Casa desolada (36 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico, Novela

BOOK: Casa desolada
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—¿No tenía otro oficio? —preguntó mi Tutor.

—No, señor —replicó la señora Blinder—. No era más que un agente de cobros. Cuando vino a buscar alojamiento aquí, yo no sabía lo que era, y confieso que cuando me enteré le dije que se fuera. Aquí, en el patio, no era popular. A los otros inquilinos no les gustaba. No es una profesión decente —añadió la señora Blinder—, y casi todo el mundo está en contra. El señor Gridley estaba en contra, y mucho, y es un buen inquilino, aunque ha tenido que aguantar mucho.

—Así que ¿le dijo que se fuera? —preguntó mi Tutor.

—Claro que se lo dije —replicó la señora Blinder—. Pero la verdad es que cuando llegó la fecha y yo seguía sin tener nada más que eso en contra de él, tuve mis dudas. Era puntual y diligente, y cumplía con su deber, señor —añadió, mirando inconscientemente al señor Skimpole—, y tal como están las cosas hoy día, hasta eso resulta raro.

—Entonces, ¿le permitió quedarse, después de todo?

—Bueno, dije que si podía arreglárselas con el señor Gridley, yo me las podía arreglar con los demás inquilinos, y no me importaría demasiado que en el patio fuera popular o no. El señor Gridley dio su consentimiento; de mala gana, pero lo dio. Siempre lo trataba hoscamente, pero desde entonces siempre ha sido muy amable con los niños. Para conocer a la gente hay que esperar a las ocasiones así.

—¿Y ha sido mucha la gente que ha sido amable con los niños? —preguntó el señor Jarndyce.

—En general, no han sido malos, señor —dijo la señora Blinder—, pero, desde luego, no han sido tantos como si su padre hubiera tenido otro oficio. El señor Coavins dio una guinea y los otros agentes hicieron una colecta. Algunos de los vecinos del patio, que siempre se reían de él y se daban codazos cuando pasaba a su lado, hicieron otra pequeña colecta, y, en general…, no se han portado tan mal. Es como lo que pasa con Charlotte. Hay gente que no le quiere dar trabajo, porque su padre era agente; otros le dan trabajo, pero se lo echan en la cara; otros se hacen los virtuosos porque le dan trabajo, teniendo en cuenta eso y otras cosas, y a lo mejor le pagan menos y le hacen trabajar más. Pero ella tiene más paciencia que la mayor parte de la gente, además de ser muy lista, y siempre está dispuesta, hasta el límite de sus fuerzas e incluso más. De manera que, en general, yo diría que no está demasiado mal, señor, aunque podría estar mejor.

La señora Blinder se sentó para darse más tiempo de recuperar el aliento, que se le había vuelto a agotar de tanto hablar antes de recuperarlo del todo. El señor Jarndyce estaba dándose la vuelta para hablarnos a nosotros cuando su atención se vio distraída por la entrada abrupta en el cuarto del señor Gridley, a quien se acababa de mencionar y a quien habíamos visto al subir las escaleras.

—No sé lo que estarán ustedes haciendo aquí, damas y caballeros —dijo como si no le pareciera bien nuestra presencia—, pero les ruego que me perdonen por entrar. No crean que he venido a curiosear. ¡Bueno, Charley! ¡Bueno, Tom! ¡Bueno, pequeña! ¿Cómo andamos todos hoy?

Se inclinó hacia el grupo, con un gesto cariñoso, y era evidente que los niños lo consideraban un amigo, pese a que seguía teniendo un gesto adusto y que sus modales para con nosotros habían sido todo lo rudos que era posible. Mi Tutor lo advirtió y lo respetó.

—Sin duda, nadie vendría aquí más que a curiosear —observó en tono tranquilo.

—Quizá, señor mío, quizá —respondió el otro, poniéndose a Tom en las rodillas y con un gesto de impaciencia—. Pero no quiero discutir con damas y caballeros. Ya he discutido más que suficiente para el resto de mi vida.

—Supongo que tiene usted motivos para sentirse impaciente e irritado —dijo el señor Jarndyce.

—¡Ya empezamos! —exclamó aquel hombre, con tono violentísimo—. Les advierto que soy persona de mal humor. Soy irascible. ¡No soy cortés!

—No mucho, parece.

—Señor mío —dijo el señor Gridley, dejando al niño en el suelo y avanzando hacia él como si fuera a golpearlo—, ¿sabe usted lo que son los Tribunales de Equidad?

—Quizá sí que lo sepa, para desgracia mía.

—¿Para desgracia suya? —dijo aquel hombre, que apaciguó su ira—. Si es así, le pido perdón. Ya sé que no soy cortés. ¡Le pido perdón, señor! —y volvió a hablar con violencia—. Señor mío, hace veinticinco años que me tienen sometido a tortura, y he perdido la costumbre de actuar como un ser normal. Vaya usted ahí, al Patio de la Cancillería, y pregunte cuál es una de las bromas de todos los días con las que se divierten, y le dirán que uno de los temas que les sirven para pasar el tiempo a diario, uno de los mejores, es el del tipo de Shropshire. Y yo soy el tipo de Shropshire —dijo, dándose con el puño de una mano en la otra.

—Creo que mi familia y yo también hemos tenido el honor de ser tema de entretenimiento en el mismo y respetable lugar —dijo mi Tutor apaciblemente—. Es posible que conozca usted mi apellido: me llamo Jarndyce.

—Señor Jarndyce —dijo Gridley, esbozando una especie de saludo tosco—, soporta usted sus agravios mejor que yo los míos. Además, puedo decirle, y decir a este caballero, y a estas señoritas, si es que son amigas suyas, que si tomara mis agravios de otro modo, me volvería loco. Si puedo mantener un mínimo de cordura es gracias a que me rebelo y me vengo de ellos mentalmente, y exijo, airado, la justicia que sé que nunca he de obtener. ¡Eso es lo único! —dijo con palabras sencillas y rústicas, y con gran vehemencia—. Podría usted decirme que me sobreexcito. Yo respondo que ése es mi carácter cuando se me trata injustamente, y que no puedo evitarlo. No me queda más remedio que actuar así o caer en el estado abyecto de esa pobrecita loca que se pasa la vida rondando el Tribunal. Si me resignara, me convertiría en un imbécil.

Resultaba dolorosísimo verlo en un estado tan apasionado y tan acalorado como estaba, así como los gestos que hacía y con los que acompañaba a todas sus palabras.

—Señor Jarndyce —continuó diciendo—, piense usted en mi caso. Le juro por el Cielo que es verdad. Yo tenía un hermano. Mi padre (que era agricultor) hizo testamento y le dejó las tierras y el ganado, y todo lo demás, a mi madre mientras ella viviera. Después de morir mi madre, todo me pertenecería a mí, salvo un legado de trescientas libras que debía pagar a mi hermano. Murió mi madre. Poco después, mi hermano reclamó su legado. Yo y algunos de mis parientes dijimos que ya se había cobrado una parte en forma de alojamiento, comida y otras cosas. ¡Pero fíjese! Ése era el problema y eso era lo único que importaba. Nadie puso el testamento en tela de juicio; nadie discutió nada, salvo si se había pagado o no una parte de las trescientas libras. Para resolver el pleito, que interpuso mi hermano, me vi obligado a venir a esta maldita Cancillería. Me vi obligado porque me obligaba la ley, que no me dejaba más remedio. ¡Y en un pleito tan sencillo se vieron implicadas diecisiete personas! No se oyó hasta dos años después, porque mi Administrador (¡Dios lo confunda!) tenía que averiguar si yo era el hijo de mi padre, cosa que no discutía nadie del mundo. Después concluyó que no había suficientes demandados (¡después de todo, no había todavía más que diecisiete!), porque nos faltaba uno que se debía de haber olvidado, y había que empezarlo todo otra vez. Para entonces, las costas ascendían ya al triple del legado. Mi hermano hubiera renunciado al legado, sin más problemas, con tal de no pagar más costas. Toda mi herencia, lo que me había dejado mi padre en su testamento, se ha gastado en costas. El pleito, que sigue sin fallarse, no ha producido más que ruinas, desastres y desesperación, por no decir más…, ¡y aquí me ve usted hoy! Y, señor Jarndyce, en el pleito de usted se trata de miles y miles de libras, mientras que en el mío no se trata más que de unos cientos. ¿Es más fácil de soportar mi problema, o más difícil, cuando de él depende toda mi vida, que se ha venido consumiendo de forma tan mezquina?

El señor Jarndyce dijo que lo compadecía de todo corazón, y que él, por su parte, no creía tener el monopolio del mal trato de aquel sistema monstruoso.

—¡Ya empezamos! —exclamó el señor Gridley sin apaciguar su ira en absoluto. ¡El sistema! Todo el mundo me dice que es el sistema. No debo pensar en las personas. Es el sistema. No tengo que ir al Tribunal a decir: «Milord, le ruego que me diga si tengo razón o no. ¿Tendrá Su Señoría la cara de decirme que ya he recibido justicia y tengo que irme?». Su Señoría no sabe nada de eso. Se sienta ahí a administrar el sistema. No tengo que ir a ver al señor Tulkinghorn, el procurador de Lincoln’s Inn Fields a decirle cuándo me pone furioso de puro tranquilo y satisfecho que está —igual que todos ellos, porque todos ellos saben que lo que yo pago es lo que ellos ganan, ¿no?—. No tengo que decirle que si yo me arruino alguien me las va a pagar, por las buenas o por las malas. Él no tiene la culpa. Es el sistema. Pero si no les hago algo a todos esos, ¡van a verme! ¡No respondo de lo que pueda pasar si pierdo el control, por fin! ¡Estoy dispuesto a acusar a todos y cada uno de los que están en el sistema en el Tribunal del Juicio Final!

Estaba terriblemente apasionado. De no haberlo visto, yo no hubiera creído que nadie pudiera ser capaz de tamaña furia.

—¡He terminado! —dijo sentándose y secándose la cara—. ¡He terminado, señor Jarndyce! ¡He terminado! Ya sé que soy violento. ¡Cómo no voy a saberlo! Ya he estado en la cárcel por desacato al Tribunal. He estado en la cárcel por amenazas al procurador. He tenido muchos problemas y voy a seguirlos teniendo. Soy el tipo de Shropshire y a veces no me conformo con hacerlos reír, aunque también se ríen mucho cuando ven que me detienen y me sentencian y todo lo demás. Me dicen que más me convendría moderarme. Y yo les digo que si me moderase me convertiría en un imbécil. Hace tiempo yo era una persona bastante ponderada, creo. La gente de mi pueblo dice que así me recuerda, pero ahora tengo que darle salida a mi irritación contra la injusticia, porque si no sí que me volvería loco. La semana pasada me dijo el Lord Canciller: «Señor Gridley, le vendría mucho mejor no andar perdiendo el tiempo aquí y tener un empleo remunerado en Shropshire», y yo le dije: «Ya lo sé, Señoría, ya lo sé, y más me conviniera no haber oído nunca el nombre de su cargo, pero, por desgracia para mí, no puedo luchar contra el pasado y el pasado es lo que me trae aquí». Además —añadió con un estallido de furia—, voy a dejarlos en vergüenza a todos. Hasta el último de ellos. Voy a seguir acudiendo al Tribunal hasta el final para dejarlo en vergüenza. Si supiera cuándo voy a morirme y pudiera hacer que me llevaran allí, y tuviera voz para hablar, me moriría allí diciendo «Aquí me habéis traído y de aquí me habéis echado una y mil veces. Ahora sacadme de aquí con los pies los delante».

Debía de hacer años que tenía una expresión fija de ira, que ni siquiera ahora, al callarse, se le ablandó.

—He venido a llevarme a estos niños a mi cuarto durante una hora —dijo, volviéndose hacia ellos— para que jueguen un rato. No quería decir todas estas cosas, pero tampoco importa mucho. Tú no me tienes miedo, ¿verdad, Tom?

—¡No! —dijo Tom—. No estás
enfadao
conmigo.

—Tienes razón, hijo. ¿Vuelves a salir, Charley? ¿Sí? ¡Entonces, vences, vente conmigo, pequeñita! —dijo tomando en brazos a la más pequeña, que estaba perfectamente dispuesta a dejarse llevar—. No me extrañaría nada que en el cuarto de abajo te estuviera esperando un soldadito de chocolate. ¡A ver si lo encontramos!

Volvió a hacer al señor Jarndyce el mismo saludo que antes, que no estaba exento de un cierto respeto, y con una ligera inclinación hacia nosotras, se bajó a su cuarto.

Inmediatamente el señor Skimpole empezó a hablar, por primera vez desde que llegamos, con su tono alegre habitual. Dijo que, bueno, verdaderamente era muy agradable ver cómo las cosas iban encajando lánguidamente con sus fines. No había más que ver a este señor Gridley, hombre de gran voluntad y sorprendente energía (al que en términos intelectuales podría, cabría calificar del herrero inarmónico)
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, y él podía imaginarse fácilmente que hacía años que Gridley se paseaba por la vida en busca de algo en lo que gastar su exceso de combatividad (como una especie de joven Eros entre las espinas) cuando se le puso en el camino el Tribunal de Cancillería y le dio exactamente lo que necesitaba. ¡Y así quedaron unidos para siempre! De no haber sido así, hubiera podido convertirse en un gran general que destruiría todo tipo de ciudades, o quizá en un político dedicado a todo género de retórica parlamentaria, pero la realidad era que él y el Tribunal de la Cancillería se habían conocido en las circunstancias más propicias, y nadie perdía demasiado, y a partir de aquel momento Gridley estaba, por así decirlo, bien provisto. ¡Y no había más que ver a los Coavinses! ¡De qué manera tan deliciosa había el pobre Coavinses (padre de aquellos niños tan encantadores) constituido un ejemplo del mismo principio! El mismo, el propio señor Skimpole, había deplorado alguna vez la existencia de Coavinses. Coavinses lo molestaba. Habría podido prescindir de Coavinses. Había habido momentos en los que si él hubiera sido un sultán y su Gran Visir le hubiera preguntado una mañana: «¿Qué desea el Comendador de los Creyentes de manos de su esclavo?», hubiera podido llegar al extremo de replicar: «¡La cabeza de Coavinses!» Pero ¿qué era lo que en realidad había ocurrido? ¡Que durante todo aquel tiempo había estado dando trabajo a una persona dignísima, que había sido un benefactor de Coavinses, que de hecho había permitido a Coavinses criar a aquellos niños tan encantadores de manera tan agradable y desarrollar sus virtudes sociales! Hasta tal punto que ahora se le ensanchaba el corazón y le venían las lágrimas a los ojos cuando contemplaba aquel cuarto y pensaba: «¡Yo he sido el gran protector de Coavinses, y lo poco que ha tenido ha sido gracias a

!».

Había algo tan cautivador en su forma tan alegre de tocar aquellos acordes fantásticos, y resultaba un niño tan animado al lado de los muchachillos más serios que acabábamos de ver, que hizo sonreír a mi tutor en el momento en que nos daba un poco la espalda para hablar un ratito a solas con la señora Blinder. Dimos un beso a Charley, bajamos con ella y nos quedamos junto a la casa a verla correr hacia su trabajo. No sé a dónde iba, pero allí la vimos correr, la pobrecita, tan chica, con su sombrero y su mandilón de mujer, mientras pasaba por un soportal al final del patio y se confundía con el ruido y la agitación de la ciudad, como una gota de rocío en el océano.

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