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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico, Novela

Casa desolada (70 page)

BOOK: Casa desolada
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—Desde luego —gimió Caddy—. ¡Des-de lue-go!

—Querido hijo —dijo el señor Turveydrop—, y querida hija, he cumplido con mi deber. Si se cierne sobre nosotros el espíritu de una Mujer que es Santa, y contempla este momento, eso, y la constancia de vuestro afecto, constituirá mi recompensa. Creo que no fallaréis en
vuestros
deberes, hijo mío e hija mía, ¿verdad?

—¡Jamás, querido padre, jamás! —exclamó Prince.

—¡Jamás, jamás, querido señor Turveydrop! —dijo Caddy.

—Así debe ser —replicó el señor Turveydrop—. Hijos míos, mi casa es vuestra, mi corazón es vuestro, todo lo mío es vuestro. Jamás os abandonaré, hasta que la Muerte nos separe. Hijo mío, ¿creo que contemplas estar ausente una semana?

—Una semana, padre. Volveremos a casa dentro de ocho días.

—Querido hijo mío —dijo el señor Turveydrop—, permíteme que incluso en las actuales circunstancias excepcionales te recomiende la más estricta puntualidad. Es importantísimo mantener las cosas en orden, y cuando se empieza a abandonar las escuelas, éstas tienden a caer en el desorden.

—Padre, le aseguro que dentro de ocho días estaremos cenando en casa.

—¡Muy bien! —dijo el señor Turveydrop—. Mi querida Caroline, os aseguro que encontraréis la chimenea encendida en vuestro aposento y la cena preparada en mis apartamentos. ¡Sí, sí, Prince! —anticipándose con grandes aires a cualquier objeción altruista por parte de su hijo— Tú y tu Caroline seréis unos recién llegados a la parte alta de la casa, y, en consecuencia, ese día cenaréis en mis apartamentos. ¡Y ahora, idos con mi bendición!

Se marcharon, y no sé quién me pareció más extraño: si la señora Jellyby o el señor Turveydrop. Ada y mi Tutor pensaban lo mismo que yo, y hablamos del asunto. Pero antes de que nos marcháramos también nosotros, recibí un cumplido de lo más inesperado y elocuente del señor Jellyby. Se me acercó en el vestíbulo, me tomó de las dos manos, me las apretó mucho y abrió dos veces la boca. Estaba yo tan segura de lo que significaba aquello, que dije, muy apurada:

—No hay de qué, señor mío. ¡Por favor, no tiene importancia!

Y cuando los tres estábamos camino de casa, comenté:

—Espero que este matrimonio sea para bien, Tutor.

—Eso espero, mujercita. Paciencia. Ya veremos.

—¿Sopla hoy viento de Levante? —me aventuré a preguntar.

Se rió mucho, y contestó:

—No.

—Pero creo que esta mañana sí soplaba —dije yo.

Volvió a contestar que no, y aquella vez mi niñita también dijo que no, y meneó la adorable cabecita, que, con el ramillete de flores que tenía en el pelo dorado, era como la verdadera imagen de la Primavera.

—Sí que sabes tú mucho de los vientos de Levante feíta mía —le dije, besándola admirada; no pude contenerme.

¡Bueno! Ya sé que no era más que por lo mucho que me querían, y hace mucho tiempo de esto. Tengo que escribirlo, aunque después vuelva a borrarlo, porque me agrada mucho. Dijeron que no podía soplar viento de Levante donde había presente Alguien; dijeron que donde iba la señora Durden brillaba el sol y el aire era el del verano.

31. Enfermera y paciente

No hacía muchos días que había vuelto yo a casa cuando una tarde subí a mi habitación a ver lo que estaba escribiendo Charley en su cuaderno. A Charley le resultaba muy difícil aprender a escribir, y no parecía que pudiera dominar a la pluma, sino que en su mano la pluma aparentaba adquirir una animación perversa, y saltaba y se encabritaba, se detenía de repente, corveteaba y gambeteaba, como un caballo indómito. Resultaba algo muy extraño ver qué letras tan raras iba formando la manita de Charley, por lo encogidas, deformes y tambaleantes que le salían, cuando aquella manita era tan regordeta y torneada. Pero Charley hacía muy bien todo lo demás, y tenía unos deditos de lo más diestros para todo género de cosas.

—Bueno, Charley —le dije al ver una copia de la letra «O» que estaba representada como algo cuadrado unas veces, triangular otras, o en forma de pera o de mil otras formas—, parece que vamos mejorando. Si logramos que salga redonda, Charley, estará perfecta.

Entonces hice yo una, y Charley hizo otra, y la pluma no sacó entera la «O» de Charley, sino que la convirtió en un nudo.

—No importa, Charley; con el tiempo nos saldrá bien.

Charley dejó la pluma en la mesa, porque había terminado de copiar; abrió y cerró la manita crispada, miró gravemente a la página, medio orgullosa, medio dudosa, se levantó y me hizo una reverencia.

—Gracias, señorita; ¿conocía usted a una pobre mujer que se llama Jenny, con su permiso, señorita?

—¿Una que estaba casada con un ladrillero, Charley? Sí.

—Pues vino a hablar conmigo cuando salí hace un rato, y me dijo que la conocía a usted, señorita. Me preguntó si no era yo la doncella de la señorita, o sea, de usted, señorita, y le dije que sí, señorita.

—Creía que se había ido de aquí, Charley.

—Y se había ido, señorita, pero ha vuelto a casa, señorita, ella y Liz. ¿Conocía usted a otra pobre mujer que se llama Liz?

—Creo que sí, Charley, aunque no me acuerdo de cómo se llamaba.

—¡Eso fue lo que dijo ella! —comentó Charley—. Han vuelto las dos señorita, después de mucho andar por ahí.

—¿Mucho andar por ahí, Charley?

—Sí, señorita. —Si Charley hubiera podido hacer las letras tan redondas como ponía ahora los ojos al mirarme, hubiera sido excelente—. Y la pobre vino a casa tres o cuatro días, esperando verla a usted, señorita; dijo que no quería más que eso, pero usted no estaba. Entonces fue cuando me vio a mí —dijo Charley con una risita breve, encantada y orgullosa—, ¡y pensó que yo tenía el aspecto de ser su doncella de usted!

—¿De verdad, Charley?

—¡Sí, señorita! ¡De verdad se lo digo! —Y Charley, con otra risita breve y encantada, volvió a abrir mucho los ojos, y después puso el gesto de seriedad apropiado para mi doncella. Yo nunca me cansaba de ver cómo disfrutaba Charley con aquel honor, cómo se erguía ante mí con aquella cara y aquel cuerpo tan aniñados y aquellos modales tan firmes, y cómo se advertía en medio de todo aquello su alegría infantil.

—¿Y dónde la viste, Charley? —le pregunté.

A mi doncellita se le entristeció la cara al replicar:

—Junto a la clínica del doctor, señorita. —Porque Charley todavía estaba de luto.

Pregunté si la mujer del ladrillero estaba enferma, pero Charley me dijo que no. Era un chico. Un chico que estaba en casa de aquella mujer, que había llegado a pie a Saint Albans y que seguía a pie no sabía adónde. Un pobre chico, dijo Charley. No tenía ni padre, ni madre, ni nadie. «Como podía haberle pasado a Tom, señorita, si después de padre nos hubiéramos muerto Emma y yo», dijo Charley, a quien se les llenaron de lágrimas los ojazos redondos.

—¿Y le iba a comprar medicinas, Charley?

—Me dijo, señorita —respondió Charley—, que él había hecho lo mismo por ella.

Mi doncellita tenía un gesto tan preocupado, y tenía las manos tan apretadas mientras me miraba, que no me resultó difícil leer sus pensamientos, y le dije:

—Bueno, Charley, me parece que lo mejor que podemos hacer es ir a casa de Jenny, a ver qué pasa.

La alacridad con la que Charley me trajo el sombrero y el velo, y con que, después de ayudarme a vestirme, se arrebujó de manera tan rara en su cálido chal, de modo que parecía una viejecita, bastó para expresar lo dispuesta que estaba. De modo que nos fuimos, Charley y yo, sin decir nada a nadie.

Era una noche fría y desapacible, y los árboles se agitaban con el viento. Todo el día había estado cayendo una lluvia constante y densa, y los anteriores, también. Pero en aquel momento no llovía. Había aclarado en parte, pero seguía muy cubierto, incluso por encima de nosotras, donde se divisaban algunas estrellas. En el Norte y el Noroeste, donde se había puesto el sol hacía tres horas, se veía una luz pálida y mortecina, que era al mismo tiempo atractiva e inquietante, y hacia ella apuntaban ondulantes unos filamentos largos y grises de nubes, como un mar que se hubiera quedado inmovilizado en su oleaje. En la dirección de Londres se advertía un resplandor lívido sobre el páramo oscurecido, y el contraste entre aquellas dos luces, y la visión que sugería la luz más roja de un fuego sobrenatural que luciera sobre todos los edificios invisibles de la ciudad, y sobre todos los millares de rostros de sus asombrados habitantes, prestaba a todo una enorme solemnidad.

Aquella noche no tenía yo la menor idea, ni la más mínima, de lo que pronto iba a ocurrirme. Pero después siempre he recordado que cuando nos detuvimos en la puerta del jardín a contemplar el cielo, y cuando seguimos nuestro camino, tuve por un momento la impresión indefinible de mí misma como algo diferente de lo que era en aquel momento. Sé que fue justo en aquel momento cuando la experimenté. Desde entonces siempre he relacionado aquella sensación con el lugar y el momento exactos, con las voces distantes que llegaban del pueblo, los ladridos de un perro y el ruido de unas ruedas que bajaban por una cuesta embarrada.

Era un sábado por la noche, y casi toda la gente que vivía en el sitio al que íbamos nosotras estaba bebiendo en otra parte. Todo estaba más tranquilo que en mi última vi sita, pero igual de miserable. Los hornos estaban encendidos, y hasta nosotros llegaba un vapor sofocante con un resplandor azul pálido.

Llegamos a la casita, en cuya ventana medio rota ardía débilmente una vela. Llamamos a la puerta y entramos. La madre del niño que había muerto estaba sentada en una silla junto a un pobre fuego, cerca de la cama, y frente a ella, un chico con muy mal aspecto se acurrucaba en el suelo, apoyado en la chimenea. Tenía bajo el brazo, como si fuera un paquetito, un trozo arrancado de un gorro de piel, y aunque trataba de calentarse, tiritaba tanto que la puerta y la ventana desvencijadas también temblaban. El aire estaba más enrarecido que la última vez, con un olor malsano y muy raro.

Cuando dirigí la palabra a la mujer, que fue en el momento de entrar, no me había levantado el velo. Instantáneamente, el muchacho se puso en pie como pudo y se me quedó mirando con una extraña expresión de sorpresa y terror.

Reaccionó con tal rapidez, y era tan evidente que aquello era por causa mía, que me detuve, en lugar de seguir avanzando.

—No quiero
golver
al cementerio —murmuró el chico—. ¡Le digo que no voy a
golver
!

Me levanté el velo y me dirigí a la mujer. Ésta me dijo, en voz baja:

—No haga caso, señora. Ya le volverá el juicio —y a él le dijo—: Jo, Jo, ¿qué pasa?

—¡Ya sé a qué ha
venío
ésa! —gritó el chico.

—¿Quién?

—Esa señora. Ha
venío
para llevarme al cementerio.

—No quiero
golver
al cementerio. No me gusta esa palabra. A lo mejor me quiere enterrar a mí —y como le volvieron a entrar los temblores, se apoyó en la pared e hizo temblar la choza.

—Se ha pasado diciendo lo mismo todo el día, señora —dijo Jenny en voz baja—. ¡Deja de mirar! Es mi señora, Jo.

—¿Seguro? —respondió con voz de duda el chico, contemplándome con un brazo puesto en la frente ardorosa—. A mí me parece que es la otra. No es por el gorro ni por el traje, pero me parece que es la otra.

Mi pequeña Charley, con su experiencia prematura en materia de enfermedades y problemas, se había quitado el sombrero y el chal, y ahora se le acercó en silenció con una silla y le hizo sentarse en ella, como si fuera una enfermera vieja y experta. Salvo que ninguna enfermera profesional hubiera podido mostrarle la carita aniñada de Charley, que pareció inspirarle confianza.

—¡Bueno! —dijo el chico—. Lo que
usted
diga. ¿Esta señora no es la otra señora?

Charley lo negó con la cabeza, mientras lo iba abrigando metódicamente con los harapos que llevaba el propio chico, para taparlo todo lo posible.

—¡Bueno! —murmuró el chico—, pues no será ella.

—He venido a ver si podía hacer algo —dije yo—. ¿Qué te pasa?

—Me hielo —respondió él con voz ronca, contemplándome con ojos desencajados— y luego ardo de calor, y luego me hielo, y luego ardo, y así muchas veces en una hora. Y tengo mucho sueño, y es como si me
golviera
loco… y tengo mucha sed… y es como si me dolieran todos los
güesos
.

—¿Cuándo ha llegado? —pregunté a la mujer.

—Esta mañana, señora. Le encontré en una esquina del pueblo. Le conocí cuando estuvimos en Londres. ¿Verdad, Jo?

—En Tomsolo —respondió el muchacho.

Cada vez que fijaba la atención o la vista, le duraba sólo un momento. Luego volvía a bajar la cabeza, que se le caía pesadamente, y hablaba como si sólo estuviera despierto a medias.

—¿Cuándo salió de Londres? —pregunté.

—Salí de Londres ayer —dijo el propio chico, que ahora estaba encendido y sudaba—. Voy a un sitio.

—¿Adónde va? —continué preguntando.

—A un sitio —repitió el chico en voz más alta—. Desde que la otra me dio el soberano me han hecho circular y más circular, más que nunca. La señora Snagsby me vigila todo el tiempo y me echa de todas partes, como si yo le hubiera hecho algo, y todo el mundo me vigila y me hace circular. Todos igual, desde que no me levanto hasta que no me acuesto. Y ahora me voy a un sitio. Eso es lo que voy a hacer. Cuando me vio en Tomsolo, me dijo que venía de Santalbán, así que vine por el camino de Santalbán. Da igual uno que otro.

Siempre terminaba mirando a Charley.

—¿Qué vamos a hacer con él? —pregunté a la mujer, llevándomela a un lado—. ¡No puede viajar en este estado, aunque fuese a hacer algo concreto y supiera dónde va!

—Señora, yo sé menos que los muertos —me contestó, mirándolo con compasión—. Y a lo mejor los muertos saben más, pero no lo pueden decir. Le he dejado quedarse aquí todo el día por compasión, y le he dado un caldo y un remedio, y Liz ha ido a ver si hay alguien que le pueda alojar (ahí está mi niña en la cama; en realidad es de ella, pero yo la llamo mi niña), pero no se puede quedar aquí mucho tiempo, porque si vuelve mi hombre y le encuentra aquí, le echa a golpes, y le puede hacer daño. ¡Un momento! ¡Aquí vuelve Liz!

Mientras decía aquella palabras, llegó corriendo la otra mujer, y el muchacho se levantó con una idea confusa de que querían que se marchara. No sé cuándo se despertó la niña ni cómo se le acercó Charley, la sacó de la cama y empezó a pasearla para que no llorase. Lo hizo todo con aire muy natural, como si volviera a estar con Tom y Emma en la buhardilla de la señora Blinder.

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