Casa capitular Dune (8 page)

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Authors: Frank Herbert

Tags: #Ciencia ficción

BOOK: Casa capitular Dune
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—Perdonad mi tardanza, querida dama. Fui llamado para ser interrogado por Edric, el Navegante de la Cofradía.

Aquello explicaba el olor a especia. Los Navegantes permanecían siempre bañados en el gas naranja de la melange, hasta el punto que sus rasgos quedaban a menudo ocultos por la neblina de los vapores. Lucilla casi podía visualizar la pequeña V de la boca del Navegante y el feo faldón de su nariz. Boca y nariz parecían pequeños en el gigantesco rostro de un Navegante con sus pulsantes sienes. Sabía lo amenazado que debía haberse sentido el Rabino escuchando el sonsonete del ulular de la voz del Navegante emparejado a la mecatraducción simultánea al impersonal galach.

—¿Qué deseaba?

—A vos.

—¿Acaso…?

—No lo sabe seguro, pero estoy convencido que sospecha de nosotros. De todos modos, sospecha de todo el mundo.

—¿Os han seguido?

—No necesariamente. Pueden encontrarme en cualquier momento que deseen.

—¿Qué vamos a hacer? —Se dio cuenta de que hablaba demasiado rápido, con una voz demasiado fuerte.

—Mi querida dama… —Se acercó tres pasos, y ella observó el sudor que perlaba su frente y nariz. Miedo. Podía olerlo.

—Bien, ¿de qué se trata?

—El aspecto económico tras las actividades de las Honoradas Matres… Las hemos encontrado muy interesantes.

Aquellas palabras cristalizaron los temores de Lucilla.
¡Lo sabía! ¡Está vendiéndome!

—Como sabéis muy bien las Reverendas Madres, siempre hay grietas en los sistemas económicos.

—¿Sí? —muy cautelosamente.

—La supresión incompleta del comercio de cualquier producto incrementa siempre los beneficios del comerciante, especialmente los beneficios de los últimos distribuidores. —Su voz era ominosamente vacilante—. Ese es el error de pensar que puedes controlar los narcóticos indeseados deteniéndolos en tus fronteras.

¿Qué estaba intentando decirle? Sus palabras describían hechos elementales conocidos incluso para las acólitas. El incremento de los beneficios era siempre usado para comprar rutas de entrada seguras más allá de los guardias fronterizos, a menudo comprando a los propios guardias.

¿Ha comprado a servidores de las Honoradas Matres? Estoy segura de que no cree poder hacerlo con la suficiente seguridad.

Aguardó mientras él ordenaba sus pensamientos, formando a todas luces una presentación que creía poder ganar la aceptación de ella.

¿Por qué dirigía su atención hacia los guardias fronterizos? Eso era lo que había hecho, con toda seguridad. Los guardias siempre tenían preparada una racionalización para traicionar a sus superiores, por supuesto. «Si no lo hago yo, lo hará cualquier otro». Estaba además el ineludible hecho de que los guardias se volvían muy pronto cínicos con el conocimiento de la forma en que sus superiores eran quienes primero elegían lo que deseaban guardarse para sí mismos. Todo aquello estaba basado principalmente en la tributación.

Deja pasar solamente aquellas cosas sobre las que puedas cargar tranquilamente un impuesto sin preocupar a aquellos que te apoyan.

(Es decir, aquellas cosas sobre las cuales era posible recaudar el impuesto).

Los contrabandistas eran meros moscardones en todo aquel asunto. El objetivo real era mantener a un mínimo manejable las importaciones no deseadas.

—Siempre hay los comisionistas del poder —dijo el Rabino.

Ella pensó que iba a decir algo más pero, de nuevo, el hombre vaciló.

¿Los comisionistas del poder?
La gente en la cúspide sabía muy bien que no se podían erigir barreras perfectas en sus fronteras. De todos modos, sabían que podían conseguir un respaldo importante a su propio empleo prometiendo barreras perfectas. Otra gran ilusión. Los guardias sabían que habría muy pocos de ellos si se permitía a los artículos indeseados cruzar las fronteras sin ninguna interferencia excepto un control mínimo.

¿Soy yo un artículo indeseado?

Se atrevió a tener esperanzas.

El Rabino carraspeó. Era evidente que había encontrado las palabras que deseaba y las había colocado en su orden correspondiente.

—No creo que haya ninguna forma de sacaros de Gammu viva.

No había esperado una condena tan franca.

—Pero…

La información que lleváis con vos, en cambio, es otro asunto.

¡Así que eso era lo que había tras aquel enfoque de las fronteras y los guardias!

—No comprendéis, Rabino. Mi información no es tan sólo unas cuantas palabras y algunas advertencias. —Se golpeó la frente con un dedo—. Aquí hay muchas vidas preciosas, gran cantidad de experiencias irreemplazables, unos conocimientos tan vitales que…

—Ahhh, pero si lo comprendo, querida dama. Nuestro problema es que vos no comprendéis.

¡Siempre esas referencias a la comprensión!

—Es de vuestro honor de lo que dependo en este momento —dijo el hombre.

¡Ahhh, la legendaria honestidad y confianza de la Bene Gesserit cuando hemos empeñado nuestra palabra!

—Sabéis que moriré antes que traicionaros —dijo ella.

El abrió las manos en un gesto amplio y casi impotente.

—Tengo plena confianza en ello, querida dama. La cuestión no es de traición, sino de algo que nunca antes hemos revelado a vuestra Hermandad.

—¿Qué estáis intentando decirme? —Muy perentoriamente, casi con la Voz (que le habían advertido no intentara usar con aquellos judíos).

—Debo arrancaros una promesa. Necesito vuestra palabra de que no os volveréis contra nosotros a causa de lo que voy a revelaros. Tenéis que prometerme aceptar mi solución a vuestro dilema.

—¿Sin saber cuál es?

—Simplemente porque yo os lo pido y os aseguro que hacemos honor a nuestro compromiso con vuestra Hermandad.

Lo miró fijamente, intentando ver a través de aquella barrera que el hombre había levantado entre los dos. Sus reacciones superficiales podían leerse, pero no aquello misterioso que había bajo su inesperado comportamiento.

El Rabino aguardó a que aquella temible mujer alcanzara su decisión. Las Reverendas Madres siempre lo ponían nervioso. Sabía cuál debía ser su decisión, y sentía lástima por ella. Se daba cuenta de que ella podía leer esa lástima en su expresión. Sabían tanto y tan poco. Sus poderes eran manifiestos. ¡Y su conocimiento del Israel Secreto tan peligroso!

Tenemos con ellas esta deuda, sin embargo. No pertenece a los Elegidos, pero una deuda es una deuda. El honor es el honor. La verdad es la verdad.

La Bene Gesserit había preservado al Israel Secreto en muchas horas de necesidad. Y un pogrom era algo que su pueblo conocía sin demasiadas explicaciones. El pogrom era algo que embebía la psique del Israel Secreto. Y gracias a lo
Inexpresable
, el pueblo elegido nunca olvidaría. No más de lo que ellas pudieran olvidar.

La memoria, mantenida fresca a través del ritual diario (con énfasis periódicos en la participación comunal), arrojaba un halo resplandeciente sobre lo que el Rabino sabía que debía hacer. ¡Y esta pobre mujer! Ella también estaba atrapada por las memorias y las circunstancias.

¡En el caldero! ¡Los dos estamos en él!

—Tenéis mi palabra —dijo Lucilla.

El Rabino se volvió hacia la única puerta de la habitación y la abrió. Una mujer vieja llevando una larga túnica marrón permanecía de pie al otro lado. Entró a un gesto del Rabino. Llevaba el pelo del color de la madera vieja atado en un moño en la parte de atrás de su cabeza. Su rostro era reseco y arrugado, tan oscuro como las almendras tostadas. ¡Los ojos, sin embargo! ¡Totalmente azules! Y aquella dureza de acero dentro de ellos…

—Esta es Rebecca, una de las nuestras —dijo el Rabino—. Como sin duda podéis ver, ha hecho algo peligroso.

—La Agonía —susurró Lucilla.

—Lo hizo hace mucho, y nos sirve bien. Ahora os servirá a vos.

Lucilla tenía que estar segura.

—¿Puedes Compartir?

—Nunca lo he hecho, mi dama, pero sé lo que es. —Mientras hablaba, Rebecca se acercó a Lucilla y se detuvo cuando estaban casi tocándose.

Se inclinaron la una hacía la otra hasta que sus frentes entraron en contacto. Sus manos se adelantaron y se posaron en los ofrecidos hombros de la otra.

Mientras sus mentes encajaban, Lucilla forzó la proyección de un pensamiento:

—¡Debes transmitir esto a mis Hermanas!

—Lo prometo, mi dama.

No podía haber engaño en su fusión total de las mentes, su definitiva sinceridad accionada por la inminencia y la certeza de la muerte o la venenosa esencia de melange que los antiguos Fremen habían llamado correctamente «la pequeña muerte». Lucilla aceptó la promesa de Rebecca. Aquella loca Reverenda Madre de los judíos empeñaba su vida en su palabra. ¡Y algo más! Lucilla jadeó cuando lo vio. El Rabino tenía intención de venderla a las Honoradas Matres. El conductor del transporte de productos agrícolas había sido uno de sus agentes enviado para confirmar que había realmente una mujer con la descripción de Lucilla en la granja.
¡Nada más retorcido que eso!

La sinceridad de Rebecca no dejó escapatoria a Lucilla:

«Es la única forma en que podemos salvarnos y mantener nuestra credibilidad».

¡De modo que era por eso por lo que el Rabino le había hecho pensar en guardias y en intermediarios del poder!
Sagaz, sagaz. Y yo he aceptado como él sabía que lo haría.

Capítulo VII

No podéis manipular una marioneta con tan sólo una cuerda.

El Látigo Zensunni

La Reverenda Madre Sheeana estaba de pie junto a su tarima de escultura, con su moldeador de uñas grises en forma de garras cubriendo sus manos como unos exóticos guantes. El negro sensiplaz en la tarima había estado tomando forma bajo sus manos durante casi una hora. Se sentía cerca de la creación que busca la realización, y que brotaba de un lugar salvaje en su interior. La intensidad de la fuerza creativa hacía temblar su piel, y se preguntaba si los que pasaban por el salón a su derecha no lo captarían. La ventana septentrional de su sala de trabajo dejaba pasar una luz grisácea a sus espaldas, y la ventana occidental resplandecía con el naranja del atardecer del desierto.

Prester, la asistenta menor de Sheeana allá en la Estación de Vigilancia del Desierto, se había detenido en el umbral hacía unos minutos, pero toda la estación sabía muy bien que era mejor no interrumpir a Sheeana en su trabajo.

Retrocediendo un paso, Sheeana apartó un mechón de pelo castaño con reflejos de sol de su frente con el dorso de una mano. El negro plaz se erguía frente a ella como un desafío, con sus curvas y planos casi encajando con la forma que ella sentía en su interior.

V
engo aquí a crear cuando mis miedos son mayores,
pensó. Aquel pensamiento ahogó sus impulsos creativos, y redobló sus esfuerzos para completar la escultura. Sus garrudas manos moldeadoras se clavaron y rasgaron el plaz, y la negra forma siguió cada intrusión como una ola agitada por un enloquecido viento.

La luz de la ventana del norte iba disminuyendo, y los automatismos la compensaron con un globo amarillo-grisáceo que flotaba en una esquina del techo, pero no era lo mismo. ¡No era lo mismo!

Sheeana se apartó de su trabajo. Cerca… pero no lo suficientemente cerca. Casi podía tocar la forma dentro de ella y sentirla agitarse en su pugna por nacer. Pero el plaz no se ajustaba a ella. Un rasgante golpe con su mano derecha lo redujo a una informe masa negra en la tarima.

¡Maldición!

Se quitó bruscamente los moldeadores y los dejó caer en un estante junto a la tarima de escultura. El horizonte más allá de la ventana occidental seguía mostrando una débil franja anaranjada. Desvaneciéndose aprisa, del mismo modo que ella sentía desvanecerse su ansia creadora.

Avanzó a largas zancadas hacia la ventana de poniente, a tiempo para ver regresar a los últimos equipos de búsqueda del día. Sus luces de aterrizaje eran aleteantes luciérnagas allá al sur, donde se había establecido un aeródromo temporal en el sendero de las avanzantes dunas. Podía ver por la forma lenta en que descendían los tópteros que no habían encontrado manchas de especia u otros signos de que los gusanos de arena estuvieran al fin desarrollándose a partir de las truchas de arena plantadas allí.

Soy la pastora de unos gusanos que tal vez nunca lleguen.

La ventana le devolvió un oscuro reflejo de sus rasgos. Podía ver claramente dónde la Agonía de la Especia había dejado sus marcas. La esbelta muchacha expósita de bronceada piel de Dune se había convertido en una mujer alta, más bien austera. Pero su cabello castaño aún insistía en escapar de la apretada toca en su nuca. Y podía ver el salvajismo de siempre en sus ojos totalmente azules. Otros podían verlo también. Y ése era el problema, la fuente de algunos de sus miedos.

Parecía no haber freno para la Missionaria en su preparación para
nuestra Sheeana
.

Si los gigantescos gusanos de arena se desarrollaban… ¡Shai-Hulud regresaría! Y la Missionaria Protectiva de la Bene Gesserit estaba preparada para lanzarla hacia una desprevenida humanidad preparada para la adoración religiosa. El mito convertido en realidad… exactamente del mismo modo en que ella intentaba convertir aquella escultura en una realidad.

¡La Sagrada Sheeana! ¡El Dios Emperador es su esclavo! ¡Ved como los sagrados gusanos de arena la obedecen! ¡Leto ha regresado!

¿Influenciaría aquello a las Honoradas Matres? Probablemente. Al menos le rendían un hipócrita servicio al Dios Emperador en su nombre de Guldur.

Aunque no era probable que siguieran a la «Sagrada Sheeana» excepto en hazañas sexuales. Sheeana sabía muy bien que su propio comportamiento sexual, ultrajante incluso para los estándares de la Bene Gesserit, era una forma de protesta contra aquel papel que la Missionaria intentaba imponerle. La excusa de que ella tan sólo pulía a los machos entrenados en el sometimiento sexual por Duncan Idaho era tan sólo eso… una excusa.

Bellonda sospecha
.

La Mentat Bell era un peligro constante para las hermanas que se salían de la norma. Y ésa era una de las importantes razones por las cuales Bell mantenía su poderosa posición en el Alto Consejo de la Hermandad.

Sheeana se apartó de la ventana y se dejó caer sobre el cubrecama naranja y ocre de su camastro. Directamente frente a ella, un enorme dibujo en blanco y negro mostraba a un gigantesco gusano cerniéndose sobre una pequeña figura humana.

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