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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico, Novela

Casa desolada (10 page)

BOOK: Casa desolada
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De uno de los estantes le saltó al hombro una gran gata gris, que nos asustó a todos.

—¡Eh! Enséñales lo bien que arañas. ¡Eh! ¡A rascar, milady! —dijo su amo.

La gata se bajó de un salto y destrozó un montón de trapos con sus garras de tigresa, y con un ruido que me hizo rechinar los dientes.

—Lo mismo le haría a una persona si se lo ordenara —dijo el viejo—. Entre otras cosas generales, comercio en pieles de gato, y me ofrecieron la de ésta. Como verán, tiene una piel muy buena, pero no quise que se la quitaran. ¡Ahora, eso sí que no es práctica de la Cancillería, les advierto!

Mientras decía todo aquello nos había hecho cruzar el comercio, y ahora abrió una puerta que había al fondo y que llevaba a la entrada de la casa. Mientras él se quedaba inmóvil con la mano en la cerradura, la ancianita observó cortésmente antes de entrar:

—Basta, Krook. Tus intenciones son buenas, pero cansas. Mis jóvenes amigos tienen prisa. Yo tampoco tengo tanto tiempo, pues tengo que ir en seguida a los Tribunales. Mis jóvenes amigos son los pupilos de Jarndyce.

—¡Jarndyce! —exclamó el viejo, sobresaltado.

—Jarndyce y Jarndyce. El gran pleito, Krook —replicó su inquilina.

—¡Eh! —exclamó el viejo con tono de asombro y con los ojos más abiertos que nunca—. ¡Quién lo iba a pensar!

Parecía haberse quedado tan absorto de repente, y nos miraba con tanta curiosidad, que Richard dijo:

—¡Pero si parece que se preocupa usted mucho por las causas que entiende su noble y erudito hermano, el otro Canciller!

—¡Sí! —dijo el otro, distraído—. ¡Claro! Y usted se llamaría…

—Richard Carstone.

—Carstone —repitió, registrando lentamente aquel nombre con el índice, y contando después por separado con los dedos cada uno de los otros nombres que iba mencionando—. Sí. Alguien se llamaba Barbary, y alguien Clare, y creo que también alguien Dedlock.

—¡Sabe tanto de la causa como el Canciller de verdad, el profesional! —exclamó Richard, asombradísimo, dirigiéndose a Ada y a mí.

—¡Sí! —dijo el viejo, saliendo lentamente de su abstracción—. ¡Sí! Tom Jarndyce…, ustedes me perdonarán, que son sus parientes, pero en los Tribunales todos lo llamaban así, y lo conocía igual de bien —con un leve gesto hacia su inquilina— como a ella ahora. Tom Jarndyce venía mucho por aquí. Tenía la costumbre de pasearse arriba y abajo cuando se estaba oyendo la causa, o cuando eso se esperaba, y hablaba con los tenderos y les decía que les pasara lo que les pasara nunca fuesen a la Cancillería. «Porque», decía, «es como que lo muelan a uno en pedacitos en un molino lento, es como que lo asen a fuego lento, es como morir de las picaduras de una sola abeja; es como irse ahogando a gotas; es como ir enloqueciendo a pequeñas dosis». Casi se suicida ahí mismo, donde está esta señorita.

Escuchamos horrorizados.

—Entró por esa puerta —dijo el anciano, indicando lentamente un camino imaginario por su establecimiento— el día que lo hizo…, y todo el vecindario llevaba meses diciendo que iba a hacerlo sin duda, tarde o temprano, y va y llega aquel día a la puerta y pasa por ahí, y se sienta en un banco que había ahí y me pidió (comprenderán que entonces yo era mucho más joven) que le trajera una pinta de vino. «Pues, Krook», va y me dice, «estoy muy deprimido; vuelve a oírse mi causa, y creo que estoy más cerca que nunca de la sentencia». No me gustaba la idea de dejarle a solas, y le convencí de que viniera a la taberna de ahí enfrente, al otro lado de mi calle (quiero decir la Calle de la Cancillería), y le seguí y miré por la ventana y ahí le vi, lo más cómodo que parecía, en el sillón junto a la chimenea, y con compañía. Casi ni había vuelto yo aquí cuando oigo un disparo que resuena desde la taberna. Me eché a correr…, todos los vecinos se echaron a correr…, seríamos veinte, y todos gritando al tiempo: «¡Tom Jarndyce!»

El viejo se interrumpió, se nos quedó mirando, contempló el farol, apagó la llama de un soplo y cerró el farol.

—Teníamos razón, no hace falta que se lo diga a los aquí presentes. ¡Eh! Y, claro, aquella tarde todos los vecinos fuimos al Tribunal cuando se oyó la causa. ¡Cómo hacían, mi noble y erudito hermano y todos los demás, las mismas ceremonias de siempre, haciendo como que no se habían enterado del último dato de la causa, o como si, ¡Dios mío!, no tuvieran nada que ver con aquello, como si no supieran nada de nada!

Ada se había quedado pálida como la cera, y Richard estaba igual. Yo tampoco podía extrañarme, a juzgar por mis propias emociones, y eso que yo no era parte en la causa, de que para unos corazones tan jóvenes e inexpertos fuera tamaño golpe recibir la herencia de una desgracia tan antigua, que provocaba en mucha gente recuerdos tan horrorosos. Otra cosa que me inquietaba era la forma en que aquel relato terrible podía afectar a la pobrecilla medio loca que nos había llevado allí, pero, para gran sorpresa mía, parecía perfectamente inconsciente de ello, y lo único que hizo fue volver a mostrarnos el camino por la escalera, informándonos con la tolerancia que un ser superior siente por los defectos del común de los mortales, de que su casero estaba «un poco… L mayúscula…, ¡ya saben ustedes!».

Vivía en el alto de la casa, en una habitación bastante amplia, desde la cual se veía un poco de Lincoln’s Inn Hall. Parecía que ése había sido el principal atractivo inicial para ella cuando decidió irse a vivir allí. Podía mirarlo, dijo, de noche; especialmente cuando había luna. Su aposento estaba limpio, pero muy, muy desnudo. Advertí que tenía el mínimo de necesidades en materia de muebles; unas cuantas estampas sacadas de libros, de cancilleres y procuradores, pegadas en la pared, y media docena de ridículos y de estuches de labor «llenos de documentos», según nos informó. No había carbón en la chimenea, ni tampoco ceniza, y no vi por ninguna parte ni una prenda de vestir, ni nada de comida. En un vasar en una fresquera abierta había uno o dos platos y una o dos tazas y demás, pero todo seco y vacío. Su delgadez tenía un sentido más triste, pensé al mirar en torno a mí, de lo que había creído yo en un principio.

—Es un gran honor para mí —dijo nuestra pobre anfitriona, con la mayor gentileza— recibir esta visita de los pupilos de Jarndyce. Y agradezco mucho el augurio. Éste es un lugar muy tranquilo. Considerando que mis medios son limitados. Debido a la necesidad de estar atenta al Canciller. Vivo aquí desde hace muchos años. Paso los días en los Tribunales; las tardes y las noches aquí. Las noches me resultan largas, pues duermo poco y pienso mucho. Claro que eso es inevitable cuando se está en Cancillería. Lamento no poder ofrecerles chocolate. Espero un fallo en breve, y entonces mis aposentos serán de calidad superior. Actualmente no tengo objeción en confesar a los pupilos de Jarndyce (en estricta confianza) que a veces encuentro difícil mantener las apariencias. He sentido el frío aquí. He sentido algo más agudo que el frío. Importa poco. Les ruego excusen la introducción de tan mezquinos temas.

Retiró parcialmente la cortina de la ventana larga y baja de la buhardilla y señaló a nuestra atención varias jaulas que colgaban de ella, algunas de las cuales contenían varios pájaros. Había ruiseñores, gorriones y jilgueros, 20 por lo menos.

—Empecé a tener estos animalitos —dijo— con un objetivo que los pupilos comprenderán fácilmente. Con la intención de devolverles la libertad. Cuando se dicte mi sentencia. ¡Sí! Pero mueren en prisión. Sus vidas, pobrecillos, son tan breves en comparación con los procedimientos en Cancillería que, uno por uno, ha ido muriendo toda la colección, una y otra vez. ¿Saben ustedes que dudo si alguno de éstos, aunque todos son jóvenes, vivirá para volver a ser libre? Es muy entristecedor, ¿no?

Aunque a veces hacía una pregunta, nunca parecía esperar una respuesta, sino que seguía hablando como si tuviera la costumbre de hacerlo aunque no hubiera nadie presente.

—De hecho —continuó diciendo—, a veces dudo mucho, les aseguro, de si mientras sigan las cosas sin solventar, y prevalezca el sexto o Gran Sello, no es posible que un día me encuentren a mí aquí, yacente muda y sin sentido, igual que he encontrado yo a tantos pájaros.

Richard, en respuesta a lo que vio en la mirada compasiva de Ada, aprovechó la oportunidad para poner algo de dinero, en silencio y sin que ella lo viera, en la repisa de la chimenea. Todos nos acercamos a las jaulas, fingiendo que estudiábamos los pájaros.

—No puedo dejar que canten mucho —dijo la ancianita—, porque (aunque les parezca curioso) me confunde la idea de que estén cantando mientras yo sigo los alegatos en los tribunales. ¡Y necesito tener la cabeza tan clara, saben! Otra vez les diré cómo se llaman. Ahora no. En un día de tan buen augurio pueden cantar todo lo que quieran. En homenaje a la juventud —con una sonrisa y una reverencia—, a la esperanza —una sonrisa y una reverencia—, y a la belleza —una sonrisa y una reverencia—. ¡Hale! Vamos a dejar que entre toda la luz.

Los pájaros empezaron a agitarse y a trinar.

—No puedo dejar que entre mucho aire —dijo la ancianita (olía a cerrado, y mejor hubiera sido que sí)—, porque la gata que vieron ustedes abajo, la llamada Lady Jane, está loca por matarlos. Se pasa agazapada horas y horas en el parapeto. He descubierto —con un susurro de misterio— que su crueldad natural se ve aguzada por un temor celoso de que ellos recuperen la libertad. Debido al fallo que espero se dicte en breve. Es astuta y está llena de malicia. A veces casi creo que no es una gata, sino el lobo del viejo refrán. Es tan difícil no verle las orejas.

Unas campanas vecinas recordaron a la pobrecilla que eran las nueve y media y nos sirvieron de más para poner fin a nuestra visita que cualquier cosa que hubiéramos podido hacer nosotros. Tomó apresuradamente su bolsita de documentos, que había puesto en la mesa cuando llegamos, y nos preguntó si íbamos también a los tribunales. Cuando le dijimos que no, y que no queríamos en absoluto entretenerla, abrió la puerta para acompañarnos abajo.

—Con este augurio es todavía más necesario que nunca estar presente antes de que llegue el Canciller —dijo—, porque podría mencionar mi caso en primer lugar. Tengo el presentimiento de que es lo primero que va a mencionar esta mañana.

Se detuvo a decirnos en un susurro, mientras bajábamos, que toda la casa estaba llena de maderas extrañas que su casero había ido comprando y que no quería vender, porque estaba un poco L mayúscula. Eso fue en el primer piso. Pero antes había hecho una parada en el segundo piso y había señalado en silencio una puerta oscura que allí había.

—Es el otro inquilino —susurró entonces como explicación—; escribe copias legales. Los chicos de estas calles dicen que ha vendido su alma al diablo. No sé qué habrá hecho con el dinero. ¡Chitón!

Parecía temer que el otro inquilino la oyera, incluso allí, y siguió rogándonos silencio mientras iba ante nosotros de puntillas, como si incluso el ruido de sus pasos pudiera revelarle lo que había dicho.

Al pasar por el comercio camino de la calle, igual que lo habíamos cruzado al llegar de ella, nos encontramos con el anciano que amontonaba varios paquetes de papel viejo en una especie de cavidad en el suelo. Parecía estar trabajando mucho, tenía la frente sudorosa y a su lado estaba un trozo de tiza, con la cual, cada vez que bajaba un paquete o un lío, hacía un garabato en el revestimiento de la pared.

Habían pasado a su lado Richard y Ada, y la señorita Jellyby y la ancianita, e iba a pasar yo, cuando me tocó en un brazo para detenerme y apuntó la letra J en la pared, de una manera muy curiosa, pues empezó por el final de la letra y la fue trazando hacia atrás. Era una letra mayúscula, no de imprenta, sino una letra exactamente igual que si la hubiera trazado cualquiera de los pasantes de la oficina de los señores Kenge y Carboy.

—¿La sabe leer? —me preguntó con una mirada penetrante.

—Claro —respondí—. Está muy clara.

—¿Qué es?

—Una J.

Con una mirada dirigida hacia mí y otra a la puerta, la borró y en su lugar puso una «a» (no mayúscula esta vez), y me preguntó:

—Y ésta, ¿qué es?

Se lo dije. Entonces la borró y dibujó una «r» y me hizo la misma pregunta. Así siguió rápidamente hasta haber formado, de la misma extraña manera, empezando siempre por la parte de abajo de cada letra, la palabra JARNDYCE, sin dejar nunca que en la pared hubiera dos letras al mismo tiempo.

—¿Qué dicen todas juntas? —me preguntó.

Cuando se lo dije se echó a reír. Del mismo extraño modo, aunque con igual rapidez, fue haciendo una a una, y borrando una a una las letras que formaban las palabras CASA DESOLADA. También las leí, un tanto asombrada, y él se volvió a reír.

—¡Eh! —dijo el viejo dejando la tiza a un lado—. Tengo un don para copiar de memoria, como puede ver, señorita, aunque no sé leer ni escribir.

Tenía un aspecto tan desagradable, y la gata me miraba con una expresión tan malvada, como si yo fuese pariente cercana de los pájaros de arriba, que me sentí muy aliviada cuando apareció en la puerta Richard, diciendo:

—Señorita Summerson, espero que no esté usted negociando la venta de sus cabellos. No caiga en la tentación. ¡Con las tres bolsas de abajo ya tiene bastante el señor Krook!

Me apresuré a despedirme del señor Krook y en reunirme a mis amigos en la calle, donde nos despedimos de la ancianita, que nos dio su bendición con gran ceremonia y reiteró sus seguridades de que nos dejaría en herencia un legado a Ada y otro a mí. Antes de dar finalmente la espalda a aquellas callejas miramos atrás y vimos al señor Krook, en la puerta de su tienda, mirándonos con las gafas puestas; con la gata en el hombro, cuya cola se erguía a uno de los lados de la gorra de pelo del hombre, como una pluma enhiesta.

—¡Toda una aventura para una mañana londinense! —suspiró Richard— ¡Ay, prima, prima, qué nombre tan terrible éste de la Cancillería!

—Para mí siempre lo ha sido, desde mis primeros recuerdos —respondió Ada—. Estoy segura.

—Para mí también —dijo Richard, pensativo.

—Si el Lord Canciller fallara en contra de mis intereses, por lo que a eso respecta, o por lo menos contra lo que yo diría que es mi derecho…, ¿con cuánto podríamos vivir tú y yo, Esther? —dijo Ada ruborizándose.

—¡No! —exclamó Richard—. Es mejor que falle en contra mía. Yo puedo ir a cualquier parte… Me puedo hacer militar, o lo que sea, y nadie me echará de menos. Si pudiera vendería mis expectativas cuanto antes y lo más barato posible.

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