de frutos y Teg escuchó con cuidado, buscando volver a ganarse su favor.

Cuando llegara el desierto, le dijo ella, las parras, con sus raíces primarias hundiéndose varios cientos de metros, serían probablemente las últimas en desaparecer. Los huertos serían los primeros en morir.

—¿Por qué tienen que morir?

—Para dejar sitio a una forma de vida mucho más importante.

—Los gusanos de arena y la melange.

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