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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico, Novela

Casa desolada (4 page)

BOOK: Casa desolada
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Yo diría que aquello me hacía ser más tímida y retraída de lo que ya era por naturaleza, y hacía que mi Muñequita fuera la única amiga con la que me sentía a gusto. Pero cuando todavía era yo muy pequeña, pasó algo que me sirvió de mucho.

Nunca había oído hablar de mi mamá. Tampoco había oído hablar de mi papá, pero mi mamá me interesaba más. Que yo pudiera recordar, nunca me habían vestido de negro. Nunca me habían enseñado la tumba de mi mamá. Nunca me habían dicho dónde estaba. Pero tampoco me habían dicho que rezara por nadie más que por mi madrina. Más de una vez le había planteado estas ideas a la señora Rachael, nuestra única sirvienta, que era la que se me llevaba la luz cuando me acostaba (también ella era muy buena, pero austera conmigo), y no me había dicho más que: «¡Buenas noches, Esther!», y se iba y me dejaba sola.

Aunque en la escuela local a la que iba yo había siete niñas, y aunque me llamaban la pequeña Esther Summerson, yo nunca iba a sus casas. Claro que todas ellas eran mayores que yo (yo era la más pequeña, con mucho), pero parecía como si entre nosotras hubiera alguna diferencia aparte de ésa, y además de eso todas eran mucho más listas que yo y sabían mucho más que yo. Me acuerdo muy bien de que una de ellas, la primera semana que fui a la escuela, me invitó a que fuera a una fiesta a su casa, y me alegré mucho. Pero mi madrina escribió una carta muy tiesa diciendo que no podía ir, y no fui. Yo no salía nunca.

Era mi cumpleaños. Cuando eran los cumpleaños de otras, siempre había fiesta en la escuela, pero cuando era el mío, no. En otros cumpleaños se hacía fiesta en las casas, y yo lo sabía porque oía lo que se contaban las otras niñas, pero en la mía nunca se hacía nada. En mi casa, mi cumpleaños era el día más melancólico de todo el año.

Ya he mencionado que, salvo que me engañara mi vanidad (cosa que es posible, pues es posible que sea muy vanidosa sin sospecharlo, aunque la verdad es que no lo creo), mi comprensión se aviva cuando se anima mi afecto. Soy muy afectuosa, y quizá todavía pudiera volver a sentirme herida, si fuera posible recibir una herida más de una vez, de forma tan aguda como aquel cumpleaños.

Había terminado la cena, y mi madrina y yo estábamos sentadas a la mesa ante la chimenea. El reloj tictaqueaba, el fuego crepitaba, y ni en aquella habitación ni en toda la casa se oía otro ruido desde hacía no recuerdo cuánto tiempo. Por casualidad miré tímidamente por encima de mi costura hacia mi madrina, y el gesto que le vi en la cara, mientras me miraba sombría, decía: «¡Cuánto mejor hubiera sido, pobrecita Esther, que no hubiera sido tu cumpleaños, que nunca hubieras nacido!».

Rompí en llanto y sollozos, y dije:

—Ay, madrina querida, dime, por favor, dime, ¿sé murió mamá cuando nací yo?

—No —respondió—. ¡Y no preguntes más cosas, niña!

—Por favor, cuéntame algo de ella. ¡Dime algo por fin, madrina querida! ¿Qué le hice yo? ¿Cómo la perdí? ¿Por qué soy tan distinta de las demás niñas, y por qué es culpa mía, madrina? No, no, no, no te vayas. ¡Dime algo!

Yo tenía más miedo que pena, y la agarré del vestido y me dejé caer de rodillas. Ella no había parado de decir: «¡Suelta!». Pero ahora se quedó inmóvil y en silencio.

Su gesto adusto tenía tal poder sobre mí que me interrumpió en medio de mi vehemencia. Alcé una manita temblorosa para tomar la suya, o para pedirle perdón con todo el fervor posible, pero la retiré cuando me miró y me la llevé al corazón tembloroso. Me levantó del suelo, se sentó en su silla y poniéndome en pie ante ella me dijo lentamente, en voz baja y fría, con el ceño fruncido y apuntándome con el dedo:

—Tu madre, Esther, es tu vergüenza, igual que tú fuiste la suya. Ya llegará el momento (y muy pronto) en que lo comprenderás mejor, y también en que lo comprenderás, como sólo puede comprenderlo una mujer. Yo la he perdonado —pero no ablandó el gesto— por el daño que me hizo, aunque fue mayor de lo que jamás puedas tú llegar a comprender, y no diré nada más al respecto, aunque fue algo mayor de lo que jamás llegarás tú a saber, de lo que jamás llegará nadie a saber, más que yo, que fui quien lo sufrió. Y tú, pobrecita, huérfana y envilecida desde el primero de estos horribles cumpleaños, reza todos los días para que no caigan sobre tu cabeza los pecados de los otros, según está escrito. Olvídate de tu madre y deja que todos los demás que quieran tener esa bondad para su pobre hija también la olviden. Y ahora, ¡vete!

Sin embargo, cuando estaba a punto de separarme de ella —¡hasta tal punto me sentía petrificada!—, me detuvo y añadió estas palabras:

—La obediencia, la renuncia y el trabajo diligente son los preparativos para una vida que se ha iniciado con una sombra así sobre ella. Eres diferente de otras niñas, Esther, porque no naciste como ellas como fruto del mismo pecado y de la misma ira que todas. Tú eres distinta.

Subí a mi habitación, me metí en la cama y acerqué la mejilla llena de lágrimas junto a la de mi Muñeca, y con aquella única amiga apretada contra mi pecho me quedé llorando hasta dormirme. Por imperfecta que fuera mi comprensión de mi pena, lo que sí sabía era que yo no había dado ninguna alegría, en ningún momento, a un solo corazón, y que lo que mi Muñequita era para mí yo no lo era para nadie en el mundo.

Dios mío, la cantidad de tiempo que pasamos solas desde entonces, y la cantidad de veces que repetí a mi Muñequita la historia de mi cumpleaños, y que le confié que intentaría, con todas mis fuerzas, reparar el pecado con el que había nacido (del que me confesaba culpable y al mismo tiempo inocente), y que según fuera creciendo haría todo lo posible por ser industriosa, alegre y amable, y por hacer algo de bien a alguien, y lograr que alguien me quisiera, si podía. Espero que no sea egoísta al derramar estas lágrimas cuando pienso en ello. Me siento muy agradecida y estoy muy animada, pero no logro impedir que me vengan a los ojos.

¡Bien! Ya me las he secado, y ahora puedo seguir adelante como es debido.

Después del cumpleaños, advertí tanto más la distancia entre mi madrina y yo, y advertí con tal claridad que yo ocupaba un lugar en su casa que debería haber estado vacío, que me resultaba más difícil dirigirme a ella, aunque en mi corazón me sentía más fervientemente agradecida a ella que nunca. Lo mismo sentía respecto de mis compañeras de escuela. Lo mismo sentía respecto de la señora Rachael, que era viuda, y desde luego respecto de su hija, que venía a verla cada dos semanas. Yo era muy retraída y silenciosa, y trataba de ser muy diligente.

Una tarde de sol, cuando acababa de volver a casa con mis libros y mi cartera, mientras observaba mi larga sombra que caminaba a mi lado, y mientras subía las escaleras en silencio hacia mi habitación, como de costumbre, mi madrina miró por la puerta del salón y me llamó. Sentado a su lado vi a un desconocido, lo que era de lo más desusado. Un caballero regordete de aspecto importante, todo vestido de negro, con un corbatín, blanco, grandes sellos de oro en el reloj, unas gafas de oro y un gran anillo de sello en el meñique.

—Ésta —dijo mi madrina a media voz— es la niña. —Después, con su tono natural de voz, añadió—: Ésta es Esther, señor mío.

El caballero se puso las gafas para mirarme y dijo:

—Ven aquí, guapa. —Me dio la mano y me pidió que me quitara el sombrero, todo ello sin dejar de mirarme. Cuando obedecí dijo—: ¡Ah! —y después—: ¡Sí! —Y luego se quitó las gafas y tras meterlas en un estuche rojo se reclinó en el sillón dando vueltas al estuche entre las manos, e hizo un gesto de asentimiento a mi madrina. Entonces ésta me dijo:

—¡Ya puedes ir arriba, Esther! —de manera que le hice una reverencia y me fui.

Debe de haber sido dos años después, y yo tenía casi catorce, cuando una noche terrible estábamos mi madrina y yo sentadas junto a la chimenea. Yo leía en voz alta y ella escuchaba. Había bajado a las nueve, como era mi costumbre, para leerle la Biblia, y ahora estaba leyendo en San Juan cómo Nuestro Señor se había inclinado a escribir con la mano en el polvo, cuando le llevaron a la pecadora:

«Y como insistieran en preguntarle, se enderezó y les dijo: "El que de vosotros esté sin pecado, sea el primero en arrojar la piedra contra ella"».

Me interrumpí cuando mi madrina se levantó, se llevó la mano a la cabeza y exclamó con una voz horrible, citando de otra parte del Libro:

«¡Velad, pues! Para que cuando venga de repente no os halle durmiendo. Y lo que a vosotros digo, a todos lo digo: ¡Velad!».

Y de pronto, mientras estaba ante mí repitiendo aquellas palabras, cayó al suelo. No tuve que gritar; su voz había resonado por toda la casa, y se había oído en la calle.

La llevaron a la cama. Allí estuvo más de una semana, sin grandes cambios de aspecto, con su ceño decidido de siempre, que tan bien conocía yo, como esculpido en su hermoso rostro. Fueron muchísimas las veces en que, de día y de noche, con la cabeza puesta junto a la suya en la almohada para que oyera mejor mis susurros, le di besos, le dije mi agradecimiento, recé por ella, pedí su bendición y su perdón, le rogué que me diera el menor indicio de que me conocía o me oía. No, no, no. Tenía un gesto inmutable. Hasta el final, e incluso después, mantuvo el ceño inalterable.

El día después del entierro de mi pobre madrina reapareció el señor de negro con el corbatín blanco. La señora Rachael me mandó llamar, y lo encontré en el mismo sitio, como si nunca se hubiera ido de allí.

—Me llamo Kenge —dijo—; quizá me recuerdes, hija; Kenge y Carboy, Lincoln’s Inn.

Respondí que recordaba haberlo visto una vez antes.

—Siéntate, por favor… aquí, a mi lado. No temas; no debes temerme. Señora Rachael, no necesito comunicarle a usted, que estaba familiarizada con los asuntos de la finada señorita Barbary, que con ella desaparecen sus medios de vida, y que esta señorita, ahora que ha fallecido su tía…

—¡Mi tía, señor!

—De nada vale mantener un engaño cuando nada se puede ganar con ello —dijo el señor Kenge sin alterarse—. Tía de hecho, aunque no ante el derecho. ¡No te preocupes! ¡No llores! ¡No tiembles! Señora Rachael, sin duda nuestra joven amiga sabe… que… ah… Jarndyce y Jarndyce.

—Jamás —dijo la señora Rachael.

—¿Es posible —continuó el señor Kenge poniéndose las gafas —que nuestra joven amiga (¡te lo ruego, no te inquietes!) no haya oído hablar nunca de Jarndyce y Jarndyce?

Negué con la cabeza, preguntándome de qué se trataba.

—¿Que no sepa nada de Jarndyce y Jarndyce? —preguntó el señor Kenge, mirándome por encima de las gafas, y dándole lentamente vueltas al estuche entre las manos, como si estuviera acariciándolo—. ¿Que no haya oído hablar de uno de los mayores pleitos jamás planteados en Cancillería? ¿Que no haya oído hablar de Jarndyce y Jarndyce, que es, ah, por sí solo un monumento a la práctica de Cancillería? ¿En el cual (diría yo) se presentan una vez tras otra todas las dificultades, todos los imponderables, todos los inventos magistrales, todas las formas de procedimiento que conocen los tribunales? Es una causa que no podría existir más que en este país libre y grande. Yo diría que las costas agregadas de Jarndyce y Jarndyce, señora Rachael —me temo que le dirigía la palabra a ella, porque yo parecía no enterarme—, ascienden ahora mismo a ¡entre SESENTA y SETENTA MIL LIBRAS! —dijo el señor Kenge, echándose atrás en la silla.

Yo me sentía muy ignorante, pero, ¿qué iba a hacerle? Era tal mi desconocimiento del tema que incluso entonces no me enteré de nada.

—¡Y es cierto que jamás ha oído hablar de la causa! —dijo el señor Kenge—. ¡Sorprendente!

—La señorita Barbary, señor mío —contestó la señora Rachael—, que se encuentra ya entre los Serafines…

(«Así confío, con toda seguridad» —dijo el señor Kenge, cortésmente.)

… no deseaba que Esther supiera más que lo que le fuera útil. Y en esta casa no se le han enseñado más que cosas de ese género.

—¡Bueno! —exclamó el señor Kenge—. En general, cabe decir que eso es lo correcto. Pero vamos al grano —y se dirigió a mí—. La señorita Barbary, que era tu única pariente (es decir, de hecho, pues ante el derecho no tenías ningún pariente), ha muerto, y como naturalmente no es de esperar que la señora Rachael…

—¡Ah, no, Dios mío! —dijo la señora Rachael inmediatamente.

—Exacto —asintió el señor Kenge—…, que la señora Rachael se haga cargo de tu sustento y mantenimiento (te ruego que no te inquietes), te hallas en posición de recibir la reiteración de un ofrecimiento que recibí orden de hacer a la señorita Barbary hace dos años y que, si bien se vio entonces rechazado, quedaba entendido que era reiterable en las lamentables circunstancias que se han producido ulteriormente. Y ahora, si confieso que represento, en Jarndyce y Jarndyce y en otros respectos, a una persona muy humanitaria, pero al mismo tiempo singular, ¿cabría decir que me excedo en algo de mi discreción profesional? —preguntó el señor Kenge, volviendo a arrellanarse en la silla y mirándonos calmosamente a ambas.

Parecía que lo que más le gustara del mundo fuera el sonido de su propia voz. No me extrañaba, pues era rica y sonora, e imprimía gran importancia a cada una de las palabras que pronunciaba. Se escuchaba a sí mismo con evidente satisfacción, y a veces llevaba suavemente el ritmo de su propia música con la cabeza, o redondeaba una frase con la mano. Me sentí muy impresionada con él, incluso entonces, antes de enterarme de que había copiado el modelo de un gran lord que era cliente suyo, y de que la gente lo llamaba Kenge el Conversador.

—El señor Jarndyce —continuó—, consciente de la situación… diría yo que lamentable… de nuestra joven amiga, ofrece colocarla en un establecimiento de primera clase, en el cual se terminará su educación, se asegurará su comodidad, se contemplarán todas sus necesidades razonables y quedará eminentemente cualificada para desempeñar sus funciones en el puesto que (¿diríamos la Providencia?) se ha servido asignarle en este mundo.

Mi corazón se sentía tan henchido, tanto por lo que acababa de decir él como por la forma en que lo había dicho, que no logré decir nada, aunque lo intenté.

—El señor Jarndyce —prosiguió— no establece condición alguna, salvo la de expresar su esperanza de que nuestra joven amiga no se vaya en ningún momento del establecimiento al que nos referimos sin el consentimiento y el conocimiento de él. Que se aplicará fielmente a la adquisición de los conocimientos de cuyo ejercicio acabará por depender. Que caminará siempre por la vía de la virtud y la honra y… que…, ah…, etcétera.

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