Casa desolada (135 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico, Novela

BOOK: Casa desolada
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Se tapó los ojos con una mano y volvió la cabeza a un lado. ¿Cómo podría ser yo jamás digna de esas lágrimas?

—Sí, en las relaciones que seguiremos teniendo sin modificación alguna (en nuestros cuidados de Richard y de Ada, y espero en escenas de la vida mucho más felices), encuentra usted algo en mí que pueda considerar honestamente mejor que antes, créame usted si le digo que procederá de lo ocurrido esta noche, y que se deberá a usted. Nunca crea, mi querido, queridísimo señor Woodcourt, nunca crea que olvidaré esta noche, ni que mientras siga teniendo un corazón podrá ser éste insensible al orgullo y la alegría de haber sido amada por usted.

Me tomó la mano y me la besó. Había vuelto a su ser, y yo me sentí todavía más alentada.

—Por lo que acaba usted de decir —comenté—, me siento inducida a esperar que ha triunfado usted en su intento.

—Así es —me contestó—. Con la ayuda del señor Jarndyce, y como usted lo conoce muy bien puede imaginar hasta qué punto ha llegado, he triunfado.

—Que Dios lo bendiga a él por ello —dije, dándole la mano—, ¡y que el cielo lo bendiga a usted en todo lo que haga!

—Sus buenos deseos harán que lo haga mejor —me respondió—; harán que me inicie en esas nuevas funciones como si fueran una nueva misión sagrada encargada por usted.

—¡Ah, Richard! —exclamé involuntariamente—, ¿qué hará cuando se vaya usted?

—Todavía no tengo que irme; y, querida señorita Summerson, no lo abandonaría aunque ya tuviese que irme.

Consideré que era necesario referirme a otra cosa antes de que se fuera. Comprendí que no merecería ese amor que no podía aceptar si me la reservara para mis adentros.

—Señor Woodcourt —dije—, celebrará usted saber de mis labios, antes de que le desee buenas noches, que en el futuro, que se me abre claro y brillante, soy muy feliz, muy afortunada, no tengo nada que lamentar ni que desear.

Él me respondió que celebraba mucho saberlo.

—He sido desde mi infancia —continué diciendo— objeto de la bondad infatigable del mejor de los seres humanos, al cual estoy vinculado por todos los lazos del cariño, la gratitud y el amor, de modo que nada que pueda hacer en toda una vida podría expresar los sentimientos de un solo día.

—Comparto esos sentimientos —me replicó—; habla usted del señor Jarndyce.

—Usted conoce bien sus virtudes —le dije—, pero son pocos quienes pueden conocer la grandeza de su carácter como la conozco yo. Sus cualidades más elevadas y mejores nunca se me han revelado de modo más brillante que en la formación de ese futuro que me causa tanta felicidad. Y si no gozara él ya del homenaje y el respeto más elevados de usted (como sé que ocurre), creo que se lo ganarían estas seguridades y el sentimiento que ellas habrían despertado en usted hacia él y por amor a mí.

Replicó ferviente que, efectivamente, así hubiera sido. Volví a darle la mano.

—Buenas noches —dije—; adiós.

—En cuanto a lo primero, hasta mañana; en cuanto a lo segundo, ¿es como un adiós a este tema entre nosotros para siempre?

—Sí.

—Buenas noches; ¡adiós!

Se marchó, y yo me quedé ante la ventana oscura, contemplando la calle. Su amor, con toda su constancia y su generosidad, me había llegado de forma tan repentina que no hacía un minuto que se había marchado cuando volví a perder mi fortaleza, y la calle desapareció bajo el torrente de mis lágrimas.

Pero no eran lágrimas de pena ni de dolor. No. Me había llamado su bienamada, y había dicho que seguiría amándome cada vez más, y sentí como si mi corazón no pudiera soportar el triunfo de haber oído aquellas palabras.

Habían pasado mis primeras ideas desordenadas. No era demasiado tarde para escucharlas, porque no era demasiado tarde para sentirme animada por ellas para ser buena, leal, agradecida y estar satisfecha. ¡Qué camino más fácil el mío, cuánto más fácil que el suyo!

62. Otro descubrimiento

Aquella noche no tuve el valor de ver a nadie. Ni siquiera tuve el valor de verme a mí misma, pues temía que mis lágrimas pudieran constituir un pequeño reproche. Subí a mi dormitorio en la oscuridad, dije mis oraciones en la oscuridad, y me acosté en la oscuridad. No necesitaba ninguna luz para leer la carta de mi Tutor, pues la sabía de memoria. La saqué del sitio donde la guardaba y repetí su contenido a la luz brillante de su integridad y de su amor, y me dormí con ella encima de la almohada.

Por la mañana me levanté muy temprano y llamé a Charley para ir a darnos un paseo. Compramos flores para la mesa del desayuno, volvimos, las arreglamos y nos ocupamos de todo lo posible. Nos habíamos levantado tan temprano que todavía tuve tiempo para darle a Charley su lección antes del desayuno; Charley (que no había mejorado en lo más mínimo en cuanto a su mal uso de la gramática) se la había aprendido muy bien esta vez, de modo que ambas estábamos estupendamente. Cuando apareció mi Tutor, exclamó:

—¡Mujercita, tienes un aire más fresco que todas tus flores! —Y la señora Woodcourt repitió y tradujo un pasaje del Mewlinwillinwodd, en el sentido de que yo era como una montaña bañada por el sol.

Todo resultó tan agradable que espero me hiciera parecerme aún más a aquella montaña que antes. Después del desayuno esperé una oportunidad y estuve atenta hasta que vi que mi Tutor se hallaba a solas en su propia habitación: en la habitación de ayer. Entonces me inventé una excusa para entrar en ella con mis llaves de la casa y cerrar la puerta detrás de mí.

—Bien, ¿señora Durden? —dijo mi Tutor, a quien habían llegado varias cartas y estaba escribiendo—. ¿Necesitas dinero?

—No, nada de eso, me queda mucho.

—Nunca ha habido nadie como la señora Durden —observó mi Tutor— para hacer que dure el dinero.

Dejó la pluma y se reclinó en la silla a mirarme. He hablado muchas veces de lo luminosa que era su expresión, pero creo que nunca la había visto tan luminosa y tan bondadosa. Estaba tan llena de felicidad que pensé: «Debe de haber hecho algún acto de gran bondad esta mañana».

—Nunca ha habido —repitió mi Tutor, sonriéndome con aire pensativo— nadie como la señora Durden para hacer que dure el dinero.

Nunca había modificado sus modales de siempre. Me encantaban, y lo quería tanto que cuando ahora me acerqué y ocupé mi asiento de costumbre, que siempre estaba al lado del suyo (porque a veces le leía en voz alta, otras hablaba con él y otras bordaba en silencio a su lado), titubeé en modificar su actitud al ponerle la mano al pecho, pero vi que no la modificaba en absoluto.

—Tutor querido —le dije—, quiero hablar con usted. ¿Tiene usted algo que reprocharme?

—¿Reprocharte algo, querida mía?

—¿No he sido lo que he pretendido ser desde que… le traje la respuesta a su carta, Tutor?

—Has sido todo lo que yo pudiera desear, amor mío.

—Me alegro mucho de saberlo —repliqué—. ¿Recuerda usted que me dijo si quería ser la señora de Casa Desolada, y yo dije que sí?

—Sí —dijo mi Tutor, asintiendo con la cabeza. Me había pasado el brazo por el hombro, como si hubiera algo de lo que protegerme, y me miraba sonriente a la cara.

—Desde entonces —dije— no hemos hablado más que una vez del tema.

—Y entonces dije que Casa Desolada se estaba despoblando a toda rapidez, y la verdad es que así era, hija mía.

—Y yo dije —le recordé tímidamente— que quedaba la señora de la casa.

Siguió tomándome del hombro con el mismo gesto protector y con la misma bondad luminosa en su rostro.

—Querido Tutor —dije—, yo sé cómo ha sentido usted todo lo ocurrido y lo considerado que ha sido. Como ha pasado tanto tiempo y nada más que esta mañana mencionó usted que yo volvía a estar tan bien, quizá espere usted de mí que vuelva al tema. Y quizá debiera yo hacerlo. Quiero ser la señora de Casa Desolada cuando usted quiera.

—Fíjate —me respondió, en tono alegre— qué coincidencias existen entre nosotros. No he estado pensando en otra cosa, con la excepción (y es una gran excepción) del pobre Rick. Cuando entraste, era eso en lo que estaba pensando. ¿Cuándo vamos a dar una señora a Casa Desolada, muchachita?

—Cuando usted quiera.

—¿El mes que viene?

—El mes que viene, Tutor querido.

—Entonces, el día en que voy a adoptar la medida más feliz y mejor de mi vida: el día en que seré un hombre más exultante y envidiable que ningún hombre del mundo, el día en que daré su señora a Casa Desolada, será el mes que viene —dijo mi Tutor.

Le eché los brazos al cuello para besarlo, igual que había hecho el día en que le llevé mi respuesta.

Llegó a la puerta una criada para anunciar al señor Bucket, lo cual era totalmente innecesario, pues el señor Bucket ya estaba mirando por encima del hombro de la criada y diciendo, casi sin aliento:

—Señor Jarndyce y señorita Summerson, con todas mis excusas por interrumpir,
¿querrían
usted permitirme que ordene subir a una persona que está en la escalera y que no quiere quedarse ahí, por si es objeto de observaciones durante su ausencia? Gracias. ¿Tendrían la bondad de subir en su silla a ese Diputado
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por este camino? —exclamó el señor Bucket, llamando por encima de la barandilla.

Tan singular petición hizo que llegara un anciano que llevaba en la cabeza un bonete negro y no podía andar, al que subió un par de porteadores, que lo dejaron en la habitación, cerca de la puerta. El señor Bucket se deshizo inmediatamente de los porteadores, cerró la puerta con aire de misterio y le echó el cerrojo.

—Pues mire usted, señor Jarndyce —empezó a decir después, sacándose el sombrero e iniciando el tema con un gesto de su memorable índice—, usted me conoce, y la señorita Summerson me conoce. Este señor también me conoce, y se llama Smallweed. Trabaja sobre todo en la cuestión de los préstamos, y podrían ustedes decir que se ha especializado en los pagarés. Eso es lo suyo, ¿no? —preguntó el señor Bucket, deteniéndose un momento para dirigirse a aquel señor, que lo miraba con gran suspicacia.

Parecía estar a punto de discutir aquella descripción de sí mismo cuando lo sacudió un acceso violento de tos.

—¡Ahí está la moraleja, ya lo ve! —exclamó el señor Bucket, aprovechando el incidente—. No me contradiga sin motivo y no le pasarán estas cosas. Bueno, señor Jarndyce, me dirijo a usted. Estoy negociando con este señor en nombre de Sir Leicester Dedlock, Baronet, y entre unas cosas y otras he estado yendo y viniendo a su casa. Su casa es la que ocupaba anteriormente Krook, proveedor de la Marina; es pariente de aquel caballero a quien usted conoció en vida, si no me equivoco, ¿verdad?

Mi Tutor replicó:

—Sí.

—¡Bien! Debe usted comprender —dijo el señor Bucket— que este señor ha heredado los bienes de Krook, que es como decir la cueva de una urraca. Entre otras cosas, había montones de papel viejo. ¡Papeles que no le valían a nadie, se lo aseguro!

La mirada astuta que brillaba en los ojos del señor Bucket, y la manera magistral en la que lograba, sin una mirada ni una palabra contra las que pudiera protestar su alerta oyente, comunicarnos que expresaba el caso conforme a un acuerdo anterior y que podría decir mucho más acerca del señor Smallweed si lo considerase aconsejable, hacían que no tuviera ningún mérito por nuestra parte el comprender su significado. Sus dificultades se veían intensificadas porque a la suspicacia del señor Smallweed se sumaba su sordera, de modo que lo contemplaba con la mayor atención.

—Entre esos montones de papeles viejos, cuando este caballero hereda los bienes, naturalmente empieza a registrar, ¿entienden ustedes? —dijo el señor Bucket.

—¿Cómo? Repita eso —gritó el señor Smallweed, con voz chillona y aguda.

—A registrar —repitió el señor Bucket—. Como usted es hombre prudente y está acostumbrado a cuidar bien sus asuntos, empezó a registrar entre los papeles que había heredado, ¿no es verdad?

—Naturalmente que sí —gritó el señor Smallweed.

—Naturalmente que sí —comentó el señor Bucket, en tono festivo.

—Y lo raro sería que no lo hubiera usted hecho. Y así fue cómo se encontró —siguió diciendo el señor Bucket, inclinándose sobre él con un aire jovial que el señor Smallweed no reciprocó en absoluto—, y así es como encontró usted, naturalmente, un papel que llevaba la firma de Jarndyce. ¿No es verdad?

El señor Smallweed nos echó una mirada inquieta y asintió de mala gana.

—Y al ver ese documento, con toda calma y a su aire, sin prisas, porque usted no siente ninguna curiosidad al respecto, ¿y por qué iba a sentirla? Pues va y se encuentra usted con un Testamento, ¿no? Eso es lo divertido —siguió el señor Bucket, con el mismo aire animado de recordar un chiste para divertir al señor Smallweed, que seguía teniendo el mismo aspecto triste de no disfrutar en absoluto con todo aquello—, ¡que va y se encuentra usted más que un Testamento!

—Yo no sé si tiene validez como Testamento o como lo que sea —gruñó el señor Smallweed.

El señor Bucket se quedó mirando un momento al anciano (que había ido resbalando y hundiéndose en su silla hasta convertirse en un espantapájaros) como si estuviera dispuesto a darle de golpes; sin embargo, siguió inclinándose sobre él con el mismo aire agradable, mientras nos miraba por el rabillo del ojo.

—Sin embargo de lo cual —observó el señor Bucket—, a usted le entran unas ciertas dudas e inquietudes, dada la amabilidad de su corazón.

—¿Eh? ¿De qué corazón habla usted? —preguntó el señor Smallweed, llevándose una mano a la oreja.

—De su tierno corazón.

—¡Ah!, bueno, siga —dijo el señor Smallweed.

—Y como ha oído usted hablar mucho de un caso famoso de Testamentaría que está ante la Cancillería, y que lleva el mismo nombre, y como sabe usted lo listo que era Krook en cuanto a comprar todo género de muebles, libros, documentos, etcétera, viejos, y que no le agradaba separarse de ellos, y que siempre decía que iba a aprender a leer él solo, empezó usted a pensar (y fue la mejor idea que ha tenido usted en su vida): «Diablos, si no me ando con cuidado, puedo meterme en líos con este Testamento».

—Cuidado con lo que dice usted, Bucket —exclamó preocupado el anciano, llevándose la mano a la oreja—. Hable usted más alto; nada de trucos diabólicos. Levánteme usted; quiero escuchar mejor. ¡Dios mío, me están haciendo pedazos!

Desde luego, el señor Bucket lo levantó inmediatamente. Sin embargo, en cuanto pudimos entender lo que decía en medio de las toses y las exclamaciones furiosas del señor Smallweed de: «¡Pobre de mí! ¡Dios mío! ¡Estoy sin aliento! ¡Estoy peor que esa cerda charlatana, murmuradora y diabólica que hay en casa!», el señor Bucket siguió diciendo en el mismo tono bienhumorado de antes:

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