Casa capitular Dune (5 page)

Read Casa capitular Dune Online

Authors: Frank Herbert

Tags: #Ciencia ficción

BOOK: Casa capitular Dune
7.7Mb size Format: txt, pdf, ePub

En una sociedad Bene Gesserit donde cualquier forma de amor era sospechosa, aquél era el secreto más íntimo de Odrade.

En mis raíces, soy feliz conmigo misma. No me importa estar sola.
Pese a que ninguna Reverenda Madre estaba nunca realmente sola después de que la Agonía de la Especia la inundara con las Otras Memorias.

Pero Mamá Sibia y, sí, Papá también, actuando in loco parentis para la Bene Gesserit, habían impreso una profunda fuerza a su pupila durante aquellos años de ocultación. Las Reverendas Madres únicamente habían tenido que ampliar aquella fuerza.

Las Censoras habían intentado desarraigar el «profundo deseo de afinidades personales» de Odrade, pero al final habían fracasado, no completamente seguras de haber fracasado pero siempre sospechándolo. Finalmente la habían enviado a Al Dhanab, un lugar deliberadamente mantenido como una imitación de lo peor de Salusa Secundus, a fin de ser condicionado como un planeta de constante prueba. Un lugar peor que Dune en algunos aspectos: altos farallones y resecas gargantas, vientos ardientes y vientos helados, muy poca humedad y demasiada. La Hermandad lo consideraba como un terreno de pruebas para aquellos destinados a sobrevivir en Dune. Pero nada de aquello había alcanzado aquel secreto núcleo en el interior de Odrade. La Hija del Mar permanecía intacta.

Y ahora es la Hija del Mar la que me está avisando.

¿Era un aviso presciente?

Siempre había poseído aquella
pizca de talento
, aquel ligero prurito que la avisaba de un peligro inmediato para la Hermandad. Los genes Atreides le recordaban su presencia. ¿Había una amenaza contra la Casa Capitular? No… aquel prurito que no podía alcanzar decía que eran otras las que estaban en peligro. Pero que era algo importante, de todos modos.

¿Lampadas?
Su pizca de talento no podía decirlo.

Las Amantes Procreadoras habían intentado borrar aquella peligrosa presciencia de su línea Atreides, pero con un éxito limitado. «¡No correremos el riesgo de otro Kwisatz Haderach!» Conocían aquella peculiaridad en su Madre Superiora, pero la difunta predecesora de Odrade, Taraza, había aconsejado «un cauteloso uso de su talento». Taraza sustentaba la opinión de que la presciencia de Odrade funcionaba únicamente para advertir de peligros a la Bene Gesserit.

Odrade compartía aquella opinión. Experimentaba momentos indeseados en los cuales entreveía amenazas. Meros atisbos. Y últimamente soñaba.

Era un sueño vívido y recurrente, con cada uno de sus sentidos sintonizado a la inmediatez de lo que ocurría en su mente. Caminaba cruzando un abismo por una cuerda floja y alguien (no se atrevía a volverse para ver quién) avanzaba por detrás de ella con un hacha para cortar la cuerda. Podía sentir el áspero enrollado de las fibras de la cuerda bajo sus pies desnudos. Podía sentir el soplo de un frío viento, un olor a quemado en aquel viento. ¡Y
sabía
que el del hacha se estaba acercando!

Cada peligroso paso requería todas sus energías. ¡Un paso! ¡Otro paso! La cuerda oscilaba y ella tendía los brazos rígidos a cada lado, luchando por mantener el equilibrio.

¡Si caigo, caerá la Hermandad!

La Bene Gesserit terminaría en el abismo que se abría debajo de la cuerda. Como todas las cosas vivientes, la Hermandad terminaría algún día. Ninguna Reverenda Madre se atrevía a negar aquello.

Pero no aquí. No cayendo, con la cuerda cortada. ¡No podemos permitir que la cuerda sea cortada! Debo haber conseguido cruzar el abismo antes de que el del hacha llegue. «¡Debo! ¡Debo!»

El sueño terminaba siempre allí, con su propia voz resonando en sus oídos mientras se despertaba en su dormitorio. Helada. Sin sudar. Incluso en la angustia de una pesadilla, las restricciones Bene Gesserit no permitían excesos innecesarios.

¿Acaso el cuerpo no necesita sudar? No, el cuerpo no necesita sudar.

Podía sentir la temperatura de la habitación. En absoluto fría. Era una reacción subjetiva al viento cruzando el abismo del sueño. Los cuerpos helados no sudan.

Mientras permanecía sentada en su cuarto de trabajo recordando el sueño, Odrade sintió las profundidades de la realidad tras aquella metáfora de una delgada cuerda:
El delicado hilo mediante el cual arrastro el destino de mi Hermandad.
La Hija del Mar captaba la proximidad de la pesadilla e interfería con imágenes de aguas ensangrentadas. Aquella no era una advertencia trivial. Era ominosa. Deseaba ponerse en pie y gritar: «¡Dispersaos entre los bosques, hermanas mías! ¡Corred! ¡Corred!»

¡Y que sus gritos no alertaran a las vigilantas!

Los deberes de una Madre Superiora requerían que disimulara sus temores y actuara como si nada importase excepto las decisiones formales que tenía frente a ella. ¡Había que evitar el pánico! Eso no significaba que ninguna de sus decisiones inmediatas fueran realmente triviales en aquellos tiempos. Pero había que permanecer tan tranquila como si lo fueran.

¡Calma, calma, calma!

Algunas de sus pollitas ya estaban corriendo, desvaneciéndose en lo desconocido. Vidas compartidas en las Otras Memorias. El resto de sus pollitas allá en la Casa Capitular sabrían cuándo había que correr.
Cuando seamos descubiertas.
Su comportamiento sería dirigido entonces por las necesidades del momento. Todo lo que importaba realmente era su soberbio adiestramiento. Aquella era la preparación en la que más podían confiar.

Podía tomar razonables precauciones, enviar sus huevos a aquella infinita Dispersión donde se habían originado las Honoradas Matres, pero el
huevo
que importaba realmente permanecía allí en la Casa Capitular. Los Archivos podían ser reproducidos (y lo habían sido). Las Otras Memorias persistían.

Cada nueva célula Bene Gesserit, fuera donde fuese al final, estaba preparada del mismo modo que la Casa Capitular: destrucción total antes que sometimiento. El aullante fuego englobaría al mismo tiempo preciosa carne y grabaciones. Todo lo que el captor encontraría serían restos inservibles, retorcidos jirones mezclados con cenizas.

Algunas Hermanas de la Casa Capitular quizá pudieran escapar. Pero luchar en el momento del ataque… ¡qué futilidad!

De todos modos, había gente clave compartiendo las Otras Memorias. Preparación. La Madre Superiora la evitaba.
¡Razones morales!

¿Adónde correr?
Aquella era la auténtica cuestión. Si las Honoradas Matres capturaban al ghola-Idaho o al ghola-Teg, quizá ya nunca hubiera ningún otro lugar donde ocultarse para ninguna de ellas.

Una rabiosa frustración le hizo exclamar:

¡Hubiéramos debido matar a Idaho al momento mismo en que lo tuvimos con nosotras! Nunca hubiéramos debido permitir que naciera el ghola-Teg.

Tan sólo los miembros de su Consejo, sus más inmediatas asesoras y algunas de las guardianas compartían sus sospechas. Tenían sus propias reservas. Ninguna de ellas se sentía realmente segura acerca de aquellos dos gholas, ni siquiera tras minar la no-nave, haciéndola vulnerable al ardiente fuego.

En aquellas últimas horas tras su heroico sacrificio, ¿había sido Teg capaz de ver lo invisible (incluidas las no-naves)?
¿Cómo supo donde encontrarnos en aquel desierto de Dune?

Y si Teg podía hacerlo, era probable que el peligrosamente talentoso Duncan Idaho, con sus incontables generaciones de acumulados (y desconocidos) genes Atreides, pudiera hallar también el secreto.

¿Y no podría yo también?

Con una repentina e impresionante penetración, Odrade se dio cuenta por primera vez de que Tamalane y Bellonda observaban a su Madre Superiora con los mismos temores con los que Odrade observaba a los dos gholas.

El saber simplemente que podía hacerse —que un ser humano podía ser sensibilizado a detectar las no-naves y las otras formas de protección similares— causaba un efecto desequilibrador en su universo. Aquello situaría sin la menor duda a las Honoradas Matres en un sendero imparable. Había una incontable descendencia de Idaho suelta por el universo. Siempre se había quejado de que él no era «ningún maldito semental al servicio de la Hermandad», pero pese a todo había actuado así para la Bene Gesserit en multitud de ocasiones.

Siempre pensaba que lo estaba haciendo por voluntad propia. Y quizá fuera cierto.

Cualquier línea genética principal de los Atreides podía poseer aquel talento que el Consejo sospechaba había empezado a florecer en Teg.

El abismo bajo su delgada cuerda contenía agudas púas.

Las Otras Memorias añadían advertencias al clamor.
La realidad-sueño es la realidad-tiempo.
Podía oír las palabras de Dama Jessica dichas hacía mucho tiempo a su hijo, Paul Muad’Dib:

—¿Es esa la forma en que te enseñaron?

El recuerdo de aquellas palabras devolvió su consciencia al cuarto de trabajo.

¿Qué había sido de los meses y los años transcurridos? ¿Y de los días? Otra nueva cosecha, y la Hermandad seguía aún en aquella terrible prisión. Odrade se dio cuenta de que era ya media mañana. Los sonidos y olores de Central llegaron claros hasta ella. Gente ahí afuera en el pasillo. Pollo con coles cociéndose en la cocina comunal. Todo normal.

¿Qué era normal para alguien que se sumergía en imágenes de agua incluso durante sus momentos de trabajo? La Hija del Mar no podía olvidar Gammu, los colores, el aroma de las algas oceánicas arrastrado por la brisa, el ozono que daba intensidad a cada bocanada de aire que se respiraba, y la espléndida libertad de todos aquellos que la rodeaban, hecha evidente por la forma en que caminaban y hablaban. Las conversaciones allá en el mar tenían una profundidad que ella nunca había sondeado. Incluso la mera charla ociosa tenía sus elementos subterráneos allí, un ritmo oceánico que fluía con las corrientes que circulaban por debajo de ellos.

Odrade se sintió forzada a recordar su propio cuerpo flotando en aquel mar de su infancia. Necesitaba recapturar las fuerzas que había conocido allí, recibir las cualidades fortalecedoras que había aprendido en tiempos más inocentes.

Boca abajo en la salada agua, conteniendo la respiración durante tanto tiempo como le era posible, flotaba ahora en un límpido mar que lavaba todos sus pesares. Veía la tensión de su cargo reducida a sus esencias. Una gran calma fluyó en su interior.

Floto, luego existo.

La Hija del Mar advertía y la Hija del Mar restituía. Sin siquiera admitirlo, había necesitado desesperadamente la restitución.

Odrade había contemplado su propio rostro reflejado en una de las ventanas de su cuarto de trabajo la noche anterior, impresionada por la forma en que la edad y las responsabilidades, combinadas con la fatiga, habían hundido sus mejillas y curvado hacia abajo las comisuras de su boca: sus sensuales labios eran más finos, las suaves curvas de su rostro se habían alargado. Tan sólo sus ojos completamente azules seguían brillando con su habitual intensidad, y seguía siendo alta y musculosa.

Movida por un impulso, Odrade tecleó los símbolos de llamada y contempló la proyección que se formó encima de la mesa: la no-nave posada en el suelo del espaciodromo de la Casa Capitular… visible a los ojos en aquel modo inmóvil pero invisible a cualquier buscador presciente y a los instrumentos que estimulaban este talento.

Allí estaba asentada sobre el suelo, una enorme masa de misteriosa maquinaria, separada del Tiempo. Deforme y grotesca.
Una esperaría que una cosa así fuera tan lisa como un huevo, pero no lo es.
La proyección mostraba un loco conglomerado de exóticas formas, protuberancias y huecos sin ningún propósito aparente.

A lo largo de los años de su semi-sueño, había formado una enorme depresión en la llanura de aterrizaje, alojándose casi en ella. Era como una enorme protuberancia, con sus motores pulsando tan sólo lo suficiente como para mantenerla oculta de los buscadores prescientes (especialmente los Navegantes de la Cofradía, que sentirían un regocijo especial vendiendo a la Bene Gesserit). El modo estacionario de la no-nave no era suficiente para fundirla en el entorno visual… imitando polvo, rocas y piedras.
Más bien imitando a una montaña.

¿Por qué había llamado a aquella imagen precisamente en aquel momento?

Debido a que las tres personas confinadas allí: Scytale, el último Maestro tleilaxu superviviente, y Murbella y Duncan Idaho, la pareja sexualmente ligada, tenían tan atrapada a la Hermandad como ellas mismas estaban atrapadas por la no-nave.

Nada de esto es simple.

Raras veces había explicaciones simples para ninguna de las empresas importantes de la Bene Gesserit. La no-nave y su mortal contenido podía ser clasificado tan sólo como un esfuerzo importante. Y costoso. Muy costoso en energía, incluso en modo latente.

Las cifras de control de todo aquel gasto hablaban de crisis de energía. Esa era una de las preocupaciones de Bell. Podía oírlo claramente en su voz incluso cuando pretendía ser objetiva: «¡Hemos llegado al hueso, ya no queda más carne que cortar!» Toda la Bene Gesserit sabía que los atentos ojos de Contabilidad estaban clavados allí por aquel entonces, criticando el desperdicio de vitalidad de la Hermandad.

Bellonda penetró en el cuarto de trabajo sin anunciarse, con un fajo de grabaciones de cristal riduliano bajo su brazo izquierdo. Caminaba como si odiara el suelo, pisándolo de la misma forma que si estuviera diciéndole: «¡Toma esto! ¡Esto!» pateando el suelo debido a que era culpable de hallarse bajo sus pies.

Odrade sintió una opresión en su pecho cuando vio la expresión en los ojos de Bell. Las grabaciones ridulianas resonaron fuertemente cuando Bellonda las arrojó sobre la mesa.

—¡Lampadas! —dijo Bellonda, y había agonía en su voz.

Odrade no necesitó abrir el fajo.
La ensangrentada agua de la Hija del Mar se había hecho realidad.

—¿Supervivientes? —su voz sonó cansada.

—Ninguno. Bellonda se dejó caer en la silla-perro que estaba junto a la mesa de Odrade.

Entonces entró Tamalane y se sentó al lado de Bellonda. Ambas parecían agotadas.

Ningún superviviente.

Odrade se permitió un breve estremecimiento que recorrió desde su pecho hasta las plantas de sus pies. No le importó que las otras vieran una reacción tan reveladora. Su cuarto de trabajo había visto comportamientos peores de las Hermanas.

Other books

Death by Chocolate by G. A. McKevett
Lone Heart Pass by Jodi Thomas
Heart and Sole by Miranda Liasson
Stonecast by Anton Strout
The China Governess by Margery Allingham
Dead Canaries Don't Sing by Cynthia Baxter