Casa desolada (95 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico, Novela

BOOK: Casa desolada
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—Puede usted contar con ella.

—Bien. Y desearía, para concluir, recordarle como precaución práctica, por si fuera necesario recordarlo en alguna comunicación con Sir Leicester, que a todo lo largo de esta entrevista he dicho expresamente que mi única consideración eran los sentimientos y la honra de Sir Leicester y la reputación de la familia. Hubiera celebrado mucho poner también a Lady Dedlock entre las primeras de mis consideraciones, si el caso lo hubiera permitido, pero por desgracia no es así.

—Soy testigo de su fidelidad, señor mío.

Tanto antes como después de esta frase sigue absorta, pero por fin se mueve y da la vuelta, imperturbable en su aspecto natural y adquirido, hacia la puerta. El señor Tulkinghorn abre ambas puertas exactamente igual que lo hubiera hecho ayer, o hace diez años, y hace su reverencia anticuada cuando sale ella. La mirada que recibe de esa hermosa faz cuando pasa ésta a la oscuridad no es corriente, ni es corriente el gesto, aunque leve, con que reconoce su cortesía. Pero, como reflexiona él cuando se queda a solas, la mujer no ha estado sometida a una presión corriente.

Lo comprendería todavía mejor si viera cómo la mujer recorre ahora sus propios aposentos, con los cabellos desordenados y apartados de la cara, que tiene echada hacia atrás, las manos puestas en la nuca, el cuerpo retorcido como por el dolor. Lo pensaría todavía más si viera cómo la mujer se pasa andando varias horas así, sin cansarse, sin descansar, seguida por los fieles pasos en el Paseo del Fantasma. Pero ahora él cierra la ventana para protegerse contra el viento que ya sopla fresco, corre las cortinas y se acuesta y se duerme. Y es verdad que cuando las estrellas se apagan y el pálido día penetra en el dormitorio de la torreta lo encuentra más viejo que nunca, y parece como si tanto el sepulturero como la pala ya estuvieran dispuestos y dentro de poco fueran a empezar a cavar.

El mismo día pálido atisba a Sir Leicester, que perdona a un país arrepentido en un sueño majestuosamente condescendiente, y a los primos que ocupan diversos cargos públicos, y sobre todo empiezan a percibir sueldos, y la casta Volumnia que concede una dote de 50.000 libras a un general feo y viejo, con una boca llena de dientes falsos, como un piano con demasiadas teclas, que desde hace mucho tiempo es la admiración de Bath y el terror de todas las demás comunidades. También atisba otros dormitorios en las partes más altas del tejado, y los cuartos del servicio en los patios y encima de las cuadras, donde ambiciones más humildes sueñan con la felicidad, en forma de pabellones de guardabosques y de uniones en santo matrimonio con Will o con Sally. Se levanta el sol brillante y se lo lleva todo con él: los Wills y las Sallys, el vapor latente en la tierra, las hojas y las flores que caen hacia el suelo, los pájaros y los animales y los insectos, los jardineros que barren la hierba bañada por el rocío y revelan un terciopelo esmeralda por donde pasa el rodillo, el humo de la gran cocina que sube recto y alto por el aire iluminado. Por fin se iza la bandera por encima de la cabeza inconsciente del señor Tulkinghorn, para proclamar con animación que Sir Leicester y Lady Dedlock están en su dulce hogar y que reina la hospitalidad en su casa de Lincolnshire.

42. El bufete del Sr. Tulkinghorn

Desde las verdes ondulaciones y los añosos robles de la finca de los Dedlock, el señor Tulkinghorn se traslada al calor y el polvo rancios de Londres. La manera en que va y viene entre los dos lugares es uno de sus misterios. Llega a Chesney Wold como si estuviera al lado de su bufete y vuelve a su bufete como si nunca hubiera salido de Lincoln’s Inn Fields. No se cambia de ropa antes del viaje ni habla de éste después. Esta mañana se evaporó de su habitación en la torreta, igual que ahora, al oscurecer, se condensa en su propio distrito.

Como un pájaro sucio de Londres entre los pájaros que descansan en estas praderas agradables, donde todas las ovejas se convierten en pergamino, las cabras en pelucas y la hierba en paja, el abogado, secado al humo y desvaído, residente entre los humanos, pero sin relacionarse con ellos, envejecido sin haber experimentado la desenfadada juventud, y habituado desde hace tanto tiempo a formar su nido apretujado entre los huecos y los rincones de la naturaleza humana que ha olvidado que existen otras perspectivas más amplias y generosas, llega tranquilamente a su casa. En el horno que forman los ardientes suelos y los edificios ardientes ha quedado más cocido que de costumbre, y, en su mente sedienta, no piensa más que en su viejo oporto de más de medio siglo.

El farolero sube y baja su escalera del lado de los Fields en que está el señor Tulkinghorn cuando ese noble sacerdote de los misterios de la nobleza llega a su propio y gris patio. Sube las escaleras y va a deslizarse al recibidor en penumbra cuando en el escalón de arriba se encuentra con un hombrecillo que se inclina propiciatorio.

—¿Es Snagsby?

—Sí, señor. Espero que se encuentre usted bien, señor. Estaba a punto de renunciar a ver a usted y de marcharme a casa.

—¿Sí? ¿De qué se trata? ¿Qué desea usted de mí?

—Pues, señor —dice el señor Snagsby, que se ha ladeado el sombrero en signo de deferencia para con su mejor cliente—, deseaba decirle una palabra, señor.

—¿Puede usted decírmela aquí?

—Perfectamente, señor.

—Dígala, pues —y el abogado apoya los brazos en la barandilla que hay en la escalera, y contempla cómo el farolero va alumbrando la plazoleta.

—Se refiere —dice el señor Snagsby en voz baja y misteriosa—, se refiere… por no andarnos con circunloquios… a la extranjera, señor.

Al señor Tulkinghorn le brillan los ojos de sorpresa:

—¿Qué extranjera?

—La señora extranjera, caballero. ¿Francesa, si no me equivoco? No es que yo conozca su idioma, pero juzgaría por sus modales y su aspecto que era francesa; en todo caso, extranjera sin lugar a dudas. La que estaba arriba, caballero, cuando el señor Bucket y yo tuvimos el honor de venir a verle a usted con el chico barrendero aquella noche.

—¡Ah! Sí, sí. Mademoiselle Hortense.

—¿Así se llama, caballero? —y el señor Snagsby emite su tosecilla de sumisión tras el sombrero—. Yo, personalmente, no estoy familiarizado con los nombres extranjeros en general, pero no cabe duda de que
sería
ése. El señor Snagsby parece haberse lanzado a esa respuesta con algún designio desesperado de repetir el nombre, pero, tras pensárselo, vuelve a toser para disculparse.

—¿Y qué tiene usted que decirme con respecto a esa persona, Snagsby? —pregunta el señor Tulkinghorn.

—Verá, caballero, —responde el papelero, tapándose la boca con el sombrero—, la verdad es que me resulta algo difícil. Mi felicidad doméstica es muy grande, o por lo menos lo máximo que se puede esperar, creo, pero mi mujercita es un poco dada a los celos. Por no andarnos con circunloquios, es muy dada a los celos. Y ya comprenderá usted, cuando aparece en la tienda una mujer extranjero de tan buen aspecto y se cierne (aunque yo sería el último, caballero, en emplear una expresión tan fuerte, pero se cierne) por la plazoleta, pues ya sabe usted que es… ¿cómo le diría yo?… Imagínese usted, caballero.

Tras decir estas palabras con tono compungido, el señor Snagsby añade una tosecilla de sentido general para cubrir todo lo que no ha dicho.

—Pero ¿qué quiere decir usted? —pregunta el señor Tulkinghorn.

—Exactamente eso, caballero —replica el señor Snagsby—. Estaba seguro de que usted lo comprendería y disculparía mis sentimientos por ser tan razonables cuando a ellos se añade la conocida excitabilidad de mi mujercita. Sabrá usted que la extranjera (cuyo nombre acaba usted de pronunciar, seguro que con la mayor perfección) comprendió aquella noche la palabra Snagsby, pues es muy rápida, e hizo preguntas y se enteró de las señas y llegó a la hora de cenar. Bueno, pues nuestra criadita Guster es tímida y tiene ataques y cuando se asustó al ver el aspecto de la extranjera (que tiene un aire muy bravío) y ante la manera tan rara que tiene de hablar, que puede alarmar a cualquier persona un poco débil, cedió, en vez de aguantar, y bajó cayéndose por las escaleras de la cocina, un escalón tras otro, con unos ataques que yo creo que jamás ha tenido igual, y creo que no han ocurrido en ninguna casa más que en la nuestra. En consecuencia, por fortuna, mi mujercita tuvo muchas cosas de las que ocuparse, y yo era el único que podía ocuparse de la tienda. Cuando
ella
me dijo que, como su empleado siempre le negaba la posibilidad de ver al señor Tulkinghorn (estoy convencido de que así es como llaman los extranjeros a los pasantes), se iba a dedicar a venir constantemente a mi tienda hasta que la dejaran venir aquí. Desde entonces se pasa el tiempo, como empecé a decir, caballero, cerniéndose…, cerniéndose, caballero —y el señor Snagsby repite el verbo con un énfasis patético—, por la plazoleta. Resulta imposible calcular los efectos de esos desplazamientos. No me extrañaría que ya hubieran sido la causa de errores de lo más doloroso incluso en las mentes de mis vecinos, por no mencionar (si ello fuera posible) a mi mujercita. Cuando sabe Dios —observa el señor Snagsby, meneando la cabeza— que jamás he pensado en ninguna extranjera, salvo las antiguas, que vendían escobas mientras llevaban un bebé en brazos, o las de ahora, que llevan una pandereta y pendientes
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¡Le aseguro, señor, que nunca había pensado en ellas!

El señor Tulkinghorn ha escuchado gravemente estas quejas y cuando el papelero termina pregunta:

—¿Y eso es todo, Snagsby?

—Pues sí, señor, eso es todo —dice el señor Snagsby, que termina con una tosecilla que significa claramente: «Y a mí me basta y me sobra».

—No sé lo que puede querer o significar Mademoiselle Hortense, salvo que se haya vuelto loca —dice el abogado.

—Pero sabe usted, caballero, aunque se hubiera vuelto loca no sería ningún consuelo tener una especie de arma, en forma de daga extranjera, clavada en medio de la familia.

—No —dice el otro—. ¡Bien, bien! Habrá que poner fin a todo esto. Lamento que se haya visto usted incomodado. Si vuelve, dígale que venga aquí.

El señor Snagsby se despide, con grandes reverencias y tosecillas de disculpa, con el ánimo aliviado. El señor Tulkinghorn sube las escaleras, diciéndose: «A estas mujeres las han creado para causar problemas vayan donde vayan. ¡Como si no bastara con tratar con la señora, ahora hay que tratar con la doncella! Pero al menos con esta individua voy a terminar pronto!».

Diciéndose estas palabras, abre la puerta, va a tientas hacia sus sombríos aposentos, enciende sus velas y mira a su alrededor. La oscuridad es excesiva para que se pueda ver bien la alegoría del techo, pero se ve con toda claridad a ese inoportuno romano, que se pasa el tiempo mirando por encima de las nubes y señalando algo. El señor Tulkinghorn no le hace demasiado caso, se saca una llavecita del bolsillo, abre un cajón en el cual hay otra llave, que abre una cómoda en la cual hay otra llave, y de ahí sale la llave de la bodega, con la que se dispone a bajar a las zonas donde está el vino añejo. Se está acercando a la puerta con una vela en la mano cuando alguien llama.

—¿Quién es? Ya, ya, señora, es usted, ¿no es verdad? Llega usted en un buen momento. Me estaban hablando de usted. ¡Bueno! ¿Qué quiere usted?

Pone la vela en la repisa de la chimenea del despacho del pasante y se golpea en la seca mejilla con la llave mientras pronuncia esas palabras de bienvenida a Mademoiselle Hortense. Ese personaje felino, con los labios firmemente apretados, y mirándolo de reojo, cierra la puerta silenciosamente antes de responder:

—Me ha costado mucho trabajo encontrarle, monsieur.

—¡No me diga!

—He venido muchas veces aquí, monsieur. Siempre me han dicho que no está en casa, que está ocupado, que lo de aquí y lo de allá, que no está para usted.

—Exacto, le han dicho la verdad.

—No la verdad. ¡Mentiras!

Hay ocasiones en las que los humores de Mademoiselle Hortense son tan repentinos, sus modales se parecen tanto a un salto sobre la persona a la que se dirige, que esa persona involuntariamente se sobresalta y retrocede. Eso es lo que le ocurre ahora al señor Tulkinghorn, aunque Mademoiselle Hortense, con los ojos casi cerrados (si bien sigue mirando de reojo), no hace más que sonreír despectivamente y menear la cabeza.

—Bueno, señora —dice el abogado, poniendo apresuradamente la llave en la repisa—, si tiene usted algo que decirme, dígamelo, dígamelo.

—Señor, usted no me ha bien tratado. Ha sido usted mezquino y sucio.

—Mezquino y sucio, ¿eh? —replica el abogado, frotándose la nariz con la llave.

—Sí. ¿Qué es lo que le digo? Usted lo sabe bien. Usted me ha atrapado (me ha cogido) para darle información; usted me ha pedido que le enseñe el vestido de mi que Milady debe de haber llevado aquella noche, usted me ha pedido que le venga aquí para ver a aquel chico… ¡Diga! ¿No es así? —y Mademoiselle Hortense da otro salto.

—¡Es usted una bruja, una bruja! —y el señor Tulkinghorn parece meditar mientras la contempla desconfiado, después de lo cual replica:—. Bien, moza, bien. Pero ya le he pagado.

—¡Que me ha pagado! —replica ella con feroz desdén—. ¡Dos soberanos! No los he cambiado. Los desprecio. Los rechazo, los tiro —lo cual procede a hacer literalmente, sacándoselos del seno al hablar y tirándolos al suelo con tal violencia que rebotan a la luz antes de salir disparados hacia los rincones e irse parando allí lentamente tras girar mucho en torno a su propio eje.

—¡Eso! —dice Mademoiselle Hortense, que vuelve a entrecerrar los ojos—. ¿Con que me ha pagado? ¡Mi Dios, que sí!

El señor Tulkinghorn se frota la cabeza con la llave mientras ella lo sigue contemplando con una risa sarcástica.

—Debe de ser usted rica, mi bella amiga —observa él imperturbable—, cuando tira usted el dinero de esta manera.

—Soy rica —responde ella—. Soy riquísima en odio. Odio a Milady con todo mi corazón. Ya lo sabe usted.

—¿Que lo sé? ¿Y cómo voy a saberlo?

—Porque lo sabe usted perfectamente, desde antes que me pidiera que le diera esa información. Porque sabe usted perfectamente que yo estaba ggggggabiosísima —es como si fuera imposible que a Mademoiselle Hortense le saliera bien la letra «r» en esta palabra, pese a la energía con la que la pronuncia, para lo cual aprieta las manos y los dientes.

—¡Ah! Con que yo lo sabía, ¿eh? —comenta el señor Tulkinghorn, que examina las guardas de la llave.

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