Casa desolada (97 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico, Novela

BOOK: Casa desolada
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—Ésta es la consulta de nuestro amigo (o lo sería si alguna vez ejerciera la medicina), su refugio, su estudio —nos dijo mi Tutor.

—Sí —asintió el señor Skimpole, mirando animado en su derredor—, ésta es la jaula del pájaro. Aquí es donde vive y canta el pájaro. De vez en cuando le quitan las plumas y le recortan las alas, pero él sigue cantando, ¡sigue cantando!

Nos alargó las uvas y repitió en su tono radiante:

—¡Sigue cantando! No es un canto con pretensiones, pero sigue cantando.

—Son magníficas —comentó mi Tutor de las uvas—. ¿Un regalo?

—No —respondió—. ¡No! Un amable hortelano las vende. Su mozo quiso saber, cuando las traje anoche, si tenía que esperar a que le pagase. «Verdaderamente, amigo mío», le dije, «creo que no, si aprecia en algo su tiempo». Supongo que lo apreciaría, porque se marchó.

Mi Tutor nos miró con una sonrisa, como preguntándonos: «¿Es posible ser mundano con este chiquillo?».

—Éste es un día —dijo el señor Skimpole, tomando alegremente algo de clarete de una copa— que siempre se recordará aquí. Lo llamaremos el día de Santa Clare y Santa Summerson. Tienen ustedes que ver a mis hijas. Tengo una hija de ojos azules que es mi hija Belleza. Tengo una hija Sentimiento y una hija Comedia. Tienen que verlas a las tres. Estarán encantadas.

Iba a llamarlas cuando se interpuso mi Tutor y le pidió que esperase un momento, pues primero deseaba decirle algo.

—Mi querido Jarndyce —respondió él, volviéndose al sofá—, todos los momentos que quieras. Aquí el tiempo no importa. Nunca sabemos qué hora es, y nunca nos importa. Me dirán ustedes que ésa no es forma de progresar en la vida, ¿verdad? Desde luego. Pero es que nosotros no progresamos en la vida. Ni lo pretendemos.

Mi Tutor volvió a mirarnos, diciendo evidentemente: «¿Lo oís?».

—Bueno, Harold —empezó—, lo que tengo que decirte se refiere a Rick.

—¡Mi mejor amigo! —contestó el señor Skimpole cordialmente—. Supongo que no debería ser mi mejor amigo, dado que no se habla contigo. Pero lo es, y no puedo evitarlo; está lleno de la poesía de la juventud y yo lo quiero mucho. Si no te agrada, no puedo evitarlo. Lo quiero mucho.

La cautivadora franqueza con la que hizo aquella declaración, verdaderamente con aire desinteresado, cautivó a mi Tutor, por no decir qué, de momento, también a Ada.

—Puedes quererlo todo lo que quieras —replicó el señor Jarndyce—, pero tenemos que cuidarle el bolsillo, Harold.

—¡Ah! —exclamó el señor Skimpole—. ¿El bolsillo? Bueno, ahora me hablas de algo que no entiendo—. Tomó algo más de clarete y, mojando en él uno de los pasteles, meneó la cabeza y nos sonrió a Ada y a mí con una insinuación ingenua de que era algo que jamás podría comprender.

—Si vas con él por ahí —dijo mi Tutor con toda claridad—, no debes dejarle que pague por los dos.

—Mi querido Jarndyce —comentó el señor Skimpole, con su bienhumorada cara radiante ante lo cómico de aquella idea—, ¿qué le voy a hacer yo? Si me lleva a alguna parte, debo ir. Y ¿cómo puedo pagar yo? Yo nunca tengo dinero. No sé nada de eso. Suponte que le diga a alguien: «¿Cuánto es?». Y que me conteste que son siete chelines y seis peniques. Yo no sé lo que son siete chelines y seis peniques. Me resulta imposible continuar con el tema si tengo algo de respeto a esa persona. No voy a andar por ahí preguntándole a gente ocupada qué son siete chelines y seis peniques en árabe, idioma que además no comprendo. ¿Por qué voy a ir preguntando por ahí lo que son siete chelines y seis peniques en dinero, idioma que tampoco comprendo?

—Bien —dijo mi Tutor, nada descontento con aquella ingenua respuesta—, si has de viajar a donde sea con Rick, debes pedirme el dinero a mí (sin decir ni una palabra de ese detalle) y dejar que sea él quien haga los cálculos.

—Mi querido Jarndyce —replicó el señor Skimpole—, estoy dispuesto a hacer cualquier cosa por complacerte, pero me parece superfluo, e incluso una superstición. Además, les doy mi palabra, señorita Clare y mi querida señorita Summerson, de que estaba convencido de que el señor Carstone era inmensamente rico. Creí que le bastaba con firmar lo que fuera, o extender un pagaré o una transferencia, o un cheque, o una letra, o poner algo en un archivo en alguna parte, para que le lloviera encima el dinero.

—Pues no es así, caballero —dijo Ada—. Es pobre.

—No, ¿de verdad? —contestó el señor Skimpole con su sonrisa radiante—. Me sorprende usted.

—Y como no se enriquece al confiarlo todo a un individuo que no tiene nada —dijo mi Tutor, poniendo una mano enfáticamente en la manga de la bata del señor Skimpole—, debes tener mucho cuidado de no alentarlo en esa confianza, Harold.

—Mi querido y buen amigo —dijo el señor Skimpole—, y mi querida señorita Summerson y mi querida señorita Clare, ¿cómo iba a hacer eso yo? Son cuestiones de negocios, y yo no sé nada de los negocios. Es él quien me da alientos— a mí. Sale de sus grandes hazañas de negocios, me expone las perspectivas más brillantes como resultados y me pide que las admire. Yo las admiro, como brillantes perspectivas. Pero no sé nada de ellas, y se lo digo.

Aquel tipo de sinceridad indefensa con que se presentaba ante nosotros, y la ligereza con la que se divertía con su propia inocencia, la forma fantástica en la que se colocaba bajo su propia protección y defendía a su curioso personaje, eran todos ellos factores que se combinaban con la facilidad deliciosa con que lo decía todo para confirmar exactamente la tesis de mi Tutor. Cuanto más lo veía, más improbable me parecía a mí, si él estaba delante, que fuera capaz de tramar, disimular ni influir en nada, y, sin embargo, cuanto menos probable parecía cuando no estaba él presente, menos agradable resultaba pensar que tuviera nada que ver con nadie que me importase.

Al saber que su interrogatorio (como lo calificó él) había terminado, el señor Skimpole salió de la sala con la cara radiante a buscar a sus hijas (sus hijos se habían escapado de casa en distintas fechas), y dejó a mi Tutor encantado con la manera en que había vindicado su carácter infantil. Pronto volvió, llevando consigo a las tres damiselas y a la señora Skimpole, que había sido una belleza, pero que ahora era una inválida desdeñosa que sufría toda una serie de enfermedades.

—Ésta —dijo el señor Skimpole— es mi hija Belleza, Arethusa, que toca diversos instrumentos y canta algo, igual que su padre. Ésta es mi hija Sentimiento, Laura, que toca algo, pero no canta. Y ésta es mi hija Comedia, Kitty, que canta un poco, pero no toca. Todos dibujamos algo y componemos algo, y ninguna de nosotros tiene idea del tiempo ni del dinero.

La señora Skimpole dio un suspiro, como si hubiera celebrado eliminar ese aspecto de la lista de virtudes de la familia. También me pareció que dirigía ese suspiro hacia mi Tutor y que aprovechaba la primera oportunidad posible para lanzar otro.

—Resulta muy agradable —añadió el señor Skimpole, volviendo la mirada vivaz de unos a otros— y resulta curiosamente interesante el ver los rasgos distintivos de las familias. En esta familia somos todos niños, y yo soy el más pequeño de todos.

Las hijas, que parecían tenerle mucho cariño, se sintieron muy divertidas ante aquella observación, especialmente la hija Comedia.

—Queridas mías —siguió diciendo el señor Skimpole—, es verdad, ¿no? Lo es y debe serlo, porque, al igual que los perros del himno, «está en nuestra naturaleza». Fijaos en la señorita Summerson con su gran capacidad administrativa y su conocimiento sorprendente de los detalles. Estoy seguro de que parecerá extraño a oídos de la señorita Summerson si le digo que en esta casa no sabemos nada de las chuletas. Pero es verdad; no lo sabemos. No sabemos cocinar nada en absoluto. No sabemos qué hacer con aguja e hilo. Admiramos a las personas que poseen la experiencia práctica que a nosotros nos falta, y no nos enfrentamos con ellas. Entonces, ¿por qué se van a enfrentar ellas con nosotros? Vivid y dejad vivir, les decimos. ¡Vivid vosotros gracias a vuestros conocimientos prácticos y dejad que nosotros vivamos a costa de vosotros!

Se echó a reír, pero, como de costumbre, parecía muy sincero y decir exactamente lo que sentía.

—Somos solidarios, rosas mías —dijo el señor Skimpole—, solidarios con todo, ¿no es verdad?

—¡Ay, sí, papá! —exclamaron las tres hijas.

—De hecho, eso es lo que caracteriza a nuestra familia en esta existencia tan agitada. Tenemos la capacidad de observar y de interesarnos,
y efectivamente
observa
mos y efectivamente
nos interesamos. ¿Qué más podemos hacer? Miren a mi hija Belleza, que se casó hace tres años. Bueno, estoy seguro de que el que se casara con otro niño y tuvieran dos más fue algo muy malo desde el punto de vista de la economía política, pero fue algo muy agradable. En aquellas ocasiones tuvimos nuestros pequeños festejos e intercambiamos ideas sociales. Un día trajo a casa a su joven marido y ahora ellos y sus retoños tienen su nido en el piso de arriba. Y estoy seguro de que algún día mis hijas Sentimiento y Comedia traerán a casa a sus maridos y también tendrán sus nidos en el piso de arriba. Y así seguimos adelante, no sé cómo, pero seguimos.

Verdaderamente, la muchacha parecía demasiado joven para ser la madre de dos niños, y no pude evitar el sentir lástima de ella y de ellos. Era evidente que las tres hijas habían crecido como habían podido, y no habían tenido más instrucción que una formación desordenada que bastaba para que fueran juguetes de su padre en las horas de ocio de éste. Observé que le consultaban sus gustos pictóricos en cuanto a la forma de peinarse; la hija Belleza llevaba el pelo al estilo clásico; la hija Sentimiento lo llevaba largo y suelto, y la hija Comedia a lo pícaro, muy apartado de la frente y con unos ricitos vivaces que le llegaban a los rabillos de los ojos. Iban vestidas en consecuencia, aunque del modo más desordenado y negligente.

Ada y yo conversamos con aquellas señoritas y las encontramos extraordinariamente parecidas a su padre. Entre tanto, el señor Jarndyce (que se había estado frotando mucho la frente y haciendo sugerencias de que iba a cambiar el viento) hablaba con el señor Skimpole en un rincón, y no pudimos evitar el oír tintineo de monedas. Antes, el señor Skimpole había ofrecido venir a casa con nosotros y se había retirado para vestirse con ese objeto.

—Rosas mías —dijo al volver—, cuidad de mamá. No se siente bien hoy. Me voy a pasar un día o dos a casa del señor Jarndyce, para oír el canto de los ruiseñores y mantener mi buen humor. Ha estado puesto a prueba, como sabéis, y volvería a estarlo si me quedara en casa.

—¡Fue aquel hombre horrible! —dijo la hija de la Comedia.

—Justo cuando sabía que papá estaba enfermo y echado junto a sus lirios, contemplando el cielo azul —se quejó Laura.

—¡Y cuando empezaba el aire a oler a heno! —dijo Arethusa.

—Ha sido una muestra de falta de espíritu poético en ese hombre —asintió el señor Skimpole, aunque de perfecto buen humor—. Fue una grosería. ¡Mostró que carecía de los sentimientos humanos más delicados! Mis hijas se sienten muy ofendidas —nos explicó— porque un buen hombre…

—¡No era bueno, papá! ¡Imposible! —protestaron las tres.

—Un tipo un poco grosero, una especie de puercoespín humano hecho una bola —continuó el señor Skimpole— que tiene una panadería en este barrio y a quien pedimos prestadas dos butacas. Necesitábamos dos butacas y no las teníamos, y, por consiguiente, buscamos un hombre que sí las tenía, para que nos las prestara. ¡Bueno! Ese pesado nos las prestó y nosotros las fuimos usando. Cuando ya estaban usadas nos las pidió y se las dimos. Dirían ustedes que estaría satisfecho. Pues no lo estaba. Objetó a que estuvieran usadas. Razoné con él y le expuse su error. Le dije: «¿Puede usted, a su edad, ser tan terco, amigo mío, como para persistir en que una butaca es algo que se ha de poner en una vitrina para contemplarla? ¿Que es un objeto que mirar, que observar de lejos, que estudiar desde un buen punto de vista? ¿No
sabe
usted que les pedimos prestadas estas butacas para sentarnos en ellas?». No fue nada razonable ni fácil de persuadir, y usó palabras destempladas. Con la misma paciencia que muestro en este momento le dije: «Bien, buen hombre, por diferentes que sean nuestras aptitudes para los negocios, somos hijos ambos de una gran madre, la Naturaleza. En esta hermosa mañana de verano me ve usted aquí (yo estaba en el sofá) con flores ante mí, con fruta en la mesa, con el cielo azul por encima de mí, el aire lleno de fragancia, contemplando la Naturaleza. Le ruego, por nuestra condición de hermanos, que no interponga entre mí y un espectáculo tan sublime la figura absurda de un panadero encolerizado». Pero sí que lo hizo —observó el señor Skimpole, elevando la vista al cielo con un asombro juguetón—; sí que interpuso aquella ridícula figura, y lo sigue haciendo, y lo seguirá haciendo. Y por eso me alegro mucho de desaparecer de su vista e irme a casa de mi amigo Jarndyce.

Parecía escapar a su consideración que la señora Skimpole y las hijas se quedaban allí a recibir al panadero, pero para ellas era algo tan acostumbrado que se había convertido en cuestión de rutina. Se despidió de su familia con una amabilidad tan airosa y tan gentil como todo lo que hacía, y se vino con nosotros en perfecta armonía consigo mismo. Tuvimos oportunidad de ver por algunas puertas abiertas, al ir bajando las escaleras, que sus propios apartamentos eran un palacio en comparación con el resto de la casa.

Me era imposible prever que antes de que acabara el día iba a suceder algo que en aquellos momentos me sorprendió mucho y que siempre habré de recordar por las consecuencias que tuvo. Nuestro invitado estuvo tan animado en el camino hacia casa que no pude por menos de escucharlo y maravillarme de él; y no fui yo la única, pues Ada cedió a la misma fascinación. En cuanto a mi Tutor, el viento que amenazaba con fijarse en el Levante cuando salimos de Somers Town giró en redondo antes de que nos alejáramos ni dos millas de allí.

Fuera por una puerilidad discutible o no, el señor Skimpole disfrutaba como un niño con el cambio y el buen tiempo. Nada cansado por su actividad durante el viaje, llegó al salón antes que nadie, y le oí tocar el piano mientras yo todavía me ocupaba de las cosas de la casa; estaba cantando barcarolas y canciones tabernarias, italianas y alemanas, una tras otra.

Nos habíamos reunidos todos poco antes de la cena, y él seguía al piano, tocando a su aire indolente algunas cancioncillas y hablando entre tanto de acabar algunos esbozos de las ruinas de la muralla de Verulam
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, que había empezado hacía uno o dos años y de los que se había cansado, cuando entraron con una tarjeta que mi Tutor leyó en— alto y con voz de sorpresa:

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