Casa desolada (136 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico, Novela

BOOK: Casa desolada
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—De manera que, como tengo la costumbre de ir a casa de usted, usted me hace una confidencia, ¿no es verdad? Creo que sería imposible reconocer nada con peor voluntad y malos modales que los exhibidos por el señor Smallweed, con lo cual quedó en perfecta evidencia que el señor Bucket era la última persona del mundo a quien se le hubiera ocurrido hacer una confidencia, si hubiera tenido la menor posibilidad de evitarlo.

—Y yo estudio el asunto con usted, estamos muy de acuerdo al respecto y le confirmo en sus bien fundados temores de que se va usted a meter en un buen lío si no saca el famoso Testamento —dijo el señor Bucket, enfáticamente—, y por eso va usted y se las arregla conmigo para que se entregue aquí al señor Jarndyce, sin condiciones. Si tiene algún valor, usted confía en que él lo recompense, eso fue en lo que quedamos, ¿no es verdad?

—En eso quedamos —asintió el señor Smallweed, con igual de mala gana.

—Como consecuencia de lo cual —continuó diciendo el señor Bucket, deshaciéndose inmediatamente de sus modales placenteros y poniéndose en un tono muy profesional— usted tiene en estos momentos ese Testamento encima, y lo único que tiene usted que hacer es ¡sacarlo!

Tras echarnos otra mirada de reojo y frotarse triunfalmente la nariz con el índice, el señor Bucket se quedó con la mirada fija en su confiado amigo y con la mano alargada para tomar el documento y dárselo a mi Tutor. No lo sacó sin grandes renuncias y muchas declaraciones por parte del señor Smallweed en el sentido de que él era un pobre hombre industrioso y que confiaba al honor del señor Jarndyce el no hacer que su honradez le significara una pérdida. Poco a poco se sacó lentamente del bolsillo del pecho un papel descolorido y manchado, chamuscado por fuera y un poco quemado por los bordes, como si mucho tiempo atrás lo hubieran echado a un fuego y lo hubieran sacado a toda prisa. El señor Bucket no perdió el tiempo en llevar el papel, con la destreza de un prestidigitador, del señor Smallweed al señor Jarndyce. Al dárselo a mi Tutor, murmuró, tapándose la boca con una mano:

—No sabían cómo lucrarse con esto. Se pelearon y se sugirieron montones de cosas. He invertido veinte libras. Primero, los nietos avariciosos se pelearon con él porque están hartos de que siga vivo a pesar de sus años, y después se pelearon el uno con el otro. ¡Dios mío! En esa familia no hay ni uno que no fuera capaz de vender al otro por una libra o dos, salvo la vieja, y si ella no está metida en el asunto es porque no tiene cabeza suficiente para hacer un negocio.

—Señor Bucket —dijo mi Tutor—, cualquiera sea el valor de este documento para alguien, le estoy muy reconocido, y si vale de algo, me comprometo a que el señor Smallweed reciba una remuneración congrua.

—No es porque usted se la merezca, ya sabe —dijo el señor Bucket en amistosa explicación al señor Smallweed—. No es por eso. Será conforme a su valor.

—A eso me refiero —dijo mi Tutor—. Observará usted, señor Bucket, que me abstengo de examinar yo el documento. La verdad es que he renunciado a este asunto hace muchos años y abjurado de él, y estoy harto de él, pero la señorita Summerson y yo pondremos inmediatamente el documento en manos de mi abogado en la causa y comunicaremos su existencia a todas las demás partes interesadas.

—Ya comprenderá usted que el señor Jarndyce no puede prometer más que eso —observó el señor Bucket al otro visitante—. Y como ahora ya comprenderá usted que no se va a engañar a nadie (lo cual debe de resultar a usted de gran alivio), podemos proceder a la ceremonia de llevar a usted a su casa en la silla otra vez.

Quitó el cerrojo de la puerta, llamó a los porteadores, se despidió de nosotros, y con una mirada llena de significado y un gesto del índice al marcharse, se fue.

También nosotros nos fuimos hacia Lincoln’s Inn a toda la velocidad posible. El señor Kenge no estaba ocupado, y lo encontramos a su escritorio, en su polvoriento despacho, con sus libros de aspecto inexpresivo y los montones de documentos. Cuando el señor Guppy nos trajo sillas, el señor Kenge expresó la sorpresa y la alegría que le producía la desusada presencia del señor Jarndyce en su bufete. Después se puso los impertinentes mientras hablaba, y se convirtió en el perfecto Kenge el Conservador.

—Espero —dijo el señor Kenge— que la benévola influencia de la señorita Summerson —con una inclinación hacia mí— haya inducido al señor Jarndyce —con una inclinación hacia él— a renunciar a parte de su animosidad contra una causa y contra un Tribunal que son…, si se me permite decirlo, que ocupan un lugar en el panorama majestuoso de los pilares de nuestra profesión.

—Yo me siento inclinado a pensar —replicó mi Tutor— que la señorita Summerson ha visto ya demasiado de los efectos del Tribunal y de la causa como para que ejerza ninguna influencia en su favor. Sin embargo, eso es parte del motivo por el cual estoy aquí. Señor Kenge, antes de depositar este documento en su escritorio y de terminar con él, permítame decirle cómo ha llegado a mis manos.

Así lo hizo, con brevedad y claridad.

—Señor mío, no podría —dijo el señor Kenge— explicarse de manera más clara y más al grano, aunque hubiera sido ante un Tribunal.

—¿Sabe usted de algún Tribunal o alguna instancia en Derecho ingleses que hayan sido jamás claros o hayan ido al grano? —preguntó mi Tutor.

—¡Hombre! —exclamó el señor Kenge.

Al principio no había parecido conceder mucha importancia al documento, pero al verlo pareció interesarse más, y cuando lo abrió y leyó un poco con sus impertinentes, se puso verdaderamente sorprendido, y dijo, levantando la vista de él:

—Señor Jarndyce, ¿lo ha visto usted?

—¡Yo, ni hablar! —replicó mi Tutor.

—Pero, señor mío —dijo el señor Kenge—, es un Testamento de fecha más tardía que todos los demás que hay en el pleito. Parece ser todo él ológrafo. Está escrito correctamente y tiene firmas de testigos. Y aunque existiera el objetivo de anularlo, como cabría suponer que denotan estas señales de llamas, no está anulado. ¡Aquí tenemos un instrumento perfecto!

—¡Bien! —dijo mi Tutor—. ¿A mí qué me importa?

—¡Señor Guppy! —exclamó el señor Kenge, elevando la voz—. Con su permiso, señor Jarndyce.

—Señor mío.

—Al señor Vholes, de Symond's Inn. Con mis saludos. Jarndyce y Jarndyce. Celebraría hablar con él.

Desapareció el señor Guppy.

—Me pregunta usted que qué le importa, señor Jarndyce. Si hubiera usted echado un vistazo a este documento, habría visto que reduce mucho su interés, aunque éste sigue siendo muy considerable, muy considerable —dijo el señor Kenge, moviendo la mano en gesto persuasivo y suave—. Habría usted visto, además, que los intereses del señor Richard Carstone y de la señorita Ada Clare, actualmente señora de Richard Cartone, se ven muy avanzados.

—Kenge —respondió mi Tutor—, si la mayor riqueza que el pleito ha traído a este repulsivo Tribunal de Cancillería pudiera corresponder a mis dos jóvenes primos, yo me quedaría muy contento. Pero ¿me pide usted a mí que crea que de Jarndyce y Jarndyce va a salir algo bueno?

—¡Vamos, vamos, señor Jarndyce! Prejuicios, prejuicios. Señor mío, éste es un gran país, un, gran país. Su sistema jurídico es un gran sistema, un gran sistema. ¡Vamos, vamos!

Mi Tutor no dijo nada más, y llegó el señor Vholes. Estaba modestamente impresionado por la eminencia profesional del señor Kenge.

—¿Cómo está usted, señor Vholes? ¿Tendría usted la bondad de tomar asiento a mi lado y mirar este documento?

El señor Vholes hizo lo que le pedían, y pareció que lo leía palabra por palabra. No pareció impresionarle, pero es que nada lo impresionaba. Una vez lo hubo examinado bien, se apartó a una ventana junto con el señor Kenge y, tapándose la boca con su guante negro, habló un rato con él. No me sorprendió observar que el señor Kenge se sentía inclinado a discutir lo que decía antes de que dijera mucho, pues sabía que —nunca había dos personas que estuvieran de acuerdo en nada de lo relativo a Jarndyce y Jarndyce. Pero también pareció vencer al señor Kenge, en una conversación que parecía como si estuviera integrada por los términos de «Ejecutor de Hacienda», «Contable del Estado», «Contabilidad», «Testamentaría» y «Costas». Cuando terminaron, volvieron al escritorio del señor Kenge y hablaron en voz más alta.

—¡Bien! ¡Pues es un documento muy notable, señor Vholes! —dijo el señor Kenge.

—Muchísimo —asintió el señor Vholes.

—¿Y un documento muy importante, señor Vholes? —preguntó el señor Kenge.

—Importantísimo —volvió a asentir el señor Vholes.

—Y como dice usted, señor Vholes, cuando en el próximo curso vuelva a verse la causa, este documento constituirá un elemento imprevisto e interesante —dijo el señor Kenge, con una mirada altanera a mi Tutor.

El señor Vholes celebraba mucho, como profesional de menor categoría, ver confirmada aquella opinión, que era la suya, por tal autoridad.

—¿Y cuándo —preguntó mi Tutor, levantándose tras una pausa durante la cual el señor Kenge había hecho tintinear sus monedas y el señor Vholes se había rascado los granos— es el próximo curso?

—El próximo curso, señor Jarndyce, será el mes que viene —dijo el señor Kenge—. Naturalmente, procederemos a hacer de inmediato todo lo necesario con este documento, y a recoger las pruebas necesarias en relación con él, y, naturalmente, recibirá usted la habitual notificación nuestra acerca de la vista de la causa.

—A la cual, naturalmente, haré mi habitual caso.

—¿Sigue usted empeñado, señor mío —dijo el señor Kenge, acompañándonos por el antedespacho hacia la puerta—, sigue usted empeñado, pese a ser persona ilustrada, en hacerse eco de ese prejuicio del populacho? Somos una comunidad próspera, señor Jarndyce, una comunidad muy próspera. Somos un gran país, señor Jarndyce, un gran país. Éste es un gran sistema, señor Jarndyce, ¿y desearía usted que un gran país tuviera un sistema pequeño? ¡Vamos, vamos, vamos!

Mientras decía aquellas palabras, movía suavemente la mano derecha, como si fuera una espátula de plata con la que repartir el cemento de sus frases sobre la estructura del sistema, a fin de consolidarlo para mil siglos.

63. Hierro y acero

LA GALERÍA de tiro de George tiene el letrero de «Se alquila», se han vendido sus existencias y el propio George está en Chesney Wold para cuidar de Sir Leicester en sus paseos a caballo, montando a su lado, porque Sir Leicester guía a su caballo con mano muy incierta. Pero hoy George no está ocupado en eso. Hoy viaja al país del hierro, en el Norte, para ver cómo están las cosas.

Al llegar más al norte del país del hierro, deja tras él los bosques verdes y jugosos como los de Chesney Wold, y los elementos del paisaje pasan a ser los pozos de carbón y las cenizas, altas chimeneas y ladrillos rojos, un verdor agostado, unos fuegos ardientes y una nube de humo denso que no se disipa nunca. Entre esos objetos cabalga el soldado, mirando en su derredor y siempre buscando algo que ha venido a encontrar.

Por último, en el puente negro del canal de una ciudad muy activa, en la que resuena el hierro y hay más fuegos y más humos que jamás haya visto en su vida, el soldado, ennegrecido por el polvo de los caminos del carbón, frena a su caballo y pregunta un obrero si conoce a alguien llamado Rouncewell en las cercanías.

—¡Hombre, jefe —dice el obrero—, eso es como preguntarme si conozco a mi padre!

—¿Tan conocido es por aquí, camarada? —pregunta el soldado.

—¿Rouncewell? ¡Y tanto!

—¿Y dónde podría encontrarlo? —vuelve a preguntar el soldado, que echa un vistazo en su derredor.

—¿El banco, la fábrica o la casa? —quiere saber el obrero.

—¡Jem! Según parece, Rouncewell es tan importante —murmura el soldado—, que casi me dan ganas de darme la vuelta. Pero es que no sé exactamente lo que quiero. ¿Cree usted que podré encontrar al señor Rouncewell en la fábrica?

—No es fácil saber dónde va usted a encontrarlo; a esta hora del día podría usted encontrarlo ahí, a él o a su hijo, si está en la ciudad; pero como tiene muchos contratos, ha de salir mucho.

¿Y cuál es la fábrica? Pues si ve esas chimeneas… ¡las más altas! Sí, las ve. Bueno, pues siga atento a esas chimeneas, vaya hacia ellas todo derecho, pronto verá una vuelta a la izquierda, cerrada por un gran muro de ladrillo que forma un lado de la calle. Ésa es la fábrica de Rouncewell.

El soldado da las gracias a su informador y sigue adelante lentamente, pero deja su caballo (y casi le dan ganas de ponerse a cepillarlo) en una taberna en la que están comiendo algunos de los empleados de Rouncewell, según le dice el hostelero. Algunos de los empleados de Rouncewell acaban de salir para la comida y parecen invadir toda la ciudad. Los empleados de Rouncewell son muy musculosos y fuertes, y también están un tanto ennegrecidos.

Llega a una puerta en medio del gran muro, mira y ve una confusión de hierros tirados por el suelo, en todo género de estados y de toda clase de formas: lingotes, cuñas, planchas; tanques, calderas, ejes, ruedas; engranajes, raíles; hierros retorcidos y rotos en formas excéntricas y curiosas, como trozos sueltos de maquinaria, montañas de chatarra y de hierro oxidado; hornos distantes de hierro que vibra y gorgotea en su juventud; hogueras de él que echan chispas por todas partes bajo los golpes del martillo pilón; hierro al rojo, hierro al blanco, hierro negro; un sabor a hierro, un olor a hierro y una Babel de sonidos de hierro.

—¡Esto es como para darle a uno dolor de cabeza! —se dice el soldado, que busca con la mirada una oficina—. ¿Quién viene aquí? Debe de parecerse a mí antes de alistarme. Si el parecido es de familia, debe de ser mi sobrino. A su servicio, señor mío.

—Y yo al suyo, caballero. ¿Busca usted a alguien?

—Con su permiso. ¿Es usted el hijo del señor Rouncewell?

—Sí.

—Estaba buscando a su padre, señor mío. Desearía hablar con él.

El joven le dice que ha escogido bien la hora, pues su padre está allí, y le enseña el camino a la oficina donde podrá encontrarlo.

«Se parece mucho a mí antes de alistarme, muchísimo», piensa el soldado, mientras lo sigue. Llegan a un edificio en el patio, con una oficina en un piso alto. Al ver al caballero que hay en la oficina, George enrojece totalmente.

—¿Qué nombre le digo a mi padre? —pregunta el joven.

George, que tiene la cabeza llena de hierro, responde, desesperado: «Steel» [Acero], y por ese nombre lo presentan. Se queda a solas con el caballero de la oficina, que está sentado a una mesa con unos libros de contabilidad ante sí y unas hojas de papel, llenas de multitudes de cifras y dibujos de formas complicadas. Es una oficina desnuda, de ventanas desnudas, que da al patio del hierro de abajo. Amontonados en la mesa hay algunos pedazos de hierro, rotos adrede para ponerlos a prueba en diversos momentos de sus diversas funciones. Hay polvo de hierro por todas partes, y por las ventanas se ve el humo que sale denso de las altas chimeneas, para mezclarse con el humo de la vaporosa Babilonia de otras chimeneas.

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