Casa desolada (69 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico, Novela

BOOK: Casa desolada
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—¿Hará falta mi cuarto, señorita Summerson? Porque me resulta imposible deshacerme de mis papeles.

Me tomé la libertad de decirle que sin duda haría falta su cuarto, y que a mi juicio deberíamos poner los papeles en otra parte.

—Bueno, señorita Summerson —dijo la señora Jellyby—, estoy segura de que sabe usted lo que dice. Pero al obligarme a emplear a un muchacho, Caddy me ha creado tales problemas, dado lo abrumada que estoy con asuntos públicos, que no sé qué hacer. Además, el miércoles por la tarde tenemos una reunión de la subsección, y eso me crea un gran problema.

—No es probable que se repita —dije con una sonrisa—. Lo más probable es que Caddy se case sólo una vez.

—Es verdad —replicó la señora Jellyby—, es verdad, hija mía. ¡Supongo que habrá que poner al mal tiempo buena cara!

La cuestión siguiente era la de cómo se debería vestir para la ceremonia la señora Jellyby. Me pareció muy curioso ver cómo nos miraba ella serenamente desde su escritorio mientras Caddy y yo lo comentábamos, y cómo meneaba la cabeza en nuestra dirección de vez en cuando con una sonrisa de medio reproche, como un espíritu superior que apenas si podía soportar nuestras trivialidades.

El estado en que se hallaban sus vestidos, y la extraordinaria confusión en que los tenía guardados, aumentaron no poco nuestras dificultades; pero, por fin, ideamos algo que no se alejaba demasiado de lo que llevaría en esa circunstancia una madre corriente. La forma abstraída en que la señora Jellyby se sometía a que la modista le probara su atavío y la amabilidad con la que después me comentaba cuánto sentía que yo no hubiera pensado más en África, eran coherentes con el resto de su comportamiento.

El piso era bastante pequeño, pero supuse que aunque la familia Jellyby hubiera sido la única ocupante de la Catedral de San Pablo, o de la de San Pedro, la única ventaja que hubieran hallado en las dimensiones del edificio habría sido la de tener mucho más espacio que ensuciar. Creo que en aquellos días de preparativos para la boda de Caddy no quedó sin romper nada de lo que había de rompible entre las pertenencias de la familia; no quedó sin averiar nada de lo que resultara posible averiar de una forma u otra, y que ninguno de los objetos domésticos capaces de ensuciarse, desde las rodillas de los niños hasta la placa de la puerta, quedó sin acumular toda la suciedad que podía soportar.

El pobre señor Jellyby, que raras veces hablaba, y que cuando estaba en casa casi siempre se sentaba con la cabeza apoyada en la pared, se empezó a interesar cuando vio que Caddy y yo tratábamos de poner algo de orden en medio de aquellos desechos y ruinas, y se quitó la chaqueta para ayudarnos. Pero cuando abrimos los armarios cayeron de ellos cosas tan sorprendentes: pedazos de pastel mohoso, botellas de vinagre, los gorros y las cartas de la señora Jellyby, té, tenedores, botas viejas y zapatos de niños, leña, galletas, tapaderas de ollas, azúcar húmedo que salía de los fondos de bolsas de papel, taburetes, cepillos de zapatos, pan, sombreros de la señora Jellyby, libros con mantequilla pegada a la encuadernación, cabos de vela apagados por el procedimiento de ponerlos cabeza abajo en palmatorias rotas, cáscaras de nuez, cabezas y colas de gambas, manteles individuales, guantes, posos de café, paraguas…, que el señor Jellyby se asustó y volvió a dejarlo. Pero volvió regularmente todas las tardes y se quedaba sentado, sin chaqueta y con la cabeza apoyada en la pared, como si hubiera querido ayudarnos, de saber cómo.

—¡Pobre Papá! —me dijo Caddy la noche antes del gran día, cuando por fin habíamos puesto las cosas un poco en orden—. Me parece mal abandonarlo, Esther. Pero ¿qué podría hacer si me quedara? Desde que te conocí, no hago más que limpiar y ordenar, pero es inútil. Mamá y África, juntas, vuelven a desordenar la casa inmediatamente. Nunca tenemos una criada que no beba. Mamá lo estropea todo.

El señor Jellyby no podía oír aquellas palabras, pero parecía estar verdaderamente bajo de ánimo, y me pareció que lloraba.

—¡Te aseguro que se me oprime el corazón por él, de verdad! —gimió Caddy—. Esta noche no puedo evitar el pensar cuántas esperanzas tengo, Esther, de ser feliz con Prince, y cuánto esperaba Papá, estoy segura, ser feliz con Mamá. ¡Qué vida más triste!

—¡Mi querida Caddy! —exclamó el señor Jellyby, volviendo la cabeza lentamente desde la pared. Creo que era la primera vez que lo oía yo decir tres palabras seguidas.

—¡Sí, Papá! —gritó Caddy, yendo a abrazarlo afectuosamente.

—Mi querida Caddy —continuó diciendo el señor Jellyby—, nunca te…

—¿Que no me case con Prince, Papá? —tartamudeó Caddy—. ¿Que no me case con Prince?

—Sí, hija mía —dijo el señor Jellyby—. Claro que te cases con él. Pero nunca tengas…

En mi relato de nuestra primera visita a Thavies Inn ya mencioné que, según Richard, el señor Jellyby solía abrir la boca después de cenar y no decía nada. Era una costumbre suya. Ahora abrió la boca muchas veces y sacudió la cabeza con aire melancólico.

—¿Qué es lo que no quieres que tenga? ¿Que no tenga qué, Papá querido? —preguntó Caddy, presionándolo con los brazos echados al cuello de él.

—Nunca tengas una Misión en la Vida, hija mía.

El señor Jellyby gruñó y volvió a apoyar la cabeza en la pared, y aquélla fue la única vez en que lo oí aproximarse ni siquiera a expresar sus sentimientos sobre la cuestión de Borriobula. Supongo que alguna vez debe de haber sido más expresivo y animado, pero parecía haberse quedado completamente agotado mucho antes de que lo conociera yo.

Aquella noche me pareció que la señora Jellyby no iba a dejar nunca de contemplar serenamente sus papeles y de beber café. Era medianoche antes de que pudiéramos entrar en posesión de la sala, y la limpieza que entonces necesitaba era tan desalentadora, que Caddy, que casi estaba al borde de sus fuerzas, se sentó en medio del polvo y se puso a llorar. Pero pronto se animó, e hicimos maravillas antes de irnos a acostar.

Por la mañana, con la ayuda de unas cuantas flores y gran cantidad de agua y jabón, todo tenía un aspecto muy ordenado y alegre. El breve desayuno resultó animado, y Caddy estuvo perfectamente encantadora. Pero cuando llegó mi niña pensé (y sigo pensándolo) que nunca había visto una cara tan bella como la de mi encanto.

Hicimos una pequeña fiesta en el piso de arriba para los niños, y pusimos a Peepy a la cabecera de la mesa, y les dejamos ver a Caddy vestida de novia, y aplaudieron y gritaron hurras, y Caddy lloró al pensar que se iba a separar de ellos, y les dio unos abrazos tras otros, hasta que trajimos a Prince para que se la llevara, momento en el que, lamento decirlo, Peepy le dio un mordisco. Después apareció en el piso de abajo el señor Turveydrop padre, en un estado de Porte imposible de expresar, que bendijo benignamente a Caddy e hizo comprender a mi Tutor que la felicidad de su hijo era obra paternal suya, y que había sacrificado sus consideraciones personales para asegurarla:

—Señor mío —dijo el señor Turveydrop—, estos jóvenes van a vivir conmigo, mi casa es lo bastante grande para ellos también, y no les faltará la protección de mi techo. Quizá hubiera deseado (y usted, señor Jarndyce, comprenderá mi alusión, pues recordará usted a mi ilustre protector, el Príncipe Regente), hubiera podido desear que mi hijo se hubiera casado con alguien de una familia en la que hubiera más Porte, pero ¡hágase la voluntad del Cielo!

El señor y la señora Pardiggle formaban parte del grupo. El señor Pardiggle, hombre de aspecto terco, con un gran chaleco y pelo erizado, siempre hablaba a gritos, con su vozarrón de bajo, de su óbolo, o del óbolo de la señora Pardiggle, o de los óbolos de sus cinco hijos. El señor Quale, con el pelo cepillado hacia atrás, como de costumbre, y con las sienes abultadas como siempre, y como siempre muy brillantes, también estaba presente, y no representaba el personaje del pretendiente desilusionado, sino el del Aceptado por una dama joven —o, al menos, soltera—, una tal señora Wisk, que también estaba presente. La misión de la señorita Wisk, según dijo mi Tutor, consistía en demostrar al mundo que la misión de la mujer era la misión del hombre, y que la única verdadera misión, tanto del hombre como de la mujer, consistía en presentar proyectos de resolución acerca de todo género de cosas en mítines públicos. Los invitados no eran muchos, pero, como cabía esperar en casa de la señora Jellyby, estaban todos consagrados de manera exclusiva a todo género de actividades públicas. Además de los que ya he mencionado, había una señora muy sucia, con el sombrero puesto del revés, y en cuyo vestido todavía se podía ver la etiqueta con el precio, cuya casa descuidada, según me contó Caddy, era como un campo abandonado, pero, en cambio, tenía su iglesia más limpia que una patena. El grupo quedaba completo con un caballero muy discutidor, según el cual su misión en la vida era la de ser hermano de todos, pero que parecía estar en relaciones muy frías con toda su familia.

Por mucho ingenio que se tuviera, apenas habría podido reunirse un grupo menos idóneo para una ocasión de este tipo. Lo que menos atraía a todos ellos era una misión tan mezquina como la misión de la domesticidad; de hecho, según nos comunicó la señorita Wisk, muy indignada antes de sentarnos a la mesa, la idea de que la misión de la mujer consistía en reducirse estrictamente al Hogar era una calumnia insultante por parte de su Tirano, el Hombre. Otra de las singularidades era que a ninguna de las personas con misión (salvo el señor Quale, cuya misión, como creo haber dicho ya antes, consistía en caer en éxtasis con la misión de todos los demás) le importaba en absoluto la misión de ningún otro. La señora Pardiggle estaba convencida de que el único rumbo infalible era el de lanzarse sobre los pobres e imponerles la benevolencia igual que se les podría imponer una camisa de fuerza, y la señorita Wisk estaba convencida de que lo único práctico que se podía hacer en el mundo era la emancipación de la Mujer de la soberanía de su Tirano, el Hombre. Entre tanto, la señora Jellyby sonreía ante la visión limitada de quienes no podían ver que lo único importante era Borriobula-Gha.

Pero me estoy adelantando al sentido de nuestra conversación en el trayecto de vuelta, en lugar de llevar a Caddy primero a su boda. Todos fuimos a la iglesia, con el señor Jellyby actuando de padrino. Jamás podré decir lo suficiente acerca de la forma en que el señor Turveydrop padre, con el sombrero bajo el brazo izquierdo (y el interior de aquél apuntando al clérigo, como si fuera un cañón), y los ojos arrugados bajo la peluca, se mantuvo, rígido y firme, detrás de nosotras, las damas de honor, a todo lo largo de la ceremonia, y después nos presentó sus saludos. La señorita Wisk, de la cual no puedo decir que tuviera un aspecto impresionante, y cuyos modales eran sombríos, escuchó la ceremonia como parte de los Agravios de la Mujer, con gesto desdeñoso. La señora Jellyby, con su sonrisa plácida y su mirada brillante, era la que parecía menos interesada de todo el grupo.

Cuando llegó el momento, volvimos todos para el banquete nupcial, y la señora Jellyby se sentó a la cabecera de la mesa, y el señor Jellyby al otro extremo. Anteriormente, Caddy había subido discretamente las escaleras, para dar otro abrazo a los niños y decirles que a partir de ahora su nombre de casada era Turveydrop. Pero aquella noticia, en lugar de constituir una sorpresa agradable para Peepy, hizo que éste se cayera de espaldas con tales transportes de pesar, que cuando me enviaron a buscar no pude hacer nada mejor que acceder a la propuesta de que lo llevaran a la mesa del banquete nupcial. Así que lo bajaron y se me sentó en las rodillas, y la señora Jellyby, tras comentar al ver el delantal de Peepy: «¡Ay, Peepy, malo, qué marranito eres!», no se sintió en absoluto incómoda. El niño se comportó muy bien, salvo que se había bajado a Noé (parte de un arca que le había regalado yo antes de irnos a la iglesia) y se dedicó a empaparlo, primero en los vasos de vino y después a metérselo en la boca.

Mi Tutor, con su amabilidad, su rápida percepción y su rostro amigable, logró que incluso aquel grupo tan poco amigable se comportara agradablemente. Parecía como si nadie pudiera hablar más que de su propio tema, e incluso que nadie supiera hablar ni siquiera de eso, como parte de un mundo en el que hubiera otras cosas, pero mi Tutor logró que todo se convirtiera en amables palabras de cariño hacia Caddy y el motivo del banquete, y consiguió que éste saliera adelante estupendamente. Me da miedo pensar en lo que hubiera podido ocurrir sin él, pues la verdad era que la ocasión prometía poco, ya que todo el grupo despreciaba a la novia y el novio, y el señor Turveydrop padre se consideraba inmensamente superior a todos, habida cuenta de su gran Porte.

Por fin llegó el momento de que se marchara la pobre Caddy, y de que se pusieran todas sus cosas en el coche alquilado que se la iba a llevar a Gravesend con su marido. Nos afectó mucho ver cómo Caddy se aferraba entonces a su deplorable hogar, y se abrazaba al cuello de su madre con la mayor ternura:

—Siento mucho no haber podido seguir tomándote los dictados, Mamá —gimió Caddy—, y espero que ahora me perdones.

—¡Vamos, Caddy, Caddy! —dijo la señora Jellyby—. Ya te he dicho veces y veces que he contratado a un muchacho, y no hay más que hablar.

—¿Estás segura de no estar enfadada conmigo, Mamá? ¡Por favor, Mamá, dime que no antes de que me vaya!

—Caddy, no seas tonta —replicó la señora Jellyby—. ¿Te parece que estoy enfadada, o que tengo tendencia a enfadarme, o tiempo para enfadarme? ¿Cómo
puedes
decirme una cosa así?

—¡Mamá, cuida bien de Papá durante mi ausencia!

La señora Jellyby se echó a reír ante tamaña idea.

—Eres una romántica —dijo, dándole unas palmaditas a Caddy—. Vamos. Ya sabes que somos muy buenas amigas. ¡Ahora, adiós, Caddy, y que seas muy feliz!

Entonces Caddy se abrazó a su padre y apretó la mejilla contra la de él, como si se tratase de un niño enfermo. Todo aquello ocurrió en el vestíbulo. Su padre se desprendió de ella, se sacó el pañuelo y se sentó en las escaleras con la cabeza apoyada en la pared. Espero que todas aquellas paredes constituyeran un consuelo para él. Casi estoy convencida de ello.

Y después Prince la tomó del brazo y se volvió con gran emoción y respeto hacia su padre, cuyo Porte en aquel momento era abrumador.

—¡Muchas gracias una vez más, padre! —dijo Prince, besándole la mano—. Le agradezco todas sus amabilidades y atenciones en relación con nuestra boda, y le aseguro que lo mismo piensa Caddy.

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