Nadie supo cuándo escaparon Panchito y Marta. Pero al notar su ausencia, una por una, se despidieron las invitadas. Doña Carmelita, extenuada por el ajetreo y la emoción del día, se retiró a su cuarto con dolor de cabeza y hondos suspiros. Finalmente se marcharon los hombres. El jefe civil llevaba una borrachera silenciosa y hosca, un brillo siniestro en los ojos mongoles. Pericote y el maraquero hablaban de seguir la parranda y dar serenatas. Carmen Rosa y Sebastián quedaron, sin darse cuenta, solos en el corredor, entre flores de papel caídas y la luz fatigada de las lámparas.
Él la tomó de la mano y caminaron juntos, como siempre lo hacían, hasta el tronco del cotoperí. Pero esta vez era de noche, una noche sin estrellas, y el segundo piso a medio derrumbar de la casa vecina se desdibujaba en la penumbra. Sebastián le ciñó el talle y le buscó la boca para el beso. Pero fue un beso diferente a todos los anteriores, incalculablemente más largo, más intenso, más hondo. Carmen Rosa sintió correr por las venas una llamita más viva que el líquido espeso y picante de la mistela y subir por los muslos una dulce fogata jamás presentida.
El mechón negro de Sebastián se confundía con su propio pelo. En el ancho pecho de Sebastián latía con acelerada resonancia el corazón y ella escuchaba esos latidos como si formaran parte de su propio pulso. Una mano de Sebastián subió lentamente desde su cintura, se detuvo un instante sobre sus hombros y bajó luego por entre su corpiño hasta quedarse quieta, caliente y temblorosa, sobre uno de sus senos. Era como estar desnuda en medio del campo. Una mezcla maravillosa de miedo, pudor y deleite le nubló la mirada.
No se explicaba después Carmen Rosa de dónde sacó fuerzas para librarse bruscamente de los brazos de Sebastián, de la boca de Sebastián, del corazón desbocado de Sebastián. Ni cómo logró crear aquel impulso que la separó de él cuando todo su cuerpo no deseaba otra cosa sino quedarse ahí, quemándose bajo la caricia de sus manos.
—No, ¡por favor! —dijo y le tapó los labios con el revés de la mano.
Permanecieron algunos minutos en silencio. En una casa lejana ladró un perro. Más lejos aún se escuchaba la voz zafia de Pericote martillando un corrido. Finalmente, Sebastián dijo:
—¿Me guardas rencor, Carmen Rosa?
—No —respondió simplemente ella con temerosa suavidad.
Y le dio el último beso de la noche. Pero éste fue como los de antes, precavido, fugaz, espantadizo.
Al despertar pensó en el beso bajo las ramas oscuras del cotoperí, bajo la noche sin estrellas, y la invadió nuevamente una sensación de abandono en el cauce de la sangre y de fogata que le subía por los muslos.
—¿De dónde saqué fuerzas para rechazar a Sebastián, Dios mío?
Por cierto que tendría que confesarse, contarle aquella escena al padre Pernía.
—¡Qué vergüenza, Santa Rosa, qué vergüenza!
El padre Pernía la escuchó con grave atención, la ayudó a salir del atolladero cuando llegó a lo más escabroso del relato, a la mano sobre el seno desnudo. Como cuando la historia del arcángel del Purgatorio, el padre Pernía le preguntó:
—¿Y te gustó, hija?
—Me gustó demasiado, padre. Y lo peor es que me sigue gustando pensar en eso, revivirlo con la imaginación.
—Desde que te conozco, hija, y te conozco desde que tienes uso de razón, es la primera vez que me confiesas un pecado mortal, un verdadero pecado mortal. Y le puso por penitencia, tal vez por vez primera, un rosario completo. No vuelvas a hacerlo. No solamente porque es pecado mortal, sino porque no te conviene.
Y le puso por penitencia, también por primera vez, un rosario completo.
No obstante, una vez concluidas las letanías, el padre Pernía se le acercó a hablarle. Tal vez pensaba el cura que había sido demasiado seco para con ella. Se le notaba el afán de aparecer cordial, de demostrarle que no le había perdido estima por el pecado que había cometido.
—Mándame con Olegario unas flores de tu jardín, para Santa Rosa. Mira cómo está el altar de la pobrecita, sin una cayena.
Y luego:
—Santa Rosa cuenta contigo porque tú siempre te has ocupado de ella más que nadie en este pueblo.
Cuando se marchaba, la acompañó hasta la puerta del templo.
—Saludos a doña Carmelita. Que la felicito una vez más por el matrimonio de Marta. Y no te olvides de las flores.
El diálogo con Sebastián fue muy diferente. El domingo, una vez que el padre Pernía se enteró de que ya Sebastián había llegado a Ortiz, lo mandó llamar con Hermelinda.
—¿Qué quiere conmigo, padre? —preguntó sorprendido Sebastián cuando observó cómo el cura cerraba con llave la puerta de la casa parroquial. Habían quedado los dos solos en un recinto oloroso a cera, a incienso, a harina y a flores marchitas.
—¿Tú te piensas casar con Carmen Rosa? —preguntó Pernía sin preámbulos.
—Naturalmente —respondió Sebastián desconcertado.
—Pues me alegro. Pero tengo que advertirte una cosa. El padre de esa muchacha está enfermo. Tampoco tiene hermanos que den la cara por ella. Sin embargo...
—Están demás esas palabras —interrumpió Sebastián—. Ya le dije que me pienso casar con ella.
—Nunca está demás un por si acaso —continuó impasible el cura, sin darse por enterado del tono cortante que Sebastián había empleado—. Y yo quería advertirte que si por una casualidad no son ésas tus intenciones, yo estoy dispuesto a quitarme la sotana y a meterte cuatro tiros.
Empalideció Sebastián. Nada lo soliviantaba tanto como una amenaza. No obstante, calibró rápidamente el propósito del padre Pernía, y se contuvo.
—No por sus cuatro tiros, sino porque así lo he resuelto yo desde hace tiempo, me casaré con Carmen Rosa —se limitó a decir en el mismo tono cortante.
El cura le tendió la mano y Sebastián la estrechó con firmeza. Pernía aguantó el apretón sosteniéndole la mirada. Comprendió entonces Sebastián que la promesa de los cuatro tiros había sido formulada con la inquebrantable decisión de cumplirla.
É
STE ES EL CAMINO DE
P
ALENQUE
U
N MEDIODÍA
de noviembre, era domingo por cierto, se detuvo un autobús en Ortiz. Algo extraño sospecharon los escasos habitantes del pueblo desde el amanecer, cuando presenciaron el estrepitoso despertar del coronel Cubillos. Los gritos desmedidos del jefe civil agrietaron la madrugada e hicieron cantar a los gallos antes de tiempo. Se escuchó un inusitado acento metálico de peinillas, tres peinillas que yacían olvidadas en un rincón de la Jefatura, y un más inusitado rastrillar de máuseres; tres máuseres que nadie supo de dónde salieron. A las seis de la mañana se hallaban los dos desdichados que fungían de policías en Ortiz, de peinilla terciada y máuser en la diestra, montando guardia a la puerta de la Jefatura.
Cundieron el asombro y el miedo. El coronel Cubillos, hermético y huraño, no dejaba traslucir el motivo de sus belicosas precauciones. Inclusive los policías ignoraban la causa de aquel despertar con máuser y peinilla. Todo quedó a merced de las suposiciones, formuladas a media voz y a puertas cerradas.
—¡Hay un alzamiento en Calabozo!
Fue el primer rumor. Nació en la vaquera de la señora Socorro, pasó por la escuela de la señorita Berenice, se detuvo en la casa parroquial y se desparramó luego, cabalgando en la voz de Hermelinda, de ruina en ruina, de corral en corral.
—Es Arévalo Cedeño que invadió por el Meta. Esta vez trae más gente que nunca y ya está atacando a San Fernando.
Fue el segundo y más insistente rumor. Nació en la bodega de Epifanio, lo llevó Pericote a la casa de Panchito y de ahí enfiló hacia la iglesia para extenderse luego, en la voz mensajera de Hermelinda, de punta a punta del pueblo, corrigiendo su anterior confidencia.
Pero el señor Cartaya pasó como al azar por el telégrafo, se enteró de la verdad y por él la conocieron Sebastián, Panchito y el cura Pernía. Los estudiantes de Caracas, presos desde hacía varias semanas en un campamento cercano a la capital, serían trasladados ese domingo a los trabajos forzados de Palenque. Ortiz estaba en el camino. Un telegrama con la noticia, recibido por el coronel Cubillos la noche anterior, determinaba su agitación de hoy.
El autobús no solamente pasó por Ortiz sino que se detuvo frente a la bodega de Epifanio. Era la primera parada desde la víspera, cuando salió de Guatire, mucho más allá de Caracas, con su cargamento de presos. Había atravesado en la noche y a gran velocidad las desiertas calles mudas de la capital. Tomó después el rumbo de los Valles de Aragua, hasta caer en los Llanos dando tumbos, con el motor a toda marcha. El cortejo de automóviles familiares que intentó seguirlo había sido detenido en seco por los fusiles de un pelotón de soldados.
Los estudiantes ignoraban la meta de aquel autobús amarillo que corría locamente, con ellos adentro. Los soldados que los custodiaban, uno en cada extremo de los asientos, guardaban un estúpido silencio de piedra. El capitán, sentado junto al chofer, ni siquiera se volvía a mirarlos. Apenas daba signos de vida el coronel Varela, un tuerto vestido de civil, bajo cuya vigilancia se realizaba el traslado, para gruñir órdenes concisas de tiempo en tiempo.
Tan sólo vislumbraron el destino que les aguardaba cuando el autobús abandonó la carretera que iba en busca del mar y torció bruscamente hacia los Llanos. Entonces uno de ellos dijo simplemente:
—Éste es el camino de Palenque.
Los demás comprendieron y callaron. El golpe de las ruedas en los baches, el trepidar asmático del motor, los latidos del corazón, modularon largo rato el eco de aquellas palabras:
Éste es el camino de Palenque.
Éste es el camino de Palenque.
Éste es el camino de Palenque.
El autobús que había cruzado, a la media luz subrepticia de la madrugada, pueblos con vida y campos sembrados, avanzó toda la mañana a través de un llano duro y desolado, sin casas y sin gente. Hasta que surgió la silueta de Ortiz, bajo el desamparo del mediodía, y el vehículo se detuvo frente a la bodega de Epifanio.
Bajaron todos, con las piernas entumidas, de la máquina polvorienta: los dieciséis estudiantes presos, los doce soldados con bayoneta calada, el capitán con el revólver en la mano, el coronel tuerto vestido de civil, el chofer.
—¡Entren a la bodega! —gritó Varela.
Entraron sin prisa. El cansancio y la sed gravitaban por igual sobre guardias y prisioneros. Llegó Cubillos con sus dos policías y se puso a las órdenes del coronel Varela. Epifanio sirvió gaseosas de colores pálidos y destapó viejas latas de sardinas. El fonógrafo de la bodega, voz gangosa de indio borracho, corneta verde descascarada, chilló un merengue de otros tiempos. Un ritmo pegajoso, una canción zumbona en la cual se hablaba de la guerra del 14, de los triunfos alemanes, del cañón cuarenta y dos, del Káiser. En los versos finales salía malparado el Emperador.
Eran muy jóvenes los dieciséis estudiantes presos. El mayor entre ellos, seguramente el de la barba tupida y negra de fraile español, no llegaba a los veinticinco años. Pero los otros, el de los tranquilos ojos azules, el de la aguda nariz hebraica, el de la pálida frente cavilosa, el de las pobladas cejas hirsutas, el regordete de los grandes anteojos, el mulatico de la boina, apenas habían cumplido veinte.
Tres hombres llagados y andrajosos los observaban con indolente curiosidad desde la baranda de la plaza. Dos chiquillos barrigones, de narices mocosas y pies descalzos, se acercaron hasta la puerta de la bodega y se quedaron mirando hacia el interior con ojos de asombro. Más tarde se aproximaron el señor Cartaya y Sebastián, entraron con despabilada naturalidad a la bodega, compraron cigarrillos, hablaron con Epifanio de cosas del lugar. Y luego, en un descuido de los vigilantes, el señor Cartaya extrajo de sus bolsillos un frasco de quinina y se lo tendió al estudiante de la barba cerrada, uno a quien sus compañeros nombraban Clemente.
—Les puede ser útil —dijo el viejo masón.
En cuanto a Sebastián, se había acercado al estudiante mulato de la boina vasca.
—Ese sombrero no aguanta el sol —murmuró.
Y despojándose de su propio sombrero:
—Mejor es que se lleve el mío. Usted no sabe lo que es el sol del llano.
Pero ya se acercaba el coronel Cubillos con una dura ráfaga de indignación en el gesto.
—Se prohíbe hablar con los presos —gritó a Sebastián.
—No lo sabía —respondió éste a manera de excusa.
—¡Pues sépalo! —chilló Cubillos amenazante.
—Perdone usted —intervino Cartaya conciliador—. Yo ni siquiera sabía que estos jóvenes estaban presos.
Y salieron los dos lentamente de la bodega perseguidos por los ojos furiosos del jefe civil. El estudiante de la boina se había puesto ya el sombrero pelo de guama de Sebastián, como si fuera el suyo de toda la vida.
El camión amarillento, dieciséis estudiantes, doce soldados, un capitán de uniforme y un coronel tuerto vestido de civil, siguió por el camino de los Llanos, dando tumbos entre los baches, levantando nubarrones de polvo reseco y caliente. En Ortiz quedó su huella perdurando largas horas. En la bodega de Epifanio, en la casa parroquial, en el patio de las Villena, en la escuela de la señorita Berenice, en la Jefatura Civil, no se habló de otra cosa durante todo el día.
—¡Pobrecitos! —sollozaba Hermelinda entre palmas marchitas de un domingo de ramos y velas apagadas a medio consumir—. Son casi unos niños, padre Pernía. Santa Rosa los acompañe...
—Dios mismo los acompañe —respondía el padre Pernía preocupado—. Por el camino que se fueron no queda sino Palenque, que es la muerte.
¿La muerte? Ese era el tema, la muerte. De los trabajos forzados de Palenque, moridero de delincuentes, regresaban muy pocos. Y esos pocos que lograban volver eran sombras desteñidas, esqueletos vagabundos, con la muerte caminando por dentro.
—No regresarán —gruñía enfurecido el señor Cartaya en el patio de las Villena—. Los matarán a latigazos y los enterrarán en la sabana.
—¡Hay que hacer algo! —añadía Sebastián apretando los puños, agobiado por la pesada certidumbre de que nada podían hacer.
Panchito profirió cuanto sabía de aquellos presidios: Palenque, la China, el Coco. Su mujer lloró al escucharlo. Marta estaba embarazada y seguía siendo linda con su barriguita, su caminar pausado y su llanto por los estudiantes presos.