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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico, Novela

Casa desolada (7 page)

BOOK: Casa desolada
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El señor Kenge se ajustó el corbatín y nos contempló.

—¿Y el señor Jellyby, caballero? —sugirió Richard.

—¡Ah! El señor Jellyby —dijo el señor Kenge— es…, ah… No sé qué mejor forma de describírselo salvo decir que es el marido de la señora Jellyby.

—¿No tiene personalidad propia, caballero? —sugirió Richard, con una mirada divertida.

—No he dicho eso —respondió gravemente el señor Kenge—. De hecho, no puedo decir nada de eso, pues no sé nada en absoluto
acerca del
señor Jellyby. Que yo sepa, nunca he tenido el placer de ver al señor Jellyby. Es posible que se trate de un ser superior, pero, por así decirlo, se ha fusionado; sí, fusionado, en las más brillantes cualidades de su esposa.

El señor Kenge pasó entonces a decirnos que como el camino de la Casa Desolada habría sido muy largo, oscuro y tedioso en una tarde así, y como ya habíamos hecho un viaje aquel mismo día, el propio señor Jarndyce había propuesto este sistema. A primera hora de la mañana siguiente nos esperaría un carruaje a la puerta de la casa de la señora Jellyby para sacarnos de la ciudad.

Después tocó una campanilla y entró el joven caballero. El señor Kenge se dirigió a él llamándolo Guppy
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, y le preguntó si las maletas de la señorita Summerson y el resto del equipaje «ya se habían llevado». El señor Guppy dijo que sí, que se habían llevado, y que estaba esperándonos un coche para llevarnos también a nosotros en cuanto quisiéramos.

—Entonces —dijo el señor Kenge, dándonos la mano—, sólo me queda expresar mi gran satisfacción al ver (¡tenga usted buen día, señorita Clare!) que lo dispuesto para el día de hoy está concluido y (¡tenga usted
muy
buen día, señorita Summerson!) mi gran esperanza de que todo ello sea conducente a la felicidad (¡ha sido un placer conocer a usted, señor Carstone!), el bienestar y el progreso en todos los órdenes, de todos los interesados. Guppy, encárgate de que todos lleguen a buen fin.

—¿Dónde
está
ese «fin», señor Guppy? —preguntó Richard mientras bajábamos la escalera.

—Aquí al lado —dijo el señor Guppy—, justo en Tavies Inn, ya saben.

—Yo no puedo decir que lo sepa, porque soy de Winchester y no conozco Londres.

—Aquí al lado —dijo el señor Guppy—. No hay más que torcer por Chancery Lane y cortar por Holborn, y llegamos en cuatro minutos, segundo más o menos. ¡Esto sí que es puré de guisantes!, ¿eh, señorita? —Parecía celebrarlo muchísimo por mí.

—¡Ciertamente, la niebla es muy densa! —contesté.

—Claro que a usted no le afecta —dijo el señor Guppy mientras plegaba la escalerilla del coche—. Por el contrario, parece sentarle bien, señorita, a juzgar por su aspecto.

Comprendí que al hacerme aquel cumplido tenía buena intención, así que me reí de mí misma por sonrojarme ante él cuando cerró la portezuela y subió al pescante del coche, y los tres nos reímos y estuvimos hablando de nuestra inexperiencia y de lo extraño que era Londres, hasta dar la vuelta bajo un arco, y llegar a nuestro destino: un callejón de casas altas, como una cisterna oblonga para contener la niebla. Había un grupito confuso de gente, sobre todo niños, reunido en torno a la casa en la que nos paramos, que tenía una placa de latón sucio en la puerta con un letrero: JELLYBY.

—¡No se asusten! —dijo el señor Guppy, que metió la cabeza por la ventanilla—. Parece que uno de los Jellyby chicos ha metido la cabeza entre los barrotes de la barandilla de la entrada.

—¡Pobrecito! —exclamé yo—. ¡Déjenme salir, por favor!

—Le ruego tenga cuidado, señorita. Los Jellyby chicos siempre están tramando algo —dijo el señor Guppy.

Me abrí camino hasta el pobre niño, que era una de las criaturas más sucias que jamás haya visto, y lo encontré febril y asustado, y llorando a gritos, aprisionado por el cuello entre dos barrotes de hierro, mientras un lechero y un alguacil, con las mejores intenciones del mundo, trataban de tirar de él por las piernas, con la impresión general de que por aquel medio podían comprimirle el cráneo. Al ver (tras tranquilizarlo un poco) que se trataba de un muchachito con una cabeza naturalmente grande, pensé que, quizá, por donde le cabía la cabeza podía seguirle el cuerpo, y mencioné que la mejor forma de extraerlo sería empujarlo hacia adelante. Mi sugerencia fue tan bien recibida por el lechero y el alguacil, que inmediatamente lo hubieran lanzado de un golpe hacia el semisótano si no lo hubiera agarrado yo por el delantal, mientras Richard y el señor Guppy bajaban corriendo hacia la cocina para recogerlo cuando quedara suelto. Por fin salió bien, sin ningún accidente, y entonces empezó a golpear al señor Guppy con la guía de un aro y de manera totalmente frenética.

No había aparecido nadie que perteneciera a la casa, salvo una mujer con zuecos que había estado dándole golpes al niño desde abajo con una escoba, no sé para qué, ni creo que lo supiera ella. Por eso supuse que la señora Jellyby no estaba en casa, y me sentí muy sorprendida cuando la mujer apareció en el pasillo, sin los zuecos ya, y al subir al cuarto de atrás del primer piso, por delante de Ada y de mí, nos presentó:

—¡Aquí las dos señoritas, aquí la señora Jellyby!

Mientras subíamos, pasamos junto a varios niños más, a los que resultaba difícil no pisar en la oscuridad, y cuando llegamos a la presencia de la señora Jellyby, uno de los pobrecillos se cayó por las escaleras, todo un tramo (según me pareció), con un gran ruido.

La señora Jellyby, en cuya faz no se reflejaba ninguna de la inquietud que nosotros no podíamos por menos de mostrar en las nuestras, dado que la cabeza del pobrecito dejaba constancia de su choque con cada escalón (más tarde Richard diría que había contado siete, además del descansillo), nos recibió con perfecta ecuanimidad. Era una mujercita regordeta, atractiva, muy bajita, de entre cuarenta y cincuenta años, con ojos bonitos, aunque tenían la extraña costumbre de que siempre parecían estar contemplando algo en la distancia. Como si (y vuelvo a citar a Richard) no pudieran ver nada más cercano que África.

—Es para mí un gran placer —dijo la señora Jellyby, con voz agradable— el recibir a ustedes. Siento un gran respeto por el señor Jarndyce, y nadie por quien él se interese me puede ser indiferente.

Expresamos nuestro agradecimiento y nos sentamos tras la puerta, donde había un viejo sofá despanzurrado. La señora Jellyby tenía abundante cabellera, pero estaba demasiado ocupada con sus deberes para con los africanos como para cepillársela. El chal que apenas la cubría se le había caído en la silla cuando se levantó a darnos la bienvenida, y cuando se dio la vuelta para volver a su asiento no pudimos evitar el ver que el vestido que llevaba no le cerraba a la espalda, y que el espacio abierto estaba entrecruzado por una trama romboidal de encaje que lo sostenía, como en un invernadero.

El aposento, lleno de papeles y casi enteramente ocupado por un gran escritorio lleno del mismo desorden, estaba, debo decirlo, no sólo muy desordenado, sino muy sucio. Nos vimos obligados a advertirlo por nuestro sentido de la vista, al mismo tiempo que con el sentido del oído habíamos seguido al pobre niño que caía de cabeza por las escaleras, creo que hasta llegar a la cocina de atrás, donde alguien pareció contener sus gritos.

Pero lo que más nos llamó la atención fue una joven pálida y de aspecto malsano, aunque nada fea en absoluto, que estaba sentada al escritorio mordisqueando su pluma de escribir y contemplándonos. Creo que jamás he visto a nadie tan manchado de tinta. Y desde el pelo desordenado hasta unos pies muy bonitos, desfigurados por unas zapatillas de raso viejas, rotas y con los talones gastados, verdaderamente no parecía llevar una sola prenda que, desde el último alfiler en adelante, estuviera en buena condición o en el sitio que le correspondía.

—Me encuentran, queridas mías —dijo la señora Jellyby, despabilando dos grandes velas de escritorio puestas en palmatorias que daban al aposento un fuerte olor de sebo caliente (la chimenea se había apagado, y no quedaban en ella sino cenizas, un montón de leña y un atizador)—; me encuentran, digo, queridas mías, muy ocupada, como de costumbre, pero espero que me disculpen. En estos momentos el proyecto africano ocupa todo mi tiempo. Me hace entrar en correspondencia con organismos públicos, así como con particulares deseosos del bienestar de su especie en todo el país. Celebro decir que vamos progresando. Para el año que viene por estas fechas esperamos tener entre ciento cincuenta y doscientas familias sanas cultivando café y educando a los indígenas de Borriobula-Gha, en la ribera izquierda del Níger.

Como Ada no dijo nada, sino que me miró a mí, comenté que aquello debía de resultar muy satisfactorio.

—Resulta
satisfactorio —dijo la señora Jellyby—. Entraña la consagración de todas mis energías, las pocas que tengo, pero eso no es nada, con tal de que salga adelante, y cada día que pasa estoy más segura del éxito. ¿Sabe usted, señorita Summerson? Casi me extraña que
usted
no haya pensado nunca en África.

Aquel giro del tema me resultó tan totalmente imprevisto que no supe en absoluto cómo reaccionar. Sugerí que el clima…

—¡El mejor clima del mundo! —protestó la señora Jellyby.

—¿Sí, señora?

—Desde luego. Con precauciones —siguió observando la señora Jellyby—. Puede usted ir a Holborn, sin precauciones, y que la atropellen. Puede usted ir a Holborn, con precauciones, y que nunca la atropellen. Lo mismo pasa en África.

—Sin duda… —dije, refiriéndome a Holborn.

—Si desea usted —dijo la señora Jellyby, alargándonos un montón de papeles— observar algunos comentarios a este respecto, así como sobre el tema general (que ya han sido objeto de gran difusión), mientras termino una carta que estoy dictando a mi hija mayor, que es mi amanuense…

La muchacha que estaba sentada a la mesa dejó de mordisquear la pluma y se volvió a saludarnos, con un gesto mitad vergonzoso y mitad enfurruñado.

—… entonces habré terminado por el momento —continuó la señora Jellyby, con una sonrisa de oreja a oreja—, aunque mi trabajo nunca está terminado. ¿Dónde estabas, Caddy?

—«Saluda atentamente al señor Swallow y se sirve» —dijo Caddy.

—«Y se sirve» —siguió dictando la señora Jellyby— «comunicarle, con referencia a su carta con consultas sobre el proyecto de África…». ¡No, Peepy! ¡Nada de eso!

Peepy (según parecía) era el pobre niño que se había caído por las escaleras y que ahora interrumpía la correspondencia al presentarse con un esparadrapo en la cabeza para exhibir las heridas que tenía en las rodillas, a cuyo respecto Ada y yo no sabíamos qué era lo que más pena nos daba, si las heridas o la suciedad que las rodeaba. La señora Jellyby se limitó a añadir, con la serena compostura con la que decía todo: «¡Vete, Peepy, no seas malo!», y volvió a fijar sus hermosos ojos en África.

Sin embargo, como continuó inmediatamente con su dictado y como, hiciera lo que hiciera yo, no interrumpía nada, me aventuré silenciosamente a detener al pobre Peepy cuando se marchaba, y a tomarlo en brazos. Aquello pareció asombrarlo mucho, al igual que los besos que le dio Ada, pero pronto se quedó dormido en mis brazos, mientras sus sollozos iban espaciándose cada vez más, hasta parar del todo. Estaba yo tan absorta con Peepy que me perdí los detalles de la carta, aunque obtuve la impresión general de la enorme importancia que tenía África y de la total insignificancia de todo y todos los demás, hasta el punto de sentirme totalmente avergonzada de haber pensado tan poco en aquel continente.

—¡Las seis! —dijo la señora Jellyby—. ¡Y nuestra hora de cenar es nominalmente (porque comemos a cualquier hora) las cinco! Caddy, lleva a la señorita Clare y a la señorita Summerson a sus habitaciones. ¿Quizá deseen ustedes cambiarse o algo? Sé que me disculparán por lo ocupada que estoy siempre. ¡Qué niño más malo! ¡Por favor, señorita Summerson, déjelo en el suelo!

Pedí permiso para llevarlo conmigo, y dije sin mentir que no me molestaba nada, así que me lo llevé arriba y lo eché en mi cama. Ada y yo teníamos dos habitaciones arriba, con una puerta de comunicación entre ambas. Estaban casi vacías y muy desordenadas, y la cortina de mi ventana estaba fijada con un tenedor.

—¿No querrían un poco de agua caliente? —preguntó la señora Jellyby, que andaba buscando una jarra que todavía tuviera un asa, pero buscándola en vano.

—Si no es mucha molestia —contestamos.

Hacía tanto frío, y las habitaciones despedían un olor tan húmedo, que debo confesar que me sentí un poco triste, y Ada estaba a punto de echarse a llorar. Sin embargo, pronto empezamos a reír, y estábamos deshaciendo el equipaje cuando llegó la señora Jellyby a decir que lo lamentaba mucho, pero no había agua caliente y no podían encontrar la olla, y la caldera estaba estropeada.

Le pedimos que no se preocupase, y nos apresuramos todo lo que pudimos para volver a bajar junto a la chimenea. Pero todos los niños habían subido al descansillo de fuera, a contemplar el fenómeno de Peepy acostado en mi cama, y nuestra atención quedaba distraída por la aparición constante de narices y dedos en situaciones de peligro entre las rendijas de las puertas. Era imposible cerrar la puerta de ninguna de las habitaciones, pues la cerradura de la mía, que no tenía pomo, parecía un resorte saltado, y aunque el picaporte de la de Ada daba la vuelta con la mayor facilidad, no surtía efecto de ningún tipo en el cierre. En consecuencia, propuse a los niños que entrasen y se portaran bien, y yo les iría contando el cuento de la Caperucita Roja mientras me arreglaba; así lo hicieron, y estuvieron callados como moscas, incluido Peepy, que se despertó oportunamente justo antes de que apareciera el lobo.

Cuando bajamos la escalera, vimos un tazón con la inscripción de «Regalo de Tunbridge Wells», que servía para iluminar la ventana de la escalera, pues en él flotaba una palomita encendida; también había una joven con la cara inflamada vendada con un trozo de franela, que soplaba en la chimenea del salón (ahora conectado por una puerta abierta con el aposento de la señora Jellyby) y se atragantaba constantemente. En resumen, había tanto humo que estuvimos todas sofocadas y llorosas con las ventanas abiertas durante media hora, durante cuyo rato la señora Jellyby, con su buen talante de siempre, siguió dictando cartas acerca de África. He de decir que el que estuviera ocupada en aquello fue un gran alivio para mí, pues Richard nos dijo que él se había lavado las manos en una bandeja para pasteles, y que al final habían encontrado la tetera en su cómoda, y tanto hizo reír a Ada que entre los dos me hicieron reír a mí de la manera más absurda.

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